Campos de concentración simbólicos en Ecuador.
Hay quienes dicen que subdesarrollo no es más que la incapacidad para relacionar una cosa con otra. Yo estoy muy de acuerdo. A esa definición clara y concisa, añadiría que parte importante de la noción de subdesarrollo también tiene que ver con la incapacidad de relacionarse con el otro. Una incapacidad, dicen, proveniente de arriba, de las autoridades, de las élites. Y quizás por eso mismo, es sistemáticamente ignorada.
La experiencia de distanciarse temporalmente de la cultura en la que uno nació y creció, suele brindar buenas condiciones para el posterior análisis de dichos hábitos. No sucede siempre así: hay mentes lúcidas, agudas y despiertas, que no necesitan la experiencia de distanciamiento para percatarse de marcas extrañas, fascinantes o inquietantes en la carne de la que están hechas las configuraciones culturales locales. Existen también quienes pasan lustros fuera de la matriz cultural que los constituyó y, tan permeables y reflexivos como una piedra, regresan interpretando el ancho mundo con los mismos márgenes chicos con los que partieron.
Me ha tomado unos años y mucho esfuerzo construir con cierta solidez en mi cabeza el rasgo que más desprecio de las configuraciones culturales hegemónicas en mi país. Me tomó varios meses poder nombrar aquello que la distancia con Ecuador me hacía sentir. Más allá de la nostalgia por los amigos, los lugares y la familia, o la tristeza en el paladar ante el bolón o el encebollado ausente, había algo en la distancia que me generaba un profundo alivio en el alma. Descubrí con tristeza que ello estaba vinculado con la forma en que, frecuentemente, los ecuatorianos nos (des)vinculamos con el otro.
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Jonathan Lucero, 2013
Las fibras más profundas del espíritu ecuatoriano están tocadas por una terrible tendencia a la anulación del otro. Hay una pugna subjetiva terrible, una tensión desgastante entre una calidez afectiva presente en la gran mayoría de los latinoamericanos, y el irrefrenable impulso a burlarse del débil, a aprovecharse del otro, a ignorar su opinión, a hacer de los foros, ponencias y de las conversaciones, monólogos. En fin, una fuerza que nos guía hacia un grotesco individualismo de masas en que la única función del otro es la de ser espectador pasivo de la superioridad ajena.
La política en nuestro país tradicionalmente ha estado basada en esta forma de proceder. No es que ella la haya originado (o no lo sé), pero las lógicas bajo las cuales entendemos al otro como algo cuya inferioridad nos es necesario probar, se perpetúa en el discurso de caudillos estatales o corporativos. Y a ellos les sienta de maravilla.
Confieso que en los albores de la Revolución Ciudadana, creí que lo que venía rompería con este y otros hábitos culturales que nos hacían daño. En alguna medida, así fue. Como bien dice un amigo, es necesario reconocer el valor destructivo del régimen actual. Todo lo que venga luego de esto, al menos en lo que respecta a inversión social y mejoramiento de servicios públicos, será medido con una vara que los anteriores gobernantes ni siquiera se molestaron en recoger del suelo.
Sin embargo, el hábito de desconocer al otro permanece horriblemente indemne en el discurso de este gobierno. La Revolución Ciudadana, gestora de grandes e importantes cambios en la historia del país, no se arriesgó a cambiar la forma en que el ecuatoriano piensa al otro. En lugar de ello, decidió explotar mediática y electoralmente tan interesante recurso. Así se perpetúa y fortalece el proceso por el cual somos infectados por aquel espantoso ejercicio discursivo que nos inspira a desvalorizar las opiniones, creencias y argumentaciones de todos los que no piensan como uno. Nos juntamos con nuestros pares, quienes nos dan la razón en todo, y declaramos enemigos a los que piensan diferente. Pretendemos eludir la esterilidad de lo políticamente correcto, cambiándolo por la denigración de la voz disidente del otro, matando así la posibilidad de un disenso creador.
Paradójicamente, los más grandes opositores del gobierno son quienes más practican esto públicamente. No notan o no quieren notar que cada crítica surgida bajo este mecanismo fortalece el discurso gubernamental, suspendiendo en ambos frentes la posibilidad de participación de sujetos-ciudadanos en las instituciones democráticas.
El presidente y su aparato de comunicación utilizan estos mecanismos, sin duda. Lo hace cuando invita a liarse a los puños a un ciudadano que lo ofende, al igual que cuando busca desprestigiarlo llamándolo públicamente borracho y marihuanero. También lo hace, de manera más sutil, cuando su respuesta a un cuestionamiento de una minoría radica en el desafío de aprobación electoral, en lugar de la discusión de principios ideológicos o éticos.
Pero todo ello simplemente es consecuencia de un asunto que cae sobre los hombros de los ciudadanos, más allá de las disputas de los caudillos de turno: nuestra historia, nuestros hábitos discursivos, nuestra manera de entender el humor y la ironía y, sobre todo, nuestro apasionamiento para con nosotros mismos, nos volvieron fabulosos alumnos en la escuela de desvalorización del otro. ¿Será que nuestro presunto complejo de inferioridad de país simplemente es simplemente la máscara que oculta a un perverso calculador que goza de la destrucción del otro –y eventualmente, la de sí mismo-? ¿O acaso nos regodeamos en nuestra vanidad y el desprecio al otro funciona como una suerte de formación reactiva, como mecanismo de defensa que oculta una letal herida narcisista con la que no sabemos lidiar de otro modo?
Nuestra pasión por la exclusión del otro está tan difundida en nuestras prácticas discursivas que rara vez las notamos. Desde el elitismo cojudo manifestado en cada ocasión en que una madre de clase media pregunta de qué familia es el chico que sale con su hija, poniendo genealógica atención a la combinación de apellidos que este lleva; hasta la esquizofrénica idea de que para estar habilitado a opinar sobre la explotación de un área protegida y la eventual desaparición de comunidades de seres humanos que ahí habitan, es requisito jamás haber utilizado un vehículo con motor y no comer nada que produzca sombra; pasando por el amenazante y revelador “¿Tú no sabes quién soy yo?”, claro letrero de soberbia que pesa sobre la voz de quien lo profiere, y que continuamente tienen que padecer meseros, guardias de seguridad y demás personal de servicio.
Estos y otros incontables gestos de exclusión o anulación del otro son puestos cotidianamente en práctica. No es necesario encerrar a los otros en cárceles ni campos de concentración para erradicarlos – acaso es mejor encerrarnos a nosotros mismos entre murallas, con nuestros pares-. Simplemente basta con desalojarlos del campo discursivo por medio de la anulación de sus ideas. Si las palabras del otro no valen nada, entonces el otro no vale nada. Habremos triunfado. Se entiende mejor que existan quienes van por la vida justificando cosas como agresiones verbales y frenteos pandilleriles por parte de las autoridades de turno, o como las torturas generadas en nombre de la rehabilitación social o de la “corrección” de las preferencias sexuales, cuando se parte de la anulación del otro como premisa.
Ese es el tipo de fascismo vive en nosotros. Está ahí todo el tiempo y leemos el mundo a través de él. Salir de él es arriesgado, porque implica disolver marcas de certidumbre que rigen nuestras vidas y nuestros actos. Además, siempre podría haber ahí afuera alguno más vegetariano, más correísta, más corporativista, más culto, con mejores apellidos o con más títulos que yo, que me termine anulando a mí. Por ello nos esmeramos con prodigioso ímpetu y velada angustia en la preservación del espacio de confort que brinda el encierro con los pares más semejantes que podamos hallar.
El porvenir que nos otorga esta espantosa forma de no-vincularnos con el otro, asoma la cabeza. Creo ver en Ecuador una fuerte tendencia a la judicialización de lo sensible, un ejercicio en que los argumentos éticos, morales o filosóficos, son palabrerío inútil frente a las omnipotentes construcciones funcionalistas, las consideraciones meramente pragmáticas, el cálculo electoral o la cita de precedentes legales. Se impone la urgencia de un aparato legal hipertrófico mediando esa distancia con el otro que no estamos dispuestos a recortar. Este camino es peligroso, considerando el fundamental hecho de que la igualdad de derechos no se puede entender como resultado de una investigación científica, de una apuesta pragmática-racionalista, ni mucho menos como resultado de procesos electorales; es un ideal que trasciende todo lo anterior, un desafío que la humanidad se planteó a sí misma, y del cual renegamos sistemáticamente cuando lo que está en juego son los derechos del otro y no los propios.
Cierro este texto dejando claro que yo no me eximo de mi propia reflexión. Los años que he pasado introducido en esa matriz cultural hostil y excluyente me atraviesan, y me seguirán atravesando a mi regreso. Continuamente me maravillo al ser testigo de la existencia de otras múltiples formas de relacionarse con el otro. Trato de aprender de ellas y pretendo llevarlas conmigo a mi país. Me gusta creer en la diferencia que pueden hacer y estarán haciendo esas mentes lúcidas, agudas y despiertas que no necesitan dejar el país para notar el daño que nos hace esa soberbia soledad a la que nos autocondenamos. Digo, si uno va a creer en algo, que sea en las personas. Y mejor si es en el otro.
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Jonathan Lucero, 2012
Jonathan Lucero