@arduinotomasia

Hace unas semanas, Silvia Buendía me obsequió «Matrimonio igualitario», un libro de Bruno Bimbi, en donde se narra, de manera minuciosa, la historia de la lucha por el matrimonio igualitario en Argentina. El libro es excelente y se deja leer con facilidad. Pero más allá de la capacidad narrativa de Bimbi (el tipo sabe escribir), lo que me gustó fue la contundente argumentación. Contundente por los casos y fallos presentados y, en especial, porque logra capturar la simple lógica del asunto: si decimos que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley, los derechos reconocidos y garantizados deben ser los mismos para todos.

La lucha llevada a cabo por Bimbi y por muchas organizaciones tuvo un resultado victorioso: el 15 de julio del 2010 se aprobó la ley, tras una extensa sesión de casi 14 horas. En el prólogo del libro, María Rachid, ex presidenta de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans, escribe: «[a]l día siguiente de aprobada la ley, un señor me dejó un mensaje en Facebook que siento que resume la situación: «Por primera vez en 45 años, salgo a la calle sintiendo que soy uno más. Gracias»». Argentina se constituyó, de ese modo, como el primer país de América Latina en legalizar aquel derecho.

Aquí en Ecuador hubo un amplio debate alrededor de los derechos de la comunidad GLBT, durante la Asamblea Constituyente iniciada en el 2007. Por supuesto, esto generó indignación y caos entre muchos predicadores de la moral católica. Y en algunos otros quizá generó llanto por

aquel terrible futuro que se avecinaba, donde un grupo de seres humanos que habían sido marginados y excluidos pasarían a tener derechos garantizados por la constitución. Pero si bien el proceso constituyente fue una de las mayores expresiones democráticas de toda la historia política del país, este tema quedó -una vez más- rezagado: se llegó incluso a concederle derechos a la naturaleza (un avance magnífico), pero a parejas del mismo sexo sólo se les reconoció el derecho a la unión civil. En un sentido estrictamente formal, ese reconocimiento es sin duda un avance: es mejor tener eso a tener que vivir en un vacío legal, que era lo que había. Pero en materia de derechos se conservó un claro tinte discriminatorio: se los continúa pensando como ciudadanos de segunda categoría; los cuales merecen, como consecuencia, derechos de segunda.

Aunque en Ecuador el debate no fue entorno al matrimonio igualitario sino a la unión civil, el rechazo de ciertos grupos fue enorme. Por ejemplo, Monseñor Arregui, arzobispo de Guayaquil, durante una entrevista llegó a comparar a los homosexuales con ladrones, dado que «hay una desviación moral en ambos casos«. Y en una secuencia de discriminación y delirio, dejó en claro que le tiene «fobia a una unión entre homosexuales», y si es que «a eso le llaman homofobia, qué pena». Porque uno puede ser homosexual «siempre que no lo practique», dado que la práctica de la homosexualidad es un «pecado mortal». Cuestión que, en términos académicos, se traduciría en que la iglesia reconoce a los homosexuales teóricos, mas no prácticos. Usual comicidad involuntaria.

Al igual que Bimbi, yo estoy por el matrimonio igualitario; y creo que aceptar la unión civil es aceptar, a la larga y a la corta, que existen ciudadanos de segunda categoría. «Vamos, el matrimonio entre personas del mismo sexo transgrede la «Ley Natural»», dicen. «El fin del matrimonio es la procreación, lo cual es un imposible en ese tipo de matrimonios», añaden. Pero si es así, entonces ¿por qué no prohibir, por ejemplo, el matrimonio de personas estériles?, ¿por qué no prohibir el matrimonio entre una pareja de ancianos que ya no pueda tener hijos? Las críticas no se sostienen con ninguna lógica. El fin del matrimonio, en los términos que le son concedidos en nuestra cultura dominante, va más allá de la procreación: se le atribuye, ante todo, el significado de la celebración pública de un compromiso entre dos personas que se quieren.

A eso llegó el fallo que habilitó el matrimonio entre personas del mismo sexo en el estado de Massachusetts en el 2003. Los jueces del Tribunal Supremo del Estado escribieron, de manera clara y concisa: «Nuestra obligación es el definir la libertad de todos, no aplicar nuestro propio código moral». Y ese es todo el asunto, así de sencillo: la moral religiosa de algunos, así sean mayoría, no puede institucionalizarse y atentar contra los derechos de otros. Como escribe Xavier Flores: «(…) una sociedad democrática no puede permitirse el mezclar el ámbito privado de las creencias personales con el ámbito de las políticas públicas». Además de no ser democrático, sienta las bases para una sociedad enferma: una sociedad decente no humilla a sus miembros.

Lo ocurrido en Argentina fue un avance importante para toda la región. Un avance que aquí en Ecuador no se pudo dar, pero que dejó como experiencia el grave error que es pretender legislar con la moral propia bajo el brazo. Este caso está directamente vinculado con los derechos humanos; y, sépase, los derechos humanos no están sujetos ni a plebiscitarse ni al veredicto de un grupo de legisladores. Como escribió Bimbi en un artículo publicado el 2 de marzo del 2010 en diario La Nación: «Lo que importa es que existimos, que somos tan humanos como los demás, que nuestro amor es igual de hermoso, que nuestros proyectos de vida son tan valiosos como los de cualquiera (…) ¿no se entiende que estamos hablando, en definitiva, del derecho a ser felices?». El mismo amor, los mismos derechos y con los mismos nombres: así se construye una sociedad libre, justa e incluyente.

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Arduino Tomasi