Este reportaje se realizó en alianza con 

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La noche del 21 de noviembre de 2018 parecía igual a todas las anteriores desde que Alejandro Quijada y su novia llegaron al Ecuador, hacía cuatro meses. Habían caminado desde Punto Fijo, una ciudad que, antes de la profunda crisis económica, política y social que expulsó a millones, era el motor de la economía de la península de Paraguaná, en el oeste de Venezuela. 

Pero aquella noche le cambiaría la vida a Alejandro Quijada. 

Había terminado su turno en la barbería que administraba y su jefe lo acercó al barrio Ciudadela del Ejército, uno de los más conocidos del sur de Quito, en el sector Paquisha. 

Alejandro Quijada estaba apurado: su novia lo esperaba, a solo unas calles, en el colegio Réplica Mejía, para que la acompañara a una cita médica. Cuando bajó del vehículo de su jefe, apretó el pasó por la conocida avenida Pedro Vicente Maldonado y para acortar el caminó, cruzó por un pasaje. 

Ahí vio que un hombre y una mujer eran asaltados. Entonces, decidió correr del otro lado de la calle y alejarse por temor. Pero un grupo de personas lo interceptó e intentó lincharlo. Según sus abogados, lo confundieron con la persona que robó una cartera de la pareja asaltada. Dos policías observaron el ataque y rescataron a Alejandro, que yacía en el suelo con el rostro ensangrentado. 

Aunque era una noche oscura, la pareja lo identificó como uno de los dos ladrones. Dijeron que uno tenía un cuchillo y que Alejandro Quijada tenía una pistola. Cuando lo detuvieron, los policías no lo encontraron con armas, ni con la cartera, ni con dinero. No tenía nada. Pero seis meses después, el 29 de julio de 2019, fue condenado a nueve años de cárcel por robo agravado.

Ahora, lleva más de cuatro años recluido en prisión, como otros 1.294 migrantes venezolanos (1.214 hombres y 81 mujeres) que cumplen condenas y órdenes de prisión preventiva en cárceles ecuatorianas, según cifras oficiales de abril de 2022. 

En el país, hay 3.333 presos migrantes —poco menos del 10% del total de la población carcelaria del Ecuador. Son de al menos 46 países, de acuerdo con el registro del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Privadas de la Libertad y Adolescentes Infractores (SNAI).  

Del total de la población carcelaria que no es ecuatoriana, los venezolanos representan casi el 39%, superados solo por los colombianos. Pero los presos venezolanos suman menos del 4% de quienes sobreviven en las cárceles locales.  Hasta marzo de 2022, en Ecuador se han quedado 513.903 migrantes venezolanos que dejaron su país, escapando de la brutal crisis económica y social de Venezuela, pero los que están en prisión representan apenas el 0,25% de ese total. Ese porcentaje pequeño, dice Cristina Burneo, del colectivo Corredores Migratorios, que investiga movilidad humana y criminalización, contradice la percepción de que los migrantes agudizan la inseguridad y que la mayoría son “delincuentes”. 

Solicité datos sobre la categorización por delito de la población migrante al SNAI, pero no tiene un balance claro: ni tipos de delito, ni estatus migratorio de los presuntos infractores (por ejemplo, si alguno de ellos es refugiado). El Servicio tampoco respondió a mi solicitud de entrevista sobre el tema. “Lo que sí sabemos, por nuestra experiencia, es que todos los migrantes están atravesados por la pobreza y por una profunda desigualdad que no les permite acceder a la justicia”, explica Burneo. Para entenderlo, el caso de Alejandro Quijada es un buen punto de partida.

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Son decenas y decenas de hojas las que ensanchan el expediente penal de Alejandro Quijada —lo revisé desde la audiencia de flagrancia hasta la acción de hábeas corpus que se interpuso a su favor, aunque fue negada. En esos documentos, él contó su versión, y también lo hizo la pareja que lo acusó.

La mujer que lo denunció dijo, según la versión que consta en el expediente, que después de haber visitado a su cuñado, un abogado que estaba “aún convaleciente” de una cirugía y que le entregó 600 dólares para que realizara un depósito, se encontró con su esposo, en el sur de Quito. Ambos tomaron un bus y llegaron a la avenida Maldonado. Después, aseguró haberse dirigido, junto a su pareja, por un pasadizo.

Recorrí ese sector por la noche y en aquel corredor hay un parque donde solían jugar los niños que salen del colegio Réplica Mejía, afuera del cual Alejandro Quijada debía encontrarse con su novia. 

Ahora son matorrales de los que, de acuerdo con la mujer, salieron dos jóvenes —uno de ellos habría sido Quijada— armados: uno con un cuchillo y él con un revólver. Después de un forcejeo, en el que, dijo ella, el hombre que tenía el arma blanca le arrebató la cartera, Quijada habría salido corriendo y su pareja decidió perseguirlo “sin haberle perdido de vista”. 

Entonces, uno de los asaltantes pateó la mano del esposo de la mujer. Un hombre motorizado detuvo a Alejandro Quijada y, según sus abogados, lo confundieron con el ladrón. Los policías que lo rescataron hallaron, después de unos minutos, una supuesta arma a más de 40 metros de donde fue detenido Quijada. Luego, en el juicio, se revelaría que en realidad, era una pistola de juguete. 

En la versión juramentada —la única que fue tomada en cuenta en el juicio contra Alejandro Quijada— de la mujer, ella aseguró que en la cartera que le arrebataron tenía 800 dólares: 200 de su quincena y 600 que le había encomendado su cuñado, además de tarjetas de débito. 

Pero eso no fue lo que la mujer dijo a los policías que detuvieron a Alejandro Quijada.

flecha celesteOTROS CONTENIDOS SOBRE VIOLENCIA DE GÉNERO

En la primera versión que la Policía Nacional le tomó a la pareja que lo acusó, la mujer aseguró que tenía 15 dólares en la cartera que le fue arrebatada, según lo declaró el sargento José Alarcón, uno de los agentes que rescató a Alejandro de la turba que intentó lincharlo, durante el juicio del caso. En la segunda, dijo que eran más de 200 dólares, pues le habían pagado la quincena. En su tercera versión —que fue juramentada— alegó que, en realidad, eran 800 dólares. Según ella, había recibido 600 dólares que su cuñado abogado le encargó para un depósito, pues él estaba aún recuperándose por una cirugía.

En la audiencia preparatoria de juicio contra Quijada, en enero del 2019, el entonces abogado del joven alegó que la pareja cambió su versión porque durante la audiencia de flagrancia “les indicaron que el delito era una contravención y quisieron dejarlo en libertad. Pese a que es ‘delito flagrante’, no le encontraron nada”. El abogado aseguró también que Alejandro Quijada habría conversado con el cuñado abogado —que según la pareja le había dado los 600 dólares— y que él habría dicho que “para llegar a un acuerdo le dé 1800 dólares”. 

En esa misma diligencia judicial, el abogado de Quijada expuso otro cuestionamiento: que, en su primera versión, la mujer no pudo identificar características físicas de los asaltantes, pese a que aseguró que los mismos ladrones ya la habían asaltado 15 días antes. 

Aquellas inconsistencias constan en un documento pericial, elaborado por el agente Luis Arturo Granda, en el que concluyó que, durante la diligencia en la que se realizó el reconocimiento del lugar de los hechos, las versiones de la pareja no fueron “concordantes en lo principal” del presunto crimen. Otro informe de Criminalística, también en el expediente, confirmó que el arma no era real, sino que era una de juguete, hecha de plástico. 

El día del supuesto robo, Alejandro Quijada, que en ese entonces tenía 20 años, negó haber cometido el delito y pidió que llamaran a su novia, quien, al ver que no aparecía, decidió volver a su departamento para esperarlo. Sin embargo, fue trasladado al Complejo Judicial Quitumbe en calidad de detención flagrante. Cuando fue detenido, él no tenía armas, dinero u otro elemento que lo inculpara. Tampoco hubo registro de cámaras de videovigilancia en el que se observara el asalto. 

Casi 17 horas después del incidente, pasada la una de la tarde, la jueza Dyana Tapia, de la ​​Unidad Judicial Penal para Infracciones Flagrantes de Quitumbe, aceptó los cargos formulados en contra por robo. Le dictó prisión preventiva para él y emitió una boleta de auxilio a favor de la pareja, para que él no se les acercara —aunque era imposible: estaba en la cárcel. 

Durante el proceso penal, se agregó un agravante: por supuestamente haberse cometido el delito entre dos o más personas, aunque no se demostró evidencia de su existencia más allá del testimonio de la pareja.

La jueza fijó, además, treinta días para la instrucción fiscal, la etapa procesal en la que la fiscal a cargo de la investigación, Yolanda Chasi, debía recabar evidencias para demostrar la existencia del delito y la participación de Quijada. 

En ese período, asegura su madre, a quien nombraré solo como Lina*, la fiscal le habría ofrecido a su hijo que se acogiera a un proceso abreviado y recibiera una pena de tres años. “Él no aceptó porque le dijo que él era inocente. De haber sabido que le iban a dar nueve años, incluso hubiésemos aceptado”, recuerda Lina. 

Durante los treinta días de instrucción fiscal, la defensa de Alejandro solicitó que se realizara una rueda de reconocimiento, es decir que la supuesta víctima identificara al culpable reconociéndolo entre varias personas en una sala, a través de un vidrio para ratificar que había sido él. Sin embargo, la prueba no fue posible. La fiscal, dice Lina, le pidió que llevara allí a diez personas parecidas a su hijo, pero ella acababa de llegar al país y no conocía a nadie. 

Para cuando llegó la audiencia de juicio, el 29 de julio de 2019, las pruebas presentadas contra Alejandro Quijada fueron seis testimonios: la de la mujer que lo acusó, la de uno de los policías que lo detuvo, la del cuñado abogado que les dio los 600 dólares —quien presentó un recibo del pago de mil doscientos dólares—, dos peritos y una policía. 

El perito aseguró que el esposo de la mujer tenía una lesión de menos de tres días por un golpe que le habría dado uno de los asaltantes. La perito, en cambio, confirmó que el arma era de plástico y la mujer policía solo dijo que recogió el testimonio de los agentes que detuvieron a Quijada. 

Alejandro Quijada decidió acogerse al silencio por recomendación de su abogado. A su favor, solo se presentó un testimonio: el del policía Alarcón, que evidenció los cambios de versión. Su novia de aquel entonces —que volvió a Venezuela después de una profunda depresión— no logró dar su testimonio. Durante el juicio, le dio un ataque de epilepsia y fue trasladada a un centro de salud. 

Luego de dos horas de audiencia, al tribunal del Complejo Judicial Quitumbe de Quito le pareció suficiente la serie de testimonios presentados por la Fiscalía: lo declaró culpable. 

Le dictó una pena de nueve años y cuatro meses por el delito de robo agravado, el pago de 20 salarios básicos y una reparación integral de 800 dólares. Según los jueces, fue un crimen concertado entre dos personas, aunque nunca se detuvo al segundo presunto ladrón. 

La sentencia fue ratificada por una sala de apelación de la Corte Provincial de Justicia de Pichincha. A Lina le queda un poco de esperanza de que su hijo recupere su libertad: el presidente de la Corte Nacional de Justicia, Iván Saquicela,  debe resolver el recurso de casación presentado por un defensor público, en marzo de 2021. Roberth López, coordinador jurídico de Fundación Dignidad, una organización que asiste a personas presas en Ecuador, dice que el caso de Alejandro Quijada es también una muestra evidente de una mala defensa llevada por al menos cuatro abogados particulares. “No se presentaron testigos a favor del joven, tampoco se recabaron nuevas pruebas, ¿cómo podría haber tenido Alejandro la posibilidad de salir en libertad?”, cuestiona López.  

Alejandro Quijada se fue de su país con el sueño de hacer una vida en Ecuador. Pero esa tarde de noviembre de 2018, la ilusión se esfumó. Él y su madre se han estrellado con la realidad. “Nos han insultado. Piensan que por ser venezolanos somos malos. No es así. La fiscal lo humilló, le dijo que lo iba a hundir. Mi hijo siempre fue trabajador y lo que vino a buscar en Ecuador fue ser feliz. No tiene idea de lo que he gastado para intentar sacarlo y nada. Ya no tengo nada”, dice Lina. 

Ser joven, ser venezolano, ser pobre. Si para los ecuatorianos el sistema de rehabilitación es un reflejo de lo indigno, de infancias desfiguradas por círculos de violencia, para los migrantes es aún peor: hay olvido, extorsión y xenofobia. 

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Cuando supo que su hijo estaba preso, Lina no dudó en recorrer más de mil seiscientos kilómetros. Cruzó Colombia hasta llegar a Ecuador. En menos de 24 horas, tuvo que vender su casa, la que había construido con el dinero que durante años ahorró cuando dejó su país y migró a Curazao, una isla caribeña bajo administración holandesa a 50 kilómetros de la costa noroccidental de Venezuela, que recibe a miles de migrantes. También vendió su carro, y las cosas de valor que aún poseía. 

Desde el terminal terrestre de Quitumbe, en el sur de Quito, llegó al departamento en el que Alejandro Quizada y su novia vivían. Lo primero que hizo fue contratar a un abogado que le prometió que Alejandro Quijada recuperaría la libertad. No fue el único y ninguno fue efectivo. 

Intentar ver a su hijo en libertad le ha costado. Lina tiene una funda llena de recibos —hojitas blancas con la tinta negra ya casi desvanecida—de pagos que se multiplican: ha gastado al menos 50 mil dólares durante los últimos cuatro años entre honorarios de abogados, el economato en prisión (que funciona como una despensa), la lista de artículos de aseo que debe ser pagada cada seis meses y también la extorsión. En la cárcel se paga por comer, se paga por vivir. Es un sistema que también funciona como negocio para las bandas delictivas. 

Lina dice que su vida y la de sus dos hijos en Venezuela no era ostentosa, pero vivían bien. Podía comer a diario, saber que al final de mes podía pagar las cuentas. Ahora vive al día, con la constante incertidumbre de no saber si llegará al siguiente. “Yo me busco la vida, sé de estética y peluquería, pero la situación es muy difícil aquí. Le soy sincera, jamás pensé que podría estar en una situación así”, dice. 

Pero el quiebre económico no es el único problema que Lina enfrenta en Ecuador. Mientras viaja en transporte público, los insultos xenofóbicos se multiplican: “Me dicen puta, prostituta, ándate a tu país. Yo no respondo, porque sé que si lo hago, quien va a tener problemas siempre soy yo. Los migrantes siempre perdemos. Y no lo entiendo, ¿por qué no se ponen en nuestros zapatos?”, se lamenta.

Lina es una mujer que evita quebrarse. Es fuerte e imponente. Camina segura, y tiene la voz firme. Así la vi llegar al restaurante en el que la conocí por primera vez en Solanda, un barrio popular del sur, donde decenas de migrantes intentan ganarse la vida vendiendo tabacos a menor precio. 

Cuando algo le duele, gira el rostro y evita mirarme con sus ojos café, parecidos a los de Alejo. Pero luego de unos minutos, como si conversara con una vieja amiga, acepta que no está bien, que la lucha también desgasta, sobre todo, cuando cruzas una frontera. “Tengo depresión, el cabello se me ha caído más de la mitad, hay días en los que siento que ya no puedo. Pero le prometí a mi hijo que no iba a dejar de apoyarlo”, me cuenta.

La realidad de Lina no es aislada: es la que viven cientos de madres de personas presas, que deben sostener la vida de sus hijas e hijos en prisión, pero la suya se agrava por el simple hecho de que es una persona migrante. Rosa*, al igual que Lina, dejó Colombia para apoyar a su hijo menor, sentenciado por microtráfico de drogas. “Él no vendía, pero sí consumía. Lo que pasa es que en Ecuador ser colombiano es sinónimo de ser delincuente y nadie te escucha, ni fiscales, ni jueces”, lamenta. Ella también perdió todos sus ahorros intentando apoyar a su hijo. 

Para Cristina Burneo, el “caso de Alejandro es un espejo de la indolencia social en Ecuador”. Y aquella indolencia, dice, “está en no entender lo que significa el desplazamiento obligatorio de una madre que busca justicia para su hijo. La experiencia de Lina fue traumática, peligrosa y su ingreso al país fue también precario. Hemos atestiguado cómo la vida emocional de familias enteras de personas migrantes en prisión se destruye, pero nunca se menciona”, cuestiona Burneo. 

Existe, además, otro problema que la investigadora Burneo señala como “estructural”: los abogados que ofrecen certezas que luego no cumplen, de aquellos juristas que lucran con la esperanza de otros y que imponen sistemas de extorsión. “Yo pagué más de 15 mil dólares a tres abogados y luego desaparecieron. La situación en mi país tampoco era buena, pero entre todos mis familiares aportamos porque confiamos en ellos. Pero mi hijo sigue ahí, preso por ser colombiano”, reclama Rosa con la voz entrecortada.  

Cristina Burneo dice que aquellas historias son un espejo de lo que significa ser migrante. “Si eres joven y eres migrante, ingresas a un país donde tienes más riesgo de ingresar a prisión”, reflexiona Burneo. “Porque si te mueves en moto, te criminalizan. Si eres repartidor de comida van a pensar que eres traficante. Te extorsionan, los abogados lucran de otros y no pasa nada”, cuestiona, apuntando directamente al Consejo de la Judicatura, órgano administrativo, disciplinario y formativo de la función judicial local. Según Burneo, el Consejo ha permitido que “existan personas antiéticas que lucran de las necesidades de otros en un claro abuso económico y de poder”. 

A Lina y a Rosa, dos madres que aún continúan apoyando a sus hijos en prisión, les ha tocado no solo invertir sin retorno todos sus ahorros, sino enfrentar sistemáticamente insultos en las calles y el temor de los maltratos que han sufrido sus hijos en la cárcel. “Si eres migrante, la desigualdad está en tu cuerpo, en tu sola existencia sin que importen las agresiones en tu contra”, dice Cristina Burneo. En Ecuador —un país que transformó al sistema de rehabilitación en un pozo humano olvidado— las cárceles, dice Burneo, se han convertido también en un instrumento estatal para gestionar la migración. 

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Cuando llegó a Ecuador, Alejandro Quijada estaba feliz, maravillado por el paisaje andino de Quito, diferente a las playas que rodeaban a Punto Fijo, su ciudad. A sus veinte años, había decidido conocer el monumento a la Mitad del Mundo, aquel punto visitado por miles de turistas que intentan balancear un huevo sobre la cabeza de un clavo. Le pareció tan imponente aquel monolito cuadrangular —que muestra a los cuatro puntos cardinales— con el globo terráqueo en la cima, que se tomó una fotografía a lo lejos en la que simulaba sostener al mundo. 

Su rostro dibuja una sonrisa amplia y sus ojos rasgados se asientan más por la felicidad. Fue una de las primeras fotografías que le envió a Lina cuando apenas comenzaba a conocer el país. “Mire cómo es mi hijo, es guapísimo”, me dice ella, también sonriendo. Lina me mira a los ojos y suelta un suspiro. Ríe y se anima a mostrarme otros recuerdos. 

La misma sonrisa aparece en otra imagen de su hijo cuando era pequeño. Tenía una larga melena oscura como los súper stars de Salserín, la orquesta infantil que cautivó a América Latina. A Alejandro Quijada, dice su madre, siempre le gustó la salsa, pero también los videojuegos y la programación digital. 

Era un niño algo solitario, pero brillante. A los siete años fue diagnosticado con principios de autismo, una condición que puede modificar la forma en la que una persona percibe a los demás y socializa con ellos. “Estuvo en un proceso psicológico, y él lo entendió. Era demasiado inteligente, todos en mi familia lo admirábamos. No es porque sea mi hijo, pero me da mucho orgullo”, cuenta Lina. 

Sus habilidades cognitivas eran tan notorias que, saltando varios cursos, se graduó del colegio a los 14 años. A los 15, ingresó a la universidad. “Le echaban mucha broma y lo apodaron ‘el menorcito’. Ahí fue que conoció a Samantha, que fue su primera novia. A los 20 se me graduó de abogado. Por eso es que él conoce bien sus derechos y sabe también lo que le han hecho”, me cuenta Lina. 

Las fotografías que ahora recibe Lina son de un Alejandro mucho más flaco, con la piel pálida en ocasiones y escoriaciones, huellas de la sarna que afecta a gran parte de la población penitenciaría en Ecuador, aunque aún mantiene su sonrisa y el aire juvenil de un hombre de 24 años que aún espera salir del encierro. 

Durante sus primeros dos años en prisión, Alejandro Quijada vivía con ira. Había días en los que no podía dejar de llorar. Entonces, llamaba a Lina: “Por favor, mamá, sácame de aquí, por favor”, le imploraba. Sin embargo, su comportamiento en prisión era ejemplar: sus compañeros de celda lo querían —y quieren—. Incluso comenzó a llamar “papá” a uno de los caporales que mandan en una de las prisiones que lo confinó. 

Ahora, es él quien intenta tranquilizar a su mamá, sobre todo, después de las masacres carcelarias de 2021, en las que vio morir a muchos de sus compañeros —hubo al menos 323 personas asesinadas ese año. “A mí me preocupa mucho. Él ahora me dice que está bien, que no pasa nada. Pero yo conozco a mi hijo, y sé que no está bien. A veces temo que algo llegara pasarle, que me lo maten”, lamenta Lina.

Él ha aprendido a sobrevivir en prisión. Y muchos de sus amigos —a quienes les comparte alimento cuando sus familias tampoco logran depositar dinero— son ecuatorianos. En la pequeña pared que lo acompaña a diario en una celda con ocho personas encerradas, cuelga fotografías de su familia. Conserva el anhelo de salir y de regresar a Venezuela para desarrollar aquella aplicación, parecida a Facebook, con la que pretendía salir de la crisis económica y social que vive su país, cuyo gobierno ha censurado y restringido más de una vez a medios digitales y el acceso a Internet. 

Pero también hay un secreto que le duele, que todavía no ha podido decir en voz alta. Su padre, Roberto*, aún no sabe que está preso. Lina y Alejandro decidieron no contarlo por la grave situación de salud de su papá. Roberto ha sobrevivido a un infarto y no puede recibir un impacto más en su vida, han dicho los doctores. Él piensa que su hijo está en una universidad ecuatoriana. Alejandro Quijada se las idea para mantener esa mentira, con la que lo cuida. Tiene miedo, sin embargo, de que el tiempo se le agote, que la salud de Roberto se complique aún más, que no pueda recuperar la libertad para poder abrazarlo.

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A Lina* también el tiempo se le acaba. Le quedan tres días para encontrar una casa. Si no, no tendrá dónde dormir. El pequeño cuarto resquebrajado que le prestó una familia venezolana, en el sur de Quito, pronto será ocupado. Cuando llueve, su delgado techo de zinc vuelve a las gotas de lluvia puntillazos ensordecedores pero ha sido el hogar de Lina, una madre migrante venezolana, durante 17 días. 

Lina lleva en su bolsillo apenas dos dólares que se extinguirán en su próxima comida. Necesita veinte más. Si no los consigue, su hijo, Alejandro Quijada, no podrá comer, tampoco podrá comunicarse con ella. Dormirá con el estómago vacío, acostado en medio de la suciedad de la celda que lo confina en la cárcel de Latacunga, una de las tres mega prisiones ecuatorianas en las que en los últimos dos años han muerto cientos y cientos presos en violentos motines, condenados a la impunidad. 

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Karol E. Noroña
Quito, 1994. Periodista y cronista ecuatoriana. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, los efectos de las redes de delincuencia organizada en el país, el sistema carcelario y la lucha de las familias que buscan sus desaparecidos en el país. Ha escrito en medios tradicionales e independientes, nacionales e internacionales. Segundo lugar del premio Periodistas por tus derechos 2021, de la Unión Europea en Ecuador. Recibió una Mención de Honor de los Premios Eugenio Espejo por su crónica Los hijos invisibles de la coca. Coautora de los libros 'Periferias: Crónicas del Ecuador invisible' y 'Muros: voces anticarcelarias del Ecuador'.