@mr_jonathanl

¿Cuántos silencios somos capaces de ignorar para evitar sospechar que rozamos el horror? Testimonio de un psicólogo que hizo prácticas en centros de rehabilitación deshumanizantes.

 

Pedro Vargas fue mi profesor de Psicoterapia II en la Universidad Católica de Guayaquil. Llegó casi de improviso, ante la ausencia prolongada de la titular de la materia. Lo poco que mis compañeros y yo sabíamos sobre él era que daba clases en la Universidad de Guayaquil y que seguía una corriente teórica marcadamente conductista, bastante ajena a lo que habíamos recibido hasta entonces.

Nunca me llevé bien con el conductismo. Me pareció siempre un reduccionismo radical, una negación bastante burda de la complejidad del ser humano. Cuando Vargas nos informó que parte importante de la nota de la materia consistiría en realizar prácticas de corte conductista en pacientes de centros de rehabilitación donde él trabajaba, no lo pensé dos veces y me dispuse a hacer trampa: cumplir en un corto lapso las consignas encomendadas, y luego dedicarme a escuchar lo que los pacientes tenían que decir.

De cualquier manera, trabajar con adictos en recuperación internados en clínicas pintaba como una experiencia interesante. Conforme nos fuimos adentrando en esos lugares, mis compañeros y yo comenzamos a notar los indicios: en muy raras ocasiones se nos permitía hablar con los pacientes sin supervisión de los encargados, aun cuando la entrevista clínica se desnaturaliza de este modo; habían pacientes con los que definitivamente no podíamos cruzar palabra; se notaba una marcada jerarquía entre pacientes, encabezada por aquellos mejor adaptados al sistema, que ejercían como representantes de la autoridad ante los recién llegados y los rebeldes. Comenzaron a circular entre mis compañeros historias de personas internadas en estas clínicas que no tenían problemas de adicciones y permanecían cautivas bajo el rótulo de “paciente con problemas conductuales” o “tendencia a la adicción”. Para justificar la internación de un paciente, algunas de estas clínicas se remitían a una prueba de sangre realizada al momento del ingreso. Desde luego esto no aplicaba para las personas marcadas con esta suerte de “sentencia previa”, presa por los porros que algún día podría llegar a fumarse.

Un par de semestres antes de esta experiencia, durante el desarrollo de otra materia, entrevisté al dueño de la clínica Nueva Luz II. Se trataba de un adicto recuperado, que muy cordialmente me explicó el funcionamiento de las clínicas. Todo en orden, nada de qué sospechar, hasta que me explicó por qué no podía hablar con los pacientes sin supervisión: “una vez tuvimos un problema, porque vinieron unos estudiantes a hacer prácticas, y las chicas internadas los sedujeron, les pidieron prestados los celulares y llamaron a sus familias a decir un montón de barbaridades. Se armó tremendo problema”. Mi curiosidad sobre el hecho no me bastó para sugerir alternativas que me permitieran hablar con los pacientes. En ese tiempo era un poco más tonto de lo que soy ahora. En todo caso, presumo que le caí bastante bien al sujeto aquel, pues como premio de consuelo hizo que llevaran a su despacho a una chica que llevaba internada dos meses. Tenía la mirada perdida y se veía famélica. Sólo con el pasar de los días terminé de convencerme de que su posición encorvada y la amargura que se adivinaba detrás de sus respuestas monosílabas tenían que ver con el temor de hablar de más, de decir alguna cosa indebida en presencia del mandamás.

Nunca volví a ver a esa jovencita.

Mi grupo más cercano de compañeros y yo siempre tuvimos dudas teóricas sobre los procesos de rehabilitación para adictos y las cosas que estaban sucediendo en nuestros lugares de prácticas simplemente las confirmaban. Las prohibiciones de contacto con los pacientes y el halo de misterio que se respiraban en esos lugares fueron mitigados con ayuda del profesor. Es decir, uno va a estos lugares, ve cosas raras, sospecha. Luego se entera que su profesor, con estudios en no sé dónde, está a cargo de los procesos psicoterapéuticos de estos lugares, y entonces no queda más que asumir que uno es paranoico. Llegamos a reconocer que estos centros operaban con procedimientos absurdos, más no crueles o ilegales, porque en ese momento aquello sencillamente escapaba a nuestra capacidad de significarlo. Además, según había investigado, Los lugares en lo que trabajamos eran de los pocos declarados aptos para funcionar de acuerdo al CONSEP. Así, llegó el momento en que cubrimos todo con un velo de humor e ironía. No nos fue demasiado bien en los informes que presentamos. Tampoco demasiado mal.

Somos responsables de no sospechar lo suficiente. Soy responsable de no haber buscado posibilidades de conocer más. Podría decir que eran otros tiempos, que tenía menos recursos, que el Estado estaba demasiado ocupado intentando no ser derrocado como para ocuparse de esto, que los recursos para denunciar públicamente algún abuso eran más reducidos. Decir cualquiera de esas cosas sería evadir la responsabilidad de mis omisiones.

De lo que sí me hice cargo en estos años fue en entender las condiciones generadoras de la crueldad y de la indolencia en los casos de encierro de ese tipo. Lo aprendido no es alentador. Lo cierto es que todo aquello que mis compañeros y yo sospechamos, así como todos los peligros que tuvo que sortear Zulema (aquí en entrevista para La Descarga) para volver a su ciudad con la persona que ama y todo el horror vivido por Viviana, no son tanto el producto de una tergiversación local del discurso psicológico, como de una exacerbación global del mismo, combinada con un abrumador desinterés por la vida del otro. Sobre esto hay cientos de casos documentados alrededor del mundo.

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Richard Avedon, Mental Institution #31, 1963

 

Existen infinidad de tratamientos psicológicos basados en la crueldad. Humillaciones constantes y desvalorización sistemática son instrumentos que cierta psicología reconoce como válidos para romper el yo de las personas y fundar sobre los escombros uno nuevo, más adaptado, más dócil. La psiquiatría sigue el mismo sendero, desde hace más tiempo y con mejor margen de ganancias. Mientras tanto, los estudiantes de todas las carreras encargadas de lidiar directamente con el sufrimiento ajeno, corren el riesgo de transitar por los espacios de prácticas eludiendo sistemáticamente a toda forma de relación con esos que sufren, volviéndose insensibles y cínicos en el proceso.

Afortunadamente, no todo está mal. Recuerdo a Pedro Vargas como una excepción durante mi formación. Existen profesores intensamente preocupados porque sus practicantes no pierdan su humanidad ante el encuentro, frecuentemente traumático, con ese otro que sufre intensamente. Además, hoy en día hay valientes ex pacientes que nos han mostrado eso que no pudimos ver antes. Lograron hacer visible para los ciudadanos la crueldad que gente inescrupulosa arropada en un discursillo pseudo científico ejerce sobre personas vulnerables. Resta interpelar con suficiente potencia argumentativa a aquellos que, delirantemente, defienden la tortura como un procedimiento legítimo para tratar problemas como adicciones, “problemas conductuales”, desórdenes mentales, o comportamientos que ni siquiera son formalmente considerados como patológicos desde hace treinta años, como la homosexualidad. Esta tarea de desarticulación argumentativa de la tortura, es una labor para la sociedad entera, pero primordialmente nos corresponde a mí, a mis colegas y a los futuros psicólogos en formación.

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Anders Petersen, de la serie “Mental Hospital”, 1995.

 

Jonathan Lucero