Queremos ser vistas
Siete mujeres trans están cansadas de que otras personas las representen. Por eso se han capacitado y quieren que las más jóvenes puedan elegir la carrera que quieran y no dependan de la prostitución.
Malony Chávez tiene los ojos claros y delineados, unas argollas doradas gigantes en las orejas, y cuando quiere asegurarse de que la han escuchado termina sus frases diciendo baby. “Cuando se aprobó el matrimonio igualitario en 2019 los gays y las lesbianas celebraban. Gritaban. Pero nunca vi a una trans emocionarse por eso, porque nuestra búsqueda de derechos es más básica: queremos poder acceder a la salud, a la educación, a un buen vivir, baby”, dice con una celeridad que va en aumento.
Por más de 25 años, fue a marchas, se reunió con políticos, lideró protestas para pedir respeto para los derechos de los gays, lesbianas, trans, y otras personas de diversidades sexuales. Pero sentía que no las entendían, ni que las representaban.
Ahora, junto a otras seis mujeres, quieren crear una fundación propia, de cuyo destino sean dueñas. Para que nadie más hable por ellas, algo de lo que están ya hartas.
Por eso consiguieron una oficina. Participaron en un concurso público para convertir una sala comunitaria del Centro de Arte Contemporáneo de Quito (el CAC, como se lo conoce), en su sede desde enero de 2024.
El CAC es parte de la red de Museos de la Ciudad. Funciona en un portentoso edificio neoclásico. Fue construido en 1900 y fue, durante buena parte de su vida útil, cuartel y hospital militar. En 2011, se convirtió en un museo que presenta muestras del siempre desafiante y poco convencional arte contemporáneo.
Es un destino paradójico para un sitio en el que alguna vez el sonido de las pulidas botas de soldado, los cortes milimétricos de los cadetes, los saludos formales de los capitanes, la imposición vertical de los rangos de coroneles y generales, y la cuadratura de la obediencia debida, fueron la norma.
No deja de abonar a esa ironía histórica que estas siete mujeres ocupen una de sus oficinas hoy y se sientan, por fin, como en casa. Opinan, se interrumpen, se ríen. Todas quieren hablar.
“Ahora me doy cuenta que estuve en muchos espacios que no me representaban. Las lesbianas y los gays no me representaban. Las trabajadoras sexuales cis, que no son trans, tampoco”, dice Malony Chávez en la sala que ahora las acoge, una tarde soleada de abril de 2024. Durante años, ella ejerció el único trabajo que les quedaba a las mujeres trans: tener sexo a cambio de un pago.
Devy Grijalva se toma la punta de su trenza larga y se acomoda los lentes de marco grueso rojo, que le hacen juego con la blusa. Su mirada salta inquieta de una compañera a otra. “Además de los afectos, lo que nos une es esa furia que sentimos contra el sistema por todos los derechos que nos niegan. Es la furia para cambiar lo que nos pasa, y poder llegar a las nuevas generaciones”, dice. Por eso, en este lugar diseñan una fundación que sea suya y lleve en el nombre esa inconformidad: Fundación Furia Trans.
De una pared blanca cuelga una bandera rosada, celeste y blanca, que aglutina a la población trans en el mundo. En otra hay dos papelógrafos con recuadros de colores pasteles y palabras: igualdad, justicia, empatía, cuidados. “Vamos a hacer una exposición fotográfica de la memoria viva trans, de lo que hemos logrado hasta ahora”, dice clara y pausada, Devy Grijalva.
Otro de los proyectos de los que conversan esa tarde es una exposición cartográfica, donde mostrarán dibujos y fotos de cómo han habitado Quito. Han estado allí por décadas, pero ahora insisten en que las vean.
Malony Chávez tiene los ojos claros y delineados, unas argollas doradas gigantes en las orejas, y cuando quiere asegurarse de que la han escuchado termina sus frases diciendo baby. “Cuando se aprobó el matrimonio igualitario en 2019 los gays y las lesbianas celebraban. Gritaban. Pero nunca vi a una trans emocionarse por eso, porque nuestra búsqueda de derechos es más básica: queremos poder acceder a la salud, a la educación, a un buen vivir, baby”, dice con una celeridad que va en aumento.
Por más de 25 años, fue a marchas, se reunió con políticos, lideró protestas para pedir respeto para los derechos de los gays, lesbianas, trans, y otras personas de diversidades sexuales. Pero sentía que no las entendían, ni que las representaban.
Ahora, junto a otras seis mujeres, quieren crear una fundación propia, de cuyo destino sean dueñas. Para que nadie más hable por ellas, algo de lo que están ya hartas.
Por eso consiguieron una oficina. Participaron en un concurso público para convertir una sala comunitaria del Centro de Arte Contemporáneo de Quito (el CAC, como se lo conoce), en su sede desde enero de 2024.
El CAC es parte de la red de Museos de la Ciudad. Funciona en un portentoso edificio neoclásico. Fue construido en 1900 y fue, durante buena parte de su vida útil, cuartel y hospital militar. En 2011, se convirtió en un museo que presenta muestras del siempre desafiante y poco convencional arte contemporáneo.
Es un destino paradójico para un sitio en el que alguna vez el sonido de las pulidas botas de soldado, los cortes milimétricos de los cadetes, los saludos formales de los capitanes, la imposición vertical de los rangos de coroneles y generales, y la cuadratura de la obediencia debida, fueron la norma.
No deja de abonar a esa ironía histórica que estas siete mujeres ocupen una de sus oficinas hoy y se sientan, por fin, como en casa. Opinan, se interrumpen, se ríen. Todas quieren hablar.
“Ahora me doy cuenta que estuve en muchos espacios que no me representaban. Las lesbianas y los gays no me representaban. Las trabajadoras sexuales cis, que no son trans, tampoco”, dice Malony Chávez en la sala que ahora las acoge, una tarde soleada de abril de 2024. Durante años, ella ejerció el único trabajo que les quedaba a las mujeres trans: tener sexo a cambio de un pago.
Devy Grijalva se toma la punta de su trenza larga y se acomoda los lentes de marco grueso rojo, que le hacen juego con la blusa. Su mirada salta inquieta de una compañera a otra. “Además de los afectos, lo que nos une es esa furia que sentimos contra el sistema por todos los derechos que nos niegan. Es la furia para cambiar lo que nos pasa, y poder llegar a las nuevas generaciones”, dice. Por eso, en este lugar diseñan una fundación que sea suya y lleve en el nombre esa inconformidad: Fundación Furia Trans.
De una pared blanca cuelga una bandera rosada, celeste y blanca, que aglutina a la población trans en el mundo. En otra hay dos papelógrafos con recuadros de colores pasteles y palabras: igualdad, justicia, empatía, cuidados. “Vamos a hacer una exposición fotográfica de la memoria viva trans, de lo que hemos logrado hasta ahora”, dice clara y pausada, Devy Grijalva.
Otro de los proyectos de los que conversan esa tarde es una exposición cartográfica, donde mostrarán dibujos y fotos de cómo han habitado Quito. Han estado allí por décadas, pero ahora insisten en que las vean.
Recién en 1997, el Tribunal Constitucional (hoy Corte) despenalizó la homosexualidad en el Ecuador. Quienes impulsaron este cambio fueron Las Coccinelle, el primer colectivo trans del país.
La palabra trans agrupa a transgénero, transexuales, y travestis. Cada una tiene un significado distinto, pero todas las personas trans no se identifican con el sexo con el que nacieron.
La palabra trans agrupa a transgénero, transexuales, y travestis. Cada una tiene un significado distinto, pero todas las personas trans no se identifican con el sexo con el que nacieron.
Recién en 1997, el Tribunal Constitucional (hoy Corte) despenalizó la homosexualidad en el Ecuador. Quienes impulsaron este cambio fueron Las Coccinelle, el primer colectivo trans del país.
Las siete mujeres que están en la sala son o fueron trabajadoras sexuales. Malony Chávez es, por ejemplo, presidenta de la Asociación de Trabajadoras Sexuales Trans de Quito. Devy Griljava es su secretaria. Las otras cinco, también pertenecen a esa organización. La Fundación Furia Trans estará separada de la asociación, y en ella, sienten, podrán ejecutar mejor sus planes.
Entre ellos, montar una escuela de arte para personas trans. Tendrá talleres de escritura, danza, comunicación, teatro y serigrafía. Producirán fanzines, comparsas, obras teatrales, podcasts, camisetas. Quieren aprender y vivir de su arte. También quieren formalizar sus negocios —la mayoría, peluquerías— y capacitarse en maneras de promocionarlos más y aumentar su clientela.
“Si las mujeres trans quieren ser prostitutas, lo pueden ser. Pero no queremos que sea nuestra única opción”, dice Melany Obando, la nariz respingada y el pelo ondulado, brillante y negro. “Queremos poder trabajar en otras cosas para pagar nuestros estudios y así superarnos, sentirnos más incluidas. Yo quiero prepararme como la persona que soy, como una trans, y que me respeten como soy”, dice Obando, quien fue trabajadora sexual y hoy es peluquera.
No es un oficio en el que quiere quedarse. “Darme cuenta de que quizás no puedo hacer lo que quisiera es lo que me empuja a exigir que las cosas cambien para nosotras”, dice Obando, que también es la comunicadora de la asociación. La vicepresidenta Paula Toscano, tiene un sueño similar: “Qué chévere ver en un futuro una trans abogada, doctora, química. Lo que quiera ser”. Quiere que la pregunta al final del día ya no sea ¿tuviste clientes hoy?
Las siete mujeres dicen que fueron o son trabajadoras sexuales porque no tuvieron otra opción. “La prostitución no va a dejar de ejercerse nunca”, dice Toscano, el pelo rubio corto y las cejas delgadas y pronunciadas. “Pero queremos que otras chicas tengan la facultad que nosotras no tuvimos, que tengan educación, que terminen el bachillerato. Muchas no pudimos no porque éramos vagas o no nos daba el cerebro, sino porque nos cerraban las puertas porque no nos aceptaban como trans”, recuerda. Son pocas las mujeres trans en Ecuador han podido ir a la universidad.
Por eso, dice Malony Chávez, cuando van a reuniones con autoridades, a paneles académicos u otros espacios públicos, ellas sólo cuentan su vida. “Otros llegan con sus carpetas y sus libros, a hablar desde ahí. Nosotras hablamos desde nuestras vivencias”, dice la Presidenta.
Esa vida ha sido, por lo general, cruel. Fueron golpeadas por policías y clientes violentos, pasaron noches en una vereda, fueron expulsadas de los colegios que no las aceptaban. Pero también ha sido una vida de solidaridad: cuando falta el trabajo, como en la pandemia del covid-19, se prestan dinero, cuando una aprende algo, lo comparte, se animan a mejorar y educarse.
Las siete mujeres que están en la sala son o fueron trabajadoras sexuales. Malony Chávez es, por ejemplo, presidenta de la Asociación de Trabajadoras Sexuales Trans de Quito. Devy Griljava es su secretaria. Las otras cinco, también pertenecen a esa organización. La Fundación Furia Trans estará separada de la asociación, y en ella, sienten, podrán ejecutar mejor sus planes.
Entre ellos, montar una escuela de arte para personas trans. Tendrá talleres de escritura, danza, comunicación, teatro y serigrafía. Producirán fanzines, comparsas, obras teatrales, podcasts, camisetas. Quieren aprender y vivir de su arte. También quieren formalizar sus negocios —la mayoría, peluquerías— y capacitarse en maneras de promocionarlos más y aumentar su clientela.
“Si las mujeres trans quieren ser prostitutas, lo pueden ser. Pero no queremos que sea nuestra única opción”, dice Melany Obando, la nariz respingada y el pelo ondulado, brillante y negro. “Queremos poder trabajar en otras cosas para pagar nuestros estudios y así superarnos, sentirnos más incluidas. Yo quiero prepararme como la persona que soy, como una trans, y que me respeten como soy”, dice Obando, quien fue trabajadora sexual y hoy es peluquera.
No es un oficio en el que quiere quedarse. “Darme cuenta de que quizás no puedo hacer lo que quisiera es lo que me empuja a exigir que las cosas cambien para nosotras”, dice Obando, que también es la comunicadora de la asociación. La vicepresidenta Paula Toscano, tiene un sueño similar: “Qué chévere ver en un futuro una trans abogada, doctora, química. Lo que quiera ser”. Quiere que la pregunta al final del día ya no sea ¿tuviste clientes hoy?
Las siete mujeres dicen que fueron o son trabajadoras sexuales porque no tuvieron otra opción. “La prostitución no va a dejar de ejercerse nunca”, dice Toscano, el pelo rubio corto y las cejas delgadas y pronunciadas. “Pero queremos que otras chicas tengan la facultad que nosotras no tuvimos, que tengan educación, que terminen el bachillerato. Muchas no pudimos no porque éramos vagas o no nos daba el cerebro, sino porque nos cerraban las puertas porque no nos aceptaban como trans”, recuerda. Son pocas las mujeres trans en Ecuador han podido ir a la universidad.
Por eso, dice Malony Chávez, cuando van a reuniones con autoridades, a paneles académicos u otros espacios públicos, ellas sólo cuentan su vida. “Otros llegan con sus carpetas y sus libros, a hablar desde ahí. Nosotras hablamos desde nuestras vivencias”, dice la Presidenta.
Esa vida ha sido, por lo general, cruel. Fueron golpeadas por policías y clientes violentos, pasaron noches en una vereda, fueron expulsadas de los colegios que no las aceptaban. Pero también ha sido una vida de solidaridad: cuando falta el trabajo, como en la pandemia del covid-19, se prestan dinero, cuando una aprende algo, lo comparte, se animan a mejorar y educarse.
“Gracias a todo ese conocimiento es que hemos tomado las riendas”, dice Malony Chávez. “Cuando tú lo vas adquiriendo, tienes el arma más fuerte, y dejas atrás la ignorancia. Nosotros no teníamos conocimiento por eso éramos invisibilizadas”. Para ellas significa, por ejemplo, que alcaldes o secretarios, las reciban en sus despachos.
Aunque no siempre han conseguido resultados concretos de esas conversaciones, celebran, como Asociación y futura Fundación Furia Trans, haberse sentado con funcionarios de la Secretaría de Diversidades del Ministerio de la Mujer y Derechos Humanos, y del Municipio de Quito.
Quieren mantener ese puesto en la mesa pública. Ser cada vez más vistas. Ser cada vez más escuchadas.
“Gracias a todo ese conocimiento es que hemos tomado las riendas”, dice Malony Chávez. “Cuando tú lo vas adquiriendo, tienes el arma más fuerte, y dejas atrás la ignorancia. Nosotros no teníamos conocimiento por eso éramos invisibilizadas”. Para ellas significa, por ejemplo, que alcaldes o secretarios, las reciban en sus despachos.
Aunque no siempre han conseguido resultados concretos de esas conversaciones, celebran, como Asociación y futura Fundación Furia Trans, haberse sentado con funcionarios de la Secretaría de Diversidades del Ministerio de la Mujer y Derechos Humanos, y del Municipio de Quito.
Quieren mantener ese puesto en la mesa pública. Ser cada vez más vistas. Ser cada vez más escuchadas.
Cada 17 de mayo se conmemora el Día Internacional contra la Homofobia y Transfobia en el mundo. Ese día, en 1990, la homosexualidad fue eliminada de la lista de enfermedades mentales de la Organización Mundial de la Salud.
Cada 17 de mayo se conmemora el Día Internacional contra la Homofobia y Transfobia en el mundo. Ese día, en 1990, la homosexualidad fue eliminada de la lista de enfermedades mentales de la Organización Mundial de la Salud.
Esa tarde de abril de cielo azul con pocas y definidas nubes, hay dos ideas que repiten todas: queremos hacer algo para nosotras y para las que vienen.
Ese “hacer algo” va desde lograr que no las rechacen, acosen o insulten en la calle hasta poder sacar la cédula, algo tan básico para el resto de ciudadanos.
En Ecuador, según la ley, las personas trans pueden cambiar su género en su documento de identidad. Pero en la práctica, los empleados del Registro Civil, el organismo estatal encargado de emitirlas, las obligan a quitarse el maquillaje, los aretes, a recogerse el pelo, las llaman por el nombre de una identidad con la que ellas ya no se reconocen. La letra de las leyes, abundantes y rimbombantes en este país, muchas veces son solo un adiposo cadáver.
Pero estas siete mujeres no se cansan, a pesar de que la ciudad no ha perdido a sus devotos de la ruindad. “Cuando me subo al bus, la gente te queda mirando y tengo dos opciones, o me hago la loca y miro para abajo, o me armo de valor para que sea la gente la que tiene que agachar la cabeza y voltearse. ¿Hasta cuándo tenemos que ocultarnos?”, dice Camila Cantillo, de piel tostada y cabello naranja y corto.
Enseguida, sus compañeras apilan historias encima de la de Camila Cantillo. Una se topó con una mujer que, luego de verla, se santiguó. Otra vio cómo una transeúnte haló de los brazos a dos niños para que no se le acercasen. “Nos hemos acostumbrado a ciertas cosas, a que nadie se quiera sentar a nuestro lado en un bus. Ya no nos incomoda, más bien nos da risa”, dice Paula Toscano. El resto asiente y se ríe. “Más cómodo ir solitas”, dice una de sus compañeras.
Son momentos frustrantes. Pero hoy, dicen, están en un mejor lugar. No quieren ser enmarcadas como víctimas. “Lo más fuerte que tenemos en esta asociación es el compañerismo y las ganas de superarnos”, dice Malony Chávez. “Eso es lo que nos une”, remarca, mientras su mirada se pierde en el horizonte de la pequeña sala donde pasan ocupadas, conversan, piensan —sueñan.
Esa tarde de abril de cielo azul con pocas y definidas nubes, hay dos ideas que repiten todas: queremos hacer algo para nosotras y para las que vienen.
Ese “hacer algo” va desde lograr que no las rechacen, acosen o insulten en la calle hasta poder sacar la cédula, algo tan básico para el resto de ciudadanos.
En Ecuador, según la ley, las personas trans pueden cambiar su género en su documento de identidad. Pero en la práctica, los empleados del Registro Civil, el organismo estatal encargado de emitirlas, las obligan a quitarse el maquillaje, los aretes, a recogerse el pelo, las llaman por el nombre de una identidad con la que ellas ya no se reconocen. La letra de las leyes, abundantes y rimbombantes en este país, muchas veces son solo un adiposo cadáver.
Pero estas siete mujeres no se cansan, a pesar de que la ciudad no ha perdido a sus devotos de la ruindad. “Cuando me subo al bus, la gente te queda mirando y tengo dos opciones, o me hago la loca y miro para abajo, o me armo de valor para que sea la gente la que tiene que agachar la cabeza y voltearse. ¿Hasta cuándo tenemos que ocultarnos?”, dice Camila Cantillo, de piel tostada y cabello naranja y corto.
Enseguida, sus compañeras apilan historias encima de la de Camila Cantillo. Una se topó con una mujer que, luego de verla, se santiguó. Otra vio cómo una transeúnte haló de los brazos a dos niños para que no se le acercasen. “Nos hemos acostumbrado a ciertas cosas, a que nadie se quiera sentar a nuestro lado en un bus. Ya no nos incomoda, más bien nos da risa”, dice Paula Toscano. El resto asiente y se ríe. “Más cómodo ir solitas”, dice una de sus compañeras.
Son momentos frustrantes. Pero hoy, dicen, están en un mejor lugar. No quieren ser enmarcadas como víctimas. “Lo más fuerte que tenemos en esta asociación es el compañerismo y las ganas de superarnos”, dice Malony Chávez. “Eso es lo que nos une”, remarca, mientras su mirada se pierde en el horizonte de la pequeña sala donde pasan ocupadas, conversan, piensan —sueñan.
En 2023, un grupo de trabajadoras sexuales, incluidas las de la Asociación Trans, ganó una acción de protección contra el Municipio de Quito. El juez reconoció que se estaba vulnerando su derecho al trabajo.
En 2023, un grupo de trabajadoras sexuales, incluidas las de la Asociación Trans, ganó una acción de protección contra el Municipio de Quito. El juez reconoció que se estaba vulnerando su derecho al trabajo.
Las mujeres de la Asociación reconocen que no van a alcanzar a ver todos los resultados del trabajo que están haciendo ahora, pero que va a quedar para las nuevas generaciones.
Las mujeres de la Asociación reconocen que no van a alcanzar a ver todos los resultados del trabajo que están haciendo ahora, pero que va a quedar para las nuevas generaciones.
¿Qué necesitan para ser vistas?
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Créditos
Dirección, reportería y escritura: Isabela Ponce
Edición: José María León
Apoyo en coordinación y reportería: Karol Noroña
Fotografía y video: Nicole Moscoso y Diego Lucero
Dirección de arte: Daniela Hidalgo
Diseño web: Sedric Oña y Christian Pazmiño
Estrategia de distribución: Gabriela Puente
Créditos
Dirección, reportería y escritura: Isabela Ponce
Edición: José María León
Apoyo en coordinación: Karol Noroña
Fotografía y video: Nicole Moscoso y Diego Lucero
Dirección de arte: Daniela Hidalgo
Diseño web: Sedric Oña y Christian Pazmiño
Estrategia de distribución: Gabriela Puente