Puta. Siempre me ha gustado cómo suena esa palabra. Hay una musicalidad escondida dentro de ella, como una sonaja. Por eso me ha costado siempre entender esa taxonomía semántica, ese dualismo del lenguaje de las buenas y malas palabras, como si puta fuese menos útil, menos dúctil y menos digna que las que los convencionalismos hipócritas han aceptado como socialmente aceptables.

Puta no es una palabra sencilla. No es la conversión de un anglicismo forzado para designar un aparato que antes no existía y que, por supuesto, nosotros no inventamos: automóvil, microondas, audífono. Puta, además, no tiene una acepción en particular, a diferencia de prostituta, por ejemplo. Puta tiene una acepción amplia y diversa, según la carga venenosa de la lengua que roza apenas el paladar para pronunciarla: puta es la vecina que sale a la tienda con una falda minúscula, la mujer por la que un hombre (libre y voluntariamente) dejó a otra, aquélla a la que el bikini diminuto le luce mejor, hasta la que se acuesta por dinero; y, en ciertas ocasiones, la que baila desenfrenada un ritmo de moda, utilizando aún el uniforme colegial.

Sí, las chicas que aparecieron en un video perreando como si no hubiese mañana han sido señaladas por los hipócritas como putas, en el sentido actual del vocablo.

Digo en el sentido actual del vocablo porque puta, conforme lo consigna en A Río Revuelto Miguel Donoso Pareja (quien debe ser el escritor ecuatoriano de mayor trascendencia internacional de los últimos 40 años, aunque aquí nadie se dé por enterado, aunque ésa sea otra discusión) y lo confirma Julio César Londoño en https://www.revistanumero.com/7malapa.htm, la historia de la palabra no reviste la misma facilidad con la que se la endilga a una mujer que baila divertida, libre de prejuicios, lejos de los guachimanes de la curuchupería local, que dejaron los cilicios con los que se azotan para apuntarlos a chicos uniformados, haciendo lo que ellos quisieran hacer desnudos sin la culpa que los atormenta y los obliga a atormentarse para huir de la tentación de ser felices.

Resulta que puta viene de budza, según cuentan Donoso (y luego confirma Londoño) que en Mileto (la tierra del tal Tales) «las mujeres se instruían y muchas de ella emigraban a Atenas, donde las señoras eran mantenidas en el más ruin atraso. A las primeras se las conocía en el mundo masculino como budzas, esto es, «inteligentes y divertidas» (¿una especie de gheishas?, interrumpe el narrador), mientras las otras, muertas de envidia, las vilipendiaban (…)«

La palabra, como no es ilógico suponer, mutó a butza, luego a pudza hasta que se latinizó y nación el verbo puto, putare, putatvi, putatum y nació la palabra puta.

Ya para entonces la palabra puta (o budza en aquéllos tiempos), o mejor dicho su significado, es revelador: significando divertida y virtuosa, la palabra fue denigrada por el uso que de ella hicieron las aburridas, ignorantes y envidiosas mujeres atenienses para referirse a las habitantes de Miletos.

Cuando la palabra se latinizó, no perdió su significado en apariencia contradictorio. Anota Donoso que «hacia el siglo I después de Cristo, puta significaba «sapiencia y meretriz», pero como en Roma no se fingía la virtud, la segunda acepción cayó en el vacío» y «por esas paradojas del lenguaje, la palabra que se había degradado en Grecia recobró su majestad en Roma, y luego, por una traslación semántica frecuente -del efecto a la causa- pasó de sustantivo a verbo, de sapiencia a pensar, y perdió toda connotación moralista.

Pero llegó a Hispania y, abreviando, la palabra fue nuevamente degradada, que es como ha llegado a nuestros días».

Esta es una historia fascinante, que además revela que los prejuicios que se desbordaron la semana pasada por el video de una fiesta privada de jóvenes, muy probablemente aún menores de edad, en el que (oh, Jebus, sálvanos) estaban bailando.

Salieron las curuchupas de siempre, que son como aquéllas atenienses enjauladas en el «más ruin atraso» y utilizaron sus programas de televisión, sus tardes de baraja y sus reuniones de fin de semana para señalar a las chicas (sí, solo a las chicas, a los jóvenes participantes de la fiesta nadie ni siquiera los ha nombrado): putas.

Es entonces donde cabe recordar esa inveterada relación entre putería y sapiencia, entre desenfreno y virtud; y, por supuesto, entre convencionalismo social y la hipocresía que bajo él subyace. Toda la mierda del pensamiento de cierta «élite moral» salió a flote, como cuando una cloaca se tapa por la profusa cantidad de bosta: que luego se quejan cuando las violan, que luego no digan nada cuando las puntean en la metrovía, que es un baile propio de las clases bajas, que a ese punto de degradación ha llegado la sociedad, que por favor alguien piense en los niños…

El motivo de estudio no debería ser la conducta de los chicos y chicas que salieron en el video en cuestión. Es a los que reaccionaron con sobredosis de moralina, los que apuntaron con el dedo y los que utilizaron las imágenes para recuperar dos o tres puntachos de rating a los que deberían meter en un laboratorio o, en el más feliz de los casos, en un cuarto y hacerlos bailar el baile del choque.

Todo eso es, sin embargo, innecesario, si se revisa apenas la metamorfosis de budza hasta puta, haciendo énfasis en sus dobles significados y sus connotaciones históricas y sociales. Esa evolución explica todo lo sucedido.

Lo que ha pasado es la reafirmación de un viejo prejuicio que las mujeres (no todas, ciertas, que generalizar está mal) practican: las otras, las que tiene la pechuga más carnuda, o los labios más predispuestos, bailan sin tapujos -y dicho sea, sin riesgos-, o simplemente son «divertidas e instruidas», son todas putas.

Revela todo esto, además, algo mucho más grave, que es la conducta de los hombres (o algunos, para no generalizar), pues seguimos con el machismo inveterado: aunque no la concibamos así, no nos atrevemos a combatir a la generalización de esa idea ingrata. Por el contrario, más de uno que se ha acurrucado bajo el calor de una budza de oficio, en público despotrica en su contra y niega haber pisado jamás un lupanar (dicho sea, palabra que viene de lupa, que es como en Roma le decían a las prostitutas, en referencia a la loba. Quiero pensar que en Roma le decían loba a las prostitutas por la cantidad de cachorros que amamantaban, me parece una imagen completa).

Más de uno que soñó con una fiesta como la del video aquél (o participó en una), con jovencitas disfrazadas de colegialas que se suben la falda a medida que la fiesta se enciende. La gran mayoría fue a dejar a casa a la ateniense con la que salía (y con la que, muy probablemente, luego se casó) para irse en busca de las inteligentes y divertidas, para disfrutar sin los remilgos sociales, para bailar como si nadie los conociese, estuviese viendo o, en el peor, de los casos grabando.

Son esos mismos los que han señalado horrorizados el baile de unos colegiales que están haciendo lo mismo que ellos hicieron, hacen o siempre han querido hacer pero jamás reconocerán en los almuerzos de los domingos.

Porque acá, a diferencia de Roma, la virtud es una de aquéllas cosas que más se finge.