Como filmes, The Holdovers y Maestro, son dos obras completamente diferentes, enfocadas en las emociones masculinas.
La película de Alexander Payne (The Holdovers) gira alrededor de un profesor de colegio, amargado, ensimismado, alejado de su entorno, que es capaz de comprender la importancia de su trabajo y de terminar por aceptar que su responsabilidad como docente es un acto de amor. Lo que Bradley Cooper hace en Maestro, la película que él mismo protagoniza, es profundizar en la complejidad de la vida, obra y decisiones de Leonard Bernstein, uno de los grandes compositores del siglo XX.
Lo que Payne intenta es algo pequeño y mínimo, con un Paul Giamatti que está nominado a Mejor Actor por su rol de Paul Hunham, capaz de generar ira y enternecer en el momento preciso. Con The Holdovers, no hay moraleja necesaria, ni existe la necesidad de hacer algo gigante.
Sucede que todo acto que un profesor realiza para apoyar y desarrollar el potencial de un estudiante es un acto de amor. Un amor que tiene que ver con el compromiso, con el esfuerzo y establecer un lazo.
Payne y Giamatti lo logran. Ese lazo incluso traspasa la pantalla y emociona al espectador.
Esto no es lo que sucede con el trabajo de Cooper en Maestro. Porque si bien lo de Cooper y su doble rol como director y actor es impresionante, sobre todo para alguien con un ojo medianamente entrenado para ver películas, la emoción que logra transmitir se queda a medio camino.
Maestro es una de esas películas diseñadas para ganar premios, para mostrar cierta grandilocuencia y capacidad en la puesta en escena, en cómo se va a ver cada plano —la cinematografía de Matthew Libatique es impresionante y por eso está nominada—, en las interacciones de los personajes, con un Cooper y una Carey Mulligan como Felicia Montealegre, la esposa de Bernstein, que juntos son una delicia en pantalla.
Es decir, Cooper ha hecho lo que hay que hacer. Pero en un año de películas no solo bien hechas, sino monumentales, hacer las cosas bien es solo un punto de arranque.
Al maestro con cariño
A Paul Hunham le acaban de ver la cara y le piden que se quede durante las vacaciones de feriado de Navidad y Año Nuevo con los alumnos que, por a o b razón, deben permanecer en el internado en el que él da clases: la famosa Barton Academy, en Nueva Inglaterra, Estados Unidos.
Son cinco estudiantes y él debe ser quien los cuide en esas semanas.
Es un profesor estricto, que piensa que sus estudiantes son torpes y que tiene un ojo vago, que se mueve a su propia discreción —y a veces, como si fuera parte de un juego, puede ser que sea el izquierdo o el derecho. Es el tipo más odiado por los alumnos del internado.
Y solo es cuestión de minutos para darse cuenta de eso.
Con The Holdovers, Alexander Payne sigue en su línea de hacer filmes que se enfocan en personajes, las relaciones entre ellos y cómo terminan transformándose por las situaciones —a veces descabelladas— que tienen que vivir.
¿Qué es lo descabellado de The Holdovers? Que de los cinco estudiantes que se quedan refugiados en el colegio, en pleno invierno, cuatro consiguen tener permiso para pasar las fiestas en casa de uno de ellos. Y se van en un helicóptero.
Sí, ese es el nivel.
Entonces Hunham se queda únicamente con Angus Tully —un Dominic Sessa en su primer rol en una película— y ambos, junto a la responsable de la cocina, Mary Lamb —Da’Vine Joy Randolph, que tiene un par de escenas brutales que le han conseguido su nominación a Mejor Actriz de Reparto—, van a pasar esos días, tratando de conectarse entre ellos o con el mundo.
Tres personajes solitarios que van a encontrar maneras de entender esa soledad y flanquearla. En el fondo, la película es directa, revela poco a poco lo que cada personaje resguarda, sus tragedias personales y la necesidad de afecto en sus vidas.
Payne, que no está nominado como director —pero sí está David Hemingson, por Mejor Guión Original— recurre a un minimalismo visual y dejar que sean los actores quienes carguen el peso de la historia.
Y aquí entra uno de esos grandes que aparecen, probablemente, una vez cada generación. Paul Giamatti es quien sostiene todo. A veces no se trata de decir o moverse de cierta manera; en su caso, en ese Paul Hunham que interpreta, lo que más importa es lo que no dice, lo que contiene, como ese silencio, esos gestos de incomodidad y de rápidos pensamientos que le permiten, al final del filme, llegar al punto más alto.
Es emocionante lo que Giamatti puede provocar con su presencia en la pantalla.
De no existir Cillian Murphy, Paul Giamatti debería llevarse todas las glorias este año.
El cliché de que detrás de un gran hombre hay una gran mujer
En el fondo, lo que sucede con Maestro, la “biopic” sobre el compositor y director de orquesta Leonard Bernstein, es que se trata, una vez más, de lo mismo de siempre.
El genio, sus transgresiones, prerrogativas, dilemas y la mujer que está detrás de él y que debe aguantar todo, enojarse, discutir con él y luego encontrar un camino para resolver ese conflicto.
Sí, Maestro es una película que ofrece mucho a un nivel dramático básico: personaje genio tiene su oportunidad, deslumbra a todos, conoce a la mujer de su vida, se casa, tienen familia, el éxito les sonríe, encuentran problemas, los solucionan, llega una tragedia y el genio triunfa. Lo mismo de siempre.
El formato de la “biopic” está agotado.
Pero más allá de esto, Maestro es una buena película. Tiene grandes escenas, actuaciones —contrario a toda la bronca que ha generado Bradley Cooper por temas de él como persona, es sin duda un gran actor y un director eficiente— y una grandilocuencia que le ayuda. Además de un sonido espectacular. No sorprende la nominación a Mejor Sonido para Steven A. Morrow, Richard King, Jason Ruder, Tom Ozanich y Dean Zupancic por el trabajo que hicieron aquí.
Como director, Cooper sabe lo que quiere, y lo consigue. Hay instantes de absoluta magia, como cuando está componiendo Misa, y vemos lo que Bernstein va escribiendo en la partitura mientras suena cada nota que él escribe. Un instante fabuloso.
Y así como recurre a los primeros planos cuando los personajes tienen sus líneas, Cooper recurre a los planos más abiertos para mostrar las distancias y las interacciones entre ellos. Hay mucha dureza en Maestro, sobre todo por una particularidad que termina siendo la base del conflicto: la bisexualidad de Leonard Bernstein y cómo, poco a poco, sus amoríos con hombres, van desgastando su vida familiar.
Por eso, cuando se llega a la famosa escena de Bernstein dirigiendo una orquesta y que ha sido objeto de burla y memes en redes sociales, por lo exagerado de los gestos de Cooper —y porque dicen que se preparó 6 meses para realizarla— se da ese gran momento de catarsis para el personaje. Gigante, extremo, la música parece cruzarlo y dominarlo, lo ocupa todo en pantalla. El contexto es importante para comprender la dimensión de lo que se ve.
Sin embargo —hay un sin embargo—, Maestro se diluye a pesar de estos momentos. Podemos conmovernos por instantes, pero hay una distancia entre nosotros y estos personajes por la misma grandilocuencia de la puesta en escena.
Aquello que demuestra que Bradley Cooper es uno de los mejores en cumplir ese doble papel de director y actor es lo que hace que se genere una pared invisible. Cooper se ha centrado en la perfección del rol, pero no ha reparado en la necesidad de transmitir algo que perdure.
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