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Cuando Julio Villanueva Chang me preguntó si lo podía llevar a las librerías de viejo de​ Guayaquil no tuve más remedio que mentirle y decirle sí. Villanueva Chang es el editor fundador de Etiqueta Negra –la revista más linda del mundo, según La República de Italia– y está en la ciudad para dictar «De cerca nadie es normal», un taller de perfiles. 

Hace dos noches ha llegado de Quito, donde dio el mismo curso y averiguó, también, por las librerías de viejo. Villanueva Chang tiene dos intereses rectores cuando viaja: comer y buscar esas librerías. En Quito dio con dos y de ellas se había traído, entre otras cosas, una primera edición de Historia de la Noche de Borges.

La verdad es que las librerías de viejo en Guayaquil no existen. No por lo menos en el sentido más exquisito del término, que designa a aquellos bancos literarios dirigidos por un viejo librero que cuida y preserva los antiguos libros que tiene ordenados bajo una clasificación lógica. Quienes las tienen a su cargo, saben que el proceso de escoger puede tardar horas y que ojear detenidamente los volúmenes de la librería es un proceso minucioso. No se llega con el propósito de encontrar determinado libro; es, más bien, zambullirse con la ilusión de encontrar algo maravilloso e inesperado. Es igual que buscar un tesoro. Las librerías de viejos son, en pocas palabras, anticuarios dedicados a los libros.

***

Día 1

En Guayaquil lo que hay es un puñado de bodegas de libros de segunda, amontonados, magullados y polvorientos. Se lo explico a Julio con algo de vergüenza –especialmente después de que me enseñara lo que había conseguido en Quito–. Él decide no perder la esperanza de encontrar algo que valiese la pena, así que salimos –un martes de junio– a buscar libros en la ciudad más grande del Ecuador.

La primera parada es un puesto de libros usados frente a la Plaza Rodolfo Baquerizo, al pie de la Universidad Estatal de Guayaquil, donde lo más revelador que encontramos es el nombre de su propietario: Adán Inca. Adán Inca no es un librero de viejo, ni siquiera es un librero viejo. Es el dueño cascarrabias de un corredor de unos siete metros de profundidad por unos tres de alto donde ha apiñado cientos de libros, discos de vinilo y casetes de toda índole. La bodega de Adán Inca es húmeda y está mal iluminada (al punto de que a ratos hay que ayudarse con la luz de los teléfonos celulares). Los libros, que a veces no muestran el lomo, están apilados contra las paredes, lo que hace que el espacio para caminar sea aún más angosto. Inca, insiste en que nos apuremos

Dígame qué libro está buscando y yo le digo si lo tengo o no lo tengo, exige con dicción andina.

Nos pide, además, que nos comprometamos a comprarle algo. Al mismo tiempo nos invita a su nuevo local, al que dice estarse mudando, donde tiene más libros. No sabemos si este hombre nos está botando o pidiendo que nos quedemos. El discurso se repite una y otra vez. Llega a decirnos que “si no va a comprar nada, qué tanto miran” y, de nuevo, que le digamos a él qué estamos buscando, para él conseguírnoslo. Al final, salimos de la bodega de Inca sin nada. Yo me he encontrado con un libro llamado Sala de Emergencias de Jean Raad, médico quiteño. Lo compro, porque me parece que podría regalárselo a su hermano, Henry, querido amigo y político guayaquileño. Eso y el nombre del dueño de la bodega –me cuesta llamar librería a un espacio como aquel– es todo lo que de ahí sacamos.

En las bodegas de libros viejos de la ciudad, lo que más hay son viejos textos escolares. La Anatomía de Villé, viejas ediciones de Álgebras de Baldor y subrayados, manchados y rotos ejemplares de literatura ecuatoriana de colecciones como Ariel abundan. También pueblan las desordenadas estanterías libros de administración, contabilidad y noventeros manuales para aprender a manejar distintos tipos de software. No faltan un puñado de revistas viejas. El factor común es el deterioro en que se encuentra todo. Tal vez sea el clima. Tal vez sea el desdén.

Julio Villanueva Chang busca una edición más o menos decente de Las Catilinarias de Juan Montalvo. Se ha interesado en el autor ecuatoriano por algún tiempo ya y, además de todo lo que le han contado en Quito sobre él, nos hemos divertido recordando su lapidario “Dios, dame corazón para perdonar a mis enemigos y concédeme la gracia de verlos ahorcados un día”. Así que, aunque no estamos buscando nada en particular, sino buceando entre el polvo y la polilla, dar con la obra de Montalvo en más o menos buen estado sería ya un triunfo.

Así, continuamos nuestro peregrinaje, en dirección al mercado de las Cuatro Manzanas, donde hay, también, varios puestos de libros usados. Junto a los bazares de novedades y chucherías, los puestos de sombreros y tejidos y no tan lejos de fondas y juguerías están los libros viejos, dispuestos sobre una mesa, el piso y unas repisas. Villanueva Chang hace el esfuerzo, se sube a una escalera, revisa a profundidad el puesto que atiende una pareja de esposos. No tienen mayor idea de literatura, ni de bibliotecas. Nos dicen que lo que vemos es lo que hay, y que la mayoría de gente busca libros de colegio usados. De nuevo, las ediciones estudiantiles de Los Sangurimas y A la Costa aparecen varias veces. Esos libritos rojos de la colección Ariel son un inconfundible recuerdo de la época colegial.

Damos vueltas por el extenso mercado, cuyos pasillos de concreto y techos de zinc reverberan por el sol del mediodía. Hay dos puestos que encontramos con las cortinas de aluminio bajadas. Son casi las dos de la tarde y a las cuatro la selección nacional de fútbol juega con su par argentino por las Eliminatorias al Mundial de Brasil 2014, “Por eso la gente ya se fue, nomás”, nos explican. Insistimos en nuestras esperanzas y caminamos un poco más por el mercado. Los resultados son idénticos. Más libros carcomidos por la polilla, llenos de polvo y duros por la resequedad. Tres horas después del inicio de nuestra búsqueda, casi a las dos de la tarde, la ciudad ha comenzado a bajar la marcha. Todo el mundo tiene sus complacencias puestas en el equipo nacional. Así que decidimos batirnos en retirada, pero, después de una cazuela de pescado que nos devuelve la moral, convenimos intentarlo al día siguiente. Hay todavía una librería que no hemos visitado y, se supone, es la más grande de la ciudad, con cerca de veinticinco mil libros usados. A ese dato se aferra nuestra esperanza.

-Día 2 –

Las librerías de viejo son toda una institución entre los bibliófilos. ​​Es cierto que para saber si una ciudad ama la lectura basta con ver cuánta gente va leyendo en el transporte público. El número de gente que lee en los buses o metros del mundo es proporcional al número de librerías de sus ciudades. En Guayaquil, los buses van cargados de salsa, payasos improvisados, ladrones camuflados como payasos, lagarteros, venderores de golosinas y oficinistas fastidiadas pero casi nadie va leyendo. A Guayaquil no le gusta leer. A Guayaquil no le gustan los libros. Guayaquil padece de esa extraña condición conocida como la bibliofobia.

Es verdad. Y no debería extrañarnos. Según los estudios de la UNESCO y la Cámara del Libro del Ecuador, en este país se lee apenas medio libro al año. Es lógico que su ciudad más grande y densamente poblada sea, también, la que proporcionalmente lea menos.

Las librerías de viejo son relicarios que revelan el más alto grado de devoción por la literatura. En Madrid, por ejemplo, son tantas que están federadas en la Agremiación Madrileña de Librerías de Viejo. No son pocas las ciudades latinoamericanas donde abundan –o por lo menos existen–. Bogotá, Buenos Aires, México. Será en el D.F. donde algunas semanas después, Julio Villanueva Chang encontrará Las Catilinarias de Juan Montalvo “Montalvo feroz, panfletario, sarcástico. Tiene algo en común con nuestro González Prada”, me dirá en una conversación futura. Esas conclusiones no las sacará de un libro conseguido en una librería de viejo en el Ecuador: en Quito hay apenas dos, en Guayaquil, este miércoles, tenemos la esperanza de dar con la única de la ciudad.

***

La tarde anterior, Ecuador empató a uno con Argentina. Así que el festejo que se tenía previsto y que ya se había retrasado por la derrota ante Perú, en Lima, se ha archivado definitivamente. Nos juntamos con Julio en el céntrico hotel en que se hospeda. Nuestro destino es la librería de los veinticinco mil libros. El oasis en medio del desierto, el arca de la alianza nueva y eterna entre Guayaquil y la literatura, la librería Nuevos Horizontes, en Seis de Marzo y Diez de Agosto, frente al Mercado Central. Si no es ahí, no es en ningún lado.

Y no, no es ningún lado.

Salimos desilusionados, pues no es sino una repetición ampliada de lo que habíamos visto el día anterior. Cerros de libros apilados, la mayoría versiones escolares y uno que otro libro destacable pero que, como en la mayoría de los casos, está demasiado estropeado como para que valga la pena comprarlo.

Ya en la calle, Julio se entretiene grabando con su smartphone a uno de los camiones recogedores de Puerto Limpio -concesionaria municipal del servicio de recolección de basura- que está siendo cargado con los desperdicios del mercado, al son de su tonada infantil. Hay que admitir que deben ser pocas las ciudades del mundo en que la basura se recoge con tan optimista acompañamiento. 

Un instante después, recibe la llamada de Juan Fernando Andrade, escritor ecuatoriano, autor de la crónica en la que se basó la película Pescador, de Sebastián Cordero. Villanueva Chang le cuenta la tragedia en que estamos sumidos. Juan Fernando nos recomienda intentar en la Biblioteca Municipal de la ciudad para dar con una colección de obras editadas por la Dirección de Cultura y Promoción Cívica de la alcaldía, en colaboración con el escritor Javier Vásconez. 

Caminamos hasta la biblioteca municipal. Ahí, pedimos nos den una lista con los libros editados por la Dirección de Cultura que están a la venta. Detrás de las ventanillas que separan las mesas de lectura de los libros, una de las dependientas nos contesta que ahí “no se va a comprar libros, sino a leerlos” y, como Adán Inca, nos ordena “Dígame qué libro está buscando y yo le digo si lo tenemos”. Le explicamos que no queremos sentarnos a leer, sino ver qué libros publicados por el Municipio están a la venta. Nos dice que vayamos a la Sala Ecuador y en la Sala Ecuador nos dicen que preguntemos en información. El puesto de información está vacío, así que damos un par de vueltas y bajamos a la oficina de la Dirección de Cultura. Un grupo de empleadas municipales detienen su conversación para preguntarnos en qué pueden ayudarnos. Son amables y diligentes, pero su respuesta es, básicamente, la misma: pregunte en información.

De regreso al escritorio de información –cuya encargada ha retornado–, el panorama se aclara: hay que ir al Municipio a la ventanilla cuarenta y dos, porque es ahí donde se compran los libros editados por la municipalidad. Salimos y caminamos la cuadra y media que hay entre la biblioteca y la hermosa sede administrativa municipal diseñada por el arquitecto italiano Francesco Macaferri. En la esquina de Diez de Agosto, pegado sobre una puerta de vidrio ahumado hay un letrero hecho en computadora “Venta de libros”.

En la ventanilla cuarenta y dos nos atiende una mujer sonriente. Nos dice que los libros que están a la venta son los de la lista que nos entrega. Le pedimos unos cuantos títulos, para ojearlos. Nos entrega un par y nos dice que las obras completas de Medardo Ángel Silva no las tiene sino selladas “Pero si quiere ojearlo, tiene que irse a la biblioteca de regreso, revisarlo allá y de ahí volver acá”. Cualquier lector menos empecinado que Villanueva hubiese preferido dejarlo todo ahí. Esta ciudad de verdad aborrece a los libros. 

Cuando decidimos qué libros queremos, la dependiente de la ventanilla cuarenta y dos nos advierte “Mire, yo le vendo los libros, pero aquí no los puede pagar. Tiene que ir a la ventanilla doce”. Julio y yo nos miramos, entre divertidos y descorazonados, y le decimos que bueno, que nos venda los libros que pagaremos en la ventanilla doce.

Con la proforma en la mano le damos la vuelta al Municipio y entramos por una de las puertas que miran hacia la Gobernación. Hacemos una fila de veinte minutos –como si fuésemos a pagar los impuestos prediales– hasta que llegamos a la ventanilla. Es un esfuerzo desproporcionado para veinticinco dólares en libros. Le pregunto a quien nos atiende dónde debo retirar los libros y me contesta que no sabe, pero que regrese a preguntar a la ventanilla cuarenta y dos. Antes de despedirnos, le pregunto cuándo fue la última vez que facturó un libro. “No sé” me dice al tiempo que me entrega la factura “pero fue hace más de un mes que vino un señor, así, como ustedes, a pagar unos libros”. Hay gente que aparece de mes en mes en el Municipio de Guayaquil para comprar libros. Una regualaridad más digna de las visitas a un interno del manicomio. 

De vuelta en la ventanilla cuarenta y dos, la funcionaria nos espera con los libros y una sonrisa. Se disculpa con nosotros por el tortuoso recorrido que completamos, nos da un papel que lleva un sello que dice «Entregado» y, en efecto, como si fuese una recompensa por un gran sacrificio, como si se tratase de un premio por salvar a unos niños atrapados en un incendio, nos entrega los libros. 

Salimos del Municipio y decidimos caminar hasta el hotel de Julio, bajando por la Nueve de Octubre, avenida principal de esta ciudad donde no hay librerías de viejo, no se lee en el transporte público y donde comprar un libro puede tardar más que pagar los tributos municipales.

Bajada

La búsqueda de una librería de viejo en una ciudad en la que nadie lee en los parques, ni en los buses, ni en las veredas. 

Ni en ninguna parte.