Ni siquiera salgo para Guayaquil pero que me dirijo a ella. Lo porque durante los seis meses que viví en Lima, jamás me crucé con alguien conocido –porque era una extranjera o porque la ciudad es demasiado grande para que eso suceda– y aquí, en mi vuelo Lima-Guayaquil ya reconozco a una de las azafatas; es una amiga que no veo hace más de un año. En Guayaquil no se puede ir a la tienda en pijama, se puede pero la probabilidad de que alguien que conoces te vea “en fachas” son 2 de 3. En Guayaquil todos se conocen o si no se conocen, conocen a alguien que te conoce.

Llego de saludar a mi amiga, ya en mi puesto, mi compañero de a lado suspira –largo y alto- y continúa: “Lo que uno hace por el fútbol”. ¿Me habla a mí? En los seis meses en Lima me movilicé en transporte público y jamás un extraño intentó entablar una conversación con una frase así. En Guayaquil creo la gente tiene un poco de miedo de estar sola o es extremadamente amigable. Los pasajeros en los taxis, por ejemplo, conversan con el taxista del clima, del suegro, del tráfico, de lo que sea con tal de hablar. Los señores en las filas de espera del SRI o de la Comisión de Tránsito te preguntan la hora y luego sueltan otra frase totalmente incoherente para luego iniciar la tertulia. (Ojo, no es que sea antisocial, ni que no me guste hablar con la gente, me encanta).

Mi compañero termina de narrar su historia de su viaje a Argentina por la Copa América, de la carne de Buenos Aires, de lo feo que es Córdoba, de lo que caro que es el país; y yo, indiscretamente, elijo mi capítulo de Two and a half men para reírme un poco e impedir que él inicie un nuevo monólogo.

Todavía no me siento en Guayaquil a pesar de que ya la veo por mi ventana. El avión desciende y mientras aterriza y aún está frenando, mi compañero se desabrocha el cinturón y me dice “Bienvenida de nuevo a tu tierra”. No termino de reír internamente por lo atolandrdado de mi ¿nuevo amigo? mientras veo cómo una azafata camina hacia donde un pasajero que –ya de pie- intenta abrir el compartimiento para el equipaje de mano: “Por favor siéntese”.

Finalmente el avión se detiene y de golpe todos a mi rededor se levantan. Yo no, prefiero esperar sentada. En Guayaquil, las personas creen que al ponerse de pie en los aviones saldrán antes, apurarán al resto o causarán presión para que se agilite el descenso de los pasajeros.

La fila empieza a avanzar entonces me levanto para estirarme, confieso que no tengo apuro ni intenciones de pasarme la fila, puedo esperar más. Los que pasan a mi lado por el corredor, sin embargo, no dejan que se forme un espacio libre entre ellos y el pasajero de enfrente impidiendo que alguien se cuele. En Guayaquil a veces parece que la cordialidad no estuviera de moda o que la prisa domina a sus ciudadanos.

Mientras digiero todas las pequeñas situaciones de la hora y media de viaje, una señorita de la fila se detiene dejando un espacio para mí y me dice: “En vista de que no hay ningún caballero, pasa” y sonríe. Me levanto y escucho detrás un “Apureeeen”. Camino y me río mientras una extraña –creo que agradable- sensación me invade porque ahora sí sé que he vuelto a Guayaquil.