“¿Qué te parece una crónica sobre las experiencias en un sauna gay?” “Excelente, eso suena súper bien” responde ella. Así, con esta idea y la pronta réplica de mi editora, empieza esta historia. Ella esgrime una advertencia: “Tienes que escribir en primera persona, ¿qué harás? ¿Te vas a hacer pasar por meco?”. Le respondo: “¡Claro!”. Conversamos algunas veces del tema. Quizá no recuerde mi abierta sexualidad, donde no distingo los géneros. El asunto no será nada difícil, por lo menos para mí. Con Gabo, mi pana y fotógrafo, será otro pito, aunque no lo creo. Lo conozco. Sabe que en nuestra profesión el que no se arriesga no puede hacer nada. Así de simple. Le planteo el tema y contesta con un animoso “¿Quién dijo miedo?”. ¿Cómo dimos con el lugar? Sencillo: agradézcanle a Facebook y a una creciente comunidad GLBT guayaca que empieza a configurar sus espacios, sus negocios, a hacerse presente; desafiando esa socialcristiana moral que por décadas ha dominado al puerto, excluyéndola. Cada vez más de esta tribu surgen restaurantes, espacios educativos, festivales de cine, cafés, bares, discotecas, agencias de viajes y, lo que aquí nos atañe: saunas.
19:30. Un viernes cualquiera. El escenario: una villa al norte de Guayaquil, cercana al aeropuerto. En ella funciona Hooligans spa el más reciente sauna alternativo abierto en la ciudad. Es una casona común y corriente, amplia, y nadie sospecharía nada de no ser por sus ventanas tapiadas y los grandes ficus en el exterior, que desechan miradas indiscretas y protegen la intimidad de sus habitúes. Llegamos al portón eléctrico y dos más arriban al mismo tiempo que nosotros. Están llenos de nervios, nosotros también. Disimulamos no tenerlos, pero se pueden sentir. Un tipo más o menos guapo cuida la entrada principal y junto a él, ejerciendo también la función de cancerbero de ese misterioso mundo, un rottweiler lo acompaña. Surcamos el jardín y entramos al recibidor. Un afiche es el único adorno en él: foto en blanco y negro, dos tipos en un locker room, uno de pie y el otro parece practicarle sexo oral. Sugerente imagen, y junto a ella, otro mensaje igual de sugerente: “$90 Membresía mensual”. La oferta no es para muchos bolsillos. Suena la música, un mix entre David Guetta y Lady Gaga, ídolos musicales gay. Hay gritos y silbidos, ese día es el “Viernes nudista”, una de las tantas ofertas del sitio. La entrada, para ello, cuesta $ 8. Los lunes, el ingreso se hace con $5. El martes es para los que tienen espíritu de combo: hay 2×1, promoción muy de moda en la administración de Justicia y que también aquí se aplica. El miércoles, por $ 7, te incluyen 1 bebida gratis. Los jueves son para los más pelados, con 50% de descuento para menores de 25 años. Sábados y domingos son de destape: $7 con strippers, y los shows son generalmente entre las 19:00 y 20:00. Si tienes la suerte de estar de cumpleaños, ese día el ingreso es gratis. “Qué tal, soy Jonathan, ¿en qué los puedo ayudar?”. La voz es de un veinteañero, y recibe a los clientes. Le explicamos que venimos a hacer una crónica para la revista. Se sorprende, pero lo toma a bien. Llama a uno de los propietarios del local: Miguel. Su edad roza los 30 y desde hace un año está en Ecuador, tras vivir por algún tiempo en Italia. De figura muy atlética, sale sudoroso a atendernos. Además, es el stripper encargado de enseñar su cuerpo durante los shows y administra la parte financiera del negocio. Saludable ejercicio físico y mental. No tiene problema con nuestra visita, eso sí, nos indica que tengamos cuidado con las fotos para no mostrar los rostros de los clientes. No hay drama. Quedamos el domingo.

Llega el día y hay show de striptease. Llegamos un poco tarde y nos perdimos el espectáculo. Esa noche, Alex es el hombre orquesta y nos entrega el “equipo”: un pareo con un pequeño bolsillo –para el celular o los imprescindibles condones– y una toalla, todo de impecable color blanco; más un brazalete rosa con un número y una llave. Gabo como que se asusta. Lo miro y nos matamos de la risa. Encima del counter, unas botellas. Luego de mirarlas, le digo a Gabo, en voz baja: “¿Lubricante…?”. Jonathan nos pide la talla de nuestros pies. “40”, le responde Gabo, yo: “44”. Inmediatamente, el anfitrión saca dos pares de sandalias y coloca encima de ellas el contenido de esas botellas. “Ha sido desinfectante líquido, ve…”. Más risas. Entramos al vestuario, el locker room, lugar alrededor del cual se han idealizado muchas fantasías eróticas y tradicional escenario de infinidad de películas porno. Dos tipos se cambian de ropa. Uno tiene pinta de skinhead, tirando sus 40. El otro, un flaquito trigueño, de máximo 22 años. Pensaba que desde ya iba a ver una escena de película, pero no. Descubrí, con los días, que el sitio es una especie de lobby, un rincón de socialización; en buen criollo: el hueco de “buitreo”. Más claro, donde se “tasa el bulto”. Nos hicimos los cojudos, buscando nuestros casilleros. Esperábamos que ese par se fuera, porque se les salían los ojos. Ya en confianza, empezamos a cambiarnos. En bolas y con el “equipo” puesto encima, fuimos al bar. Decoración sencilla, tonos pastel en paredes y luces. “Hotel California”, de The Eagles, sale expelida de los parlantes. Al fondo de la barra, un plasma exhibe porno. La escena es de estilo leather: dos tipos en un gimnasio hacen de las suyas semivestidos con cadenas, látigos y juguetes. La gente del bar alterna su conversación con un vistazo a la pantalla. Biela a 50 centavos. Buen precio. Gabo pide dos cervezas, Alex las destapa y empiezo a conversar con él. Inauguraron el local hace 6 meses y son el segundo sauna gay que abre en Guayaquil. El primero, “Relax” -su competencia directa-, está ubicado en pleno centro de Guayaquil y funciona desde hace 4 años, aunque se maneja con un perfil mucho más bajo que el que administra. Nada de Facebook, ni croquis para llegar, ni fotos; solo rumorología pura. 6 socios fundaron Hooligans y lo hicieron porque Guayaquil, a diferencia de Quito, no tiene una oferta amplia en lo que respecta a este tipo de locales que, por cierto, son muy buscados por turistas extranjeros, como comprobaríamos más adelante. Después de casi un lustro, alguien tenía que arriesgarse y aumentar el mercado, que en la ciudad es grande. Ellos decidieron dar ese paso. Y lo hicieron con todo, golpeando en la red, que es donde la comunidad gay afianza más sus lazos.

Crónica en un sauna gay en Guayaquil

Fotografía de Jorge Osinaga.

Internándose…

Cerveza en mano, salimos del bar. A la salida de este, una gran escalera de mármol, con paredes pintadas de rojo y una lámpara de estilo art decó coronando su techo, pide a gritos que subamos. Arriba apenas se aprecian los rostros, la luz es tenue y el sudor reflejado en los cuerpos es lo único que permite distinguir a alguien y decidir quién es descartable o no. Delgados, gordos, jóvenes y maduros. Un crisol de colores y razas también: blancos, mulatos, mestizos.

Esa noche hay cerca de 12 clientes, repartidos en varias zonas: la antesala, lugar de conversación y desde donde se puede ir a otras áreas del spa; el sauna, la tradicional caja de madera; saliendo de este, la sala de vapor; de ahí, la sala de cine, un cuarto con un plasma grande y unas pocas sillas, donde permanente se exhibe una variada selección de pornografía gay; y, finalmente, los cuartos privados, donde hay dos opciones: recibir un masaje o ya cuadrar algo más íntimo con alguien que ligues en el lugar. Todas las miradas se posan sobre los dos. “Carne fresca” me diría Miguel. “Ustedes parecen actores porno” le dijo un tipo a Gabo, mientras me internaba en el sauna. Creo que nuestros tatuajes ejercieron gran influencia. Buen cuerpo, atractivo y arte en la piel son combinación fatal para un novato. Me interno en la caja de madera, pero nada pasó. Gabo me pregunta qué tal me fue. Le digo que nada nuevo y lo mismo le pregunto a él. “Puta brother, algunos se me han lanzado, pero ya saben que nada que ver”. Pobre Gabo, lo dejé solo en territorio comanche. Completamente sudado, me dan ganas de ir a las duchas, otro de los escenarios míticos del imaginario homoerótico. No son tan privadas, no buscan serlo. Mientras unos se secan, otros se mojan. Y mojados, pero de lujuria, estaban dos aventureros que sin paro quisieron acompañarme bajo la regadera, eso sí, manteniendo distancias. Aquí no hay toqueteo, el juego es con la mirada. ¿Se acuerdan de los ojos de Bender, de “Futurama”, brotándole del casco? Bueno, acá no era precisamente eso lo que aumentaba de tamaño entre los compañeros de ducha. Si de algo me di cuenta es que por primera vez lograba levantar algo sin las manos, y no soy un caballero jedi. Después de todo, la Fuerza existe.

Cine y vapor…

Ya seco, paso obligado por la barra nuevamente. Biela adentro, subo a la zona de vapor; pero antes, echo un vistazo a la sala de cine. Lo que alguna vez fue un dormitorio, me imagino el principal de la casa –con papel tapiz y armarios incluidos– evolucionó en una pequeña pornoteca. El concierto de gemidos que los anteriores inquilinos de la casa seguramente protagonizaban en esa estancia, fue reemplazado por los que produce ahora un plasma. Hay sillas, pero nadie las usa. Los tres únicos presentes en el salón se arriman a las paredes, unos con cerveza en mano, otros, con la mano en modo autocomplacencia. Su atención tiene dos objetivos: los grandes miembros sin circuncidar de los chicos de Bel Ami –productora de la República Checa a la que deberían darle una condecoración por incrementar el turismo gay en ese país–; y la puerta del cuarto, por donde entran nuevos cinéfilos. En este espacio también no suele suceder mucho. Es igualmente una “zona de cacería”.

Para pajas, suficiente mi casa. Quiero ver acción porque a eso vine. Me adentro en la famosa sala de vapor, donde por lo oído ocurren cosas interesantes. Tomo las palabras del poema “Piratería”, del escritor orense Roy Sigüenza, como filosofía muy personal para hacer este trabajo: “Iré, qué importa / Caballo sea la noche”. La oscuridad, atenuada un poco con el débil resplandor azul de un foco externo, se refuerza con el incesante vaho húmedo y caliente. Cerámica, pareos y toallas, todo de color blanco, hace que torsos y piernas sean visibles. Entran dos. Empecé a “buitrear” a mi presa: uno de esos panas está muy bueno, para qué. Un par de colombianos ahí presentes empezó a hacer lo suyo: sexo oral a diestra y siniestra; y nosotros, haciéndoles barra. Esto se volvió porno. Ahora sí me siento como en una película. Mi presa, trigueño tirando 22 años, se acuesta boca abajo en la grada superior. De palpitación en palpitación, mi otro “amiguito” –el de abajo– no podía ocultar lo que en ese momento me pasaba. No me quedó otra que mandar mano a su trasero. “Cuidado se te pierde la mano”, me dijo descaradamente. Lo tomé en buena onda, deduje que a él no le gustó. Salí de la sala. Al rato, inferí que yo era el catalizador del deseo en ese sitio. Ni bien me retiré, la fiesta ahí se acabó. Seguí conversando con Gabo, quien regresó al bar. Para entonces, el “descarado” –así lo bauticé– olvidó su desplante allá arriba como si nada y empezó a hacerme la característica invitación para entrar al combate: inclinación leve de cabeza. Subimos, pero no hizo honor a su apodo: apenas vio nuevos curiosos, salió volando de la sala. Todo se me pasmó, literalmente. Así culminó la primera noche.

Nueva sesión…

Otro domingo, otra sesión. Esta vez fui solo y quería experimentar lo que ocurría en el sauna y los cuartos privados. Un hombre joven, con pinta de modelo, acompaña a un tipo mayor a él. “Son pareja”, me dice Miguel. “Van a abrir un nuevo sauna en el centro. Han venido acá a ver cómo funciona todo”. Sabe con antelación quiénes son sus rivales. Las noticias en el mundo gay corren muy rápido y el mercado va creciendo al mismo ritmo. Al igual que en la antigua Roma, me confirma que figuras importantes y no tan importantes del medio acuden al spa. Militares, políticos, policías, gente de farándula se mezclan con los demás clientes o piden reservar el sitio. Las costumbres del viejo imperio aún persisten. La comunidad gay tiene miembros en todas las instancias y ya no es un secreto. Lo que ocurra adentro, sí. La discreción es importante en este negocio.

La voz de Paloma San Basilio suena en el bar. Un tipo que bordea los 40 la imita. “La española” le dicen, a parte de su gymkhana, porque vivió en la península cerca de dos años. Alterna videos de la diva con otros de Máximo Escaleras, los hermanos Miño Naranjo y Fresia Saaavedra. No se nota que extrañaba Ecuador. “Afuera soy todo un señor, pero acá adentro me al-bo-ro-to”, grita y baila. Junto a él, un chico de apariencia veinteañera, tipo europeo, estatura normal, grandes ojos verdes. Quedamos prendidos. Se llama Manuel, y es ejecutivo en una empresa local. Conversamos y nos vamos conociendo. Acordamos ir al sauna. “La española”, metida, nos siguió y con él, otro amigo. Llevaba consigo una cerveza helada. La regó encima de mi espalda, mientras Manuel y yo combinábamos el calor de la sala con el de nuestros cuerpos. Nunca había hecho eso en un sauna, ni nadie –aparte del día que Ecuador clasificó por primera vez a un Mundial de fútbol– había desparramado sobre mi humanidad alcohol; claro, con fines sexuales. Quiero algo más privado, así que paso con Manuel a las habitaciones. “La española” nos sigue. Le cerramos la puerta, pese a sus ruegos. Una cama de cuero azul, una luz del mismo color y un rollo de papel higiénico son los únicos elementos en él. Apagamos la luz y dejamos que el rumor de la calle y la iluminación de los postes fuera lo único ajeno a nosotros que entrara en ese rincón. Ahí, extendimos nuestro deseo por más de una hora, perdiendo la noción del tiempo, llegando al punto que tuvieron que tocarnos la puerta para decirnos que el spa estaba cerrando sus puertas. Conocí a profundidad lo que pasa en la sala de madera caliente y en los habitáculos privados. Dos días, y ya había hecho demasiado; pero aún faltaba más.

Crónica en un sauna gay en Guayaquil

Fotografía de Jorge Osinaga.

Sexo en vivo…

Primer domingo de febrero. En Facebook circula la noticia: “Fiesta de Sexo en Vivo en Hooligans”. No podemos tomar fotos, así que nuevamente me aventuro solo. Arribo a las 19:30. La entrada a la celebración se garantiza con 12 dólares, lo que incluye barra libre de cerveza y piqueos. Me topo de nuevo con “La española” en la entrada. Lo saludo y me interno en el vestuario. Desde ahí veo lo prometido en las duchas: una pareja da un show de sexo oral bajo las regaderas. En él, muchos ojos quieren ver cómo está el nuevo ejemplar de la noche. Con el “equipo” encima, voy al bar, a pedir la respectiva dorada. En el trayecto hacia la barra veo bastante: en un colchón de agua, una pareja practica el arte del anilingus; para los que no saben latín, el famoso “beso negro”; y en la antesala del bar, dos colombianos regalan un festín oral a “la española” y un veterano. Algunos, desnudos; los que no, disimulan el “efecto carpa” con sus toallas o pareos. Arriba, la sala de cine es el epicentro de la acción. Dos parejas rinden culto a Príapo, como tratando de imitar lo que aparece en la pantalla. 3 chicos observan. Uno me llama la atención. Es delgado, muy joven. Se llama Dan y tiene 18 años. Cabello oscuro, apariencia punk y dos piercings: uno en la oreja y otro en una ceja. Es tímido y se ve tranquilo. Eso me gusta, no quiero a nadie desaforado. Conversamos mucho y nos besamos. Decidimos subir al sauna. Una vez dentro, el calor hace efecto. Deseo y sudor son un excelente coctel.

La puerta de la sala se abre y él se cubre. Nuevamente le indico que no pare bola. Sigue preocupado por sus amigos, tiene miedo que lo vean desnudo. Razón tiene: si a mi me quisieron meter mano, a él mucho más. Su dotación, para su edad, es más que obvia y muy “tocable”. Salimos de ahí. Me meten mano por todos lados. Vamos al bar, veo el rostro de un poeta y nuevamente al promotor de cómics. Me ven y huyen despavoridos. Tomamos de nuevo unas cervezas y escapamos al gimnasio. No hay nadie y hacemos nuestro show. Alguien se acerca, curioso, y disimula hacer ejercicio en las máquinas. No nos molesta, dejamos que vea, pero siente que está de más y se aleja. Dan pide mi número, lo llaman insistentemente y nos despedimos. Me quedo hasta tarde. Un tipo mayor, blanco, y otro colombiano moreno despliegan su lujuria sobre el colchón de agua: café con leche y leche con café. La cosa sigue de largo pero poco a poco va bajando de tono. El bar congrega a los últimos clientes. Me despido de Alex, de Miguel y de mis tres semanas de internación en el underground gay. Paso la prueba. No hay miedos. Arriba, el vapor emana sus vibras, llama a la gente como una neblina mágica que conjura a los exploradores… así, la fiesta sigue y seguirá en Hooligans.