Dice que hablar de esto no es fácil. “Duele admitir que uno ha hecho daño o ha sido una mala persona y, peor, que ha maltratado a quienes ama”, me dice Mario*. Él prefiere no ser identificado con su nombre y apellido porque siente vergüenza de haber maltratado a su novia. Decidió contar su historia para este reportaje para motivar a más hombres maltratadores a buscar ayuda, pero con la condición de que su identidad no sea revelada y no se expongan datos que lo puedan relacionar, como su profesión. “Asumo la responsabilidad de mis actos, pero no quiero que se me juzgue”, me dice.
Mario sometió a su pareja a insultos, empujones, golpes en los brazos durante casi año y medio. Ella no lo denunció. Más bien, le puso un ultimátum: “O vas a terapia o esto se termina”, le dijo.
En un inicio, Mario pensaba que nadie lo podía ayudar. “Que, de cierta manera, yo era defectuoso”, dice. El psicoterapeuta y psicólogo social Esteban Laso explica que “el despertar” de Mario es poco frecuente, pero sostiene que los hombres violentos sí pueden rehabilitarse. Dice que, desde la psicología, se considera que siempre puede haber cambios en el comportamiento de las personas. Disiente con quienes creen que los hombres agresores no pueden cambiar.
Elena Torreros García, doctora en psicología y subdirectora de Contexto, un exitoso programa español de rehabilitación de hombres maltratadores, coincide con Laso. “Que un profesional en específico no haya podido ayudarlo, no quiere decir que no se pueda generar un cambio”, dice Torrero.
Que un hombre cambie depende de varios factores. El primero, es el perfil del hombre maltratador que un individuo tiene. Laso dice que hay una clasificación que distingue tres tipos de violencia masculina: la impulsiva impredecible, la coercitiva —en la que los agresores son conocidos como cobra—, y la impulsiva —en la que sus agresores que la ejercen son conocidos como pitbull.
La mayoría de casos de hombres maltratadores, dice Laso, son tipo pitbull, como Mario. “Ellos son ampliamente rehabilitables”, dice Laso. Por estas dos razones, las sociedades deberían enfocarse en intentar rehabilitar a los maltratadores que ejercen este tipo violencia. Myriam Pérez, cofundadora de Idea Dignidad —fundación especializada en Derechos Humanos—, dice que en Ecuador casi no hay profesionales especializados en atender agresores. Como consecuencia, “tampoco hay programas enfocados a ayudar a hombres que ejercen violencia” a rehabilitarse.
Pero es imperioso que exista: según la Fiscalía General del Estado, en 2021 hubo 35.492 denuncias por violencia contra la mujer o un miembro del núcleo familiar. En lo que va del 2022, más de 9.600. La violencia psicológica es la que más se denuncia en las 24 provincias del territorio ecuatoriano.
OTROS CONTENIDOS SOBRE VIOLENCIA DE GÉNERO
Estas denuncias, sin embargo, no reflejan el verdadero volumen de la violencia machista.
Una cifra más realista, aunque también sea un subregistro, son las llamadas de emergencia al servicio ECU 9-1-1. En 2021 hubo 117.416 llamadas de auxilio por violencia intrafamiliar. Hasta marzo de 2022, 21.658. La mayoría, por agresiones a mujeres.
Si más hombres se rehabilitan, habrá menos posibilidad de reincidencia, y la violencia podría disminuir.
§
La violencia está anclada en el desarrollo de la masculinidad como concepto social. “Se tiene que contextualizar la violencia de género en función de cómo es su construcción de género y entender que la violencia de género es uno más de los síntomas de la forma en que está construido el género masculino”, dice Laso.
Su expresión impulsiva, o pitbull, emerge de lo que Laso llama “una intensa activación emocional del varón” —es decir, cuando se enoja, explota y agrede a su pareja porque no conoce otra forma de actuar. Conforme avanza la relación, la mujer se adapta y trata de evitar problemas o de calmar a su pareja. “Lo cual nunca resuelve el problema, sino que lo mantiene”, explica Esteban Laso. Como resultado, las agresiones aumentan en frecuencia y gravedad. “Cuando la violencia degenera en violencia física, normalmente la mujer ya está muy involucrada en la relación y ya no pueden romperla con facilidad”, explica Laso.
Mario vivió esa oscura ola creciente. A finales de 2018, comenzó una relación con Amanda*. “Cuando nos conocimos todo fue lindo, pero poco a poco mi machismo —que tampoco sabía que tenía— chocó con su estructura moderna de pensamiento, porque ella tiene conocimiento y entrenamiento en temas de género, además es una mujer feminista”, cuenta.
En 2019, empezó un emprendimiento con un amigo, y con él también llegaron problemas por el escaso tiempo que él le dedicaba a la relación. En el poco tiempo libre que tenía, por lo general, salía con sus amigos “para distraerme”. “Ella me decía que la descuidaba”, recuerda Mario. “Repentinamente me llenaba de ira y odio por dentro y actuaba en función de esos sentimientos porque sentía que todo el tiempo escuchaba reclamos, o me estaban atacando y me imponían exigencias”.
Dice que no entendía lo que ella pedía y cuando lo obligaba a hablar sobre los problemas de la relación o de sus problemas; él no sabía qué decir y se enojaba.
“Al principio empezaron los llantos en las peleas, luego vinieron los insultos, luego romper cosas y al final empujones y golpes en los brazos, que por suerte no llegaron a situaciones ‘alarmantes’. Todo esto era una señal de que algo estaba muy mal”, me cuenta Mario, hablando pausadamente y suspirando, como decepcionado. Con el paso del tiempo y los episodios de violencia, él entendió que esos sentimientos podían ser “su ruina”. Sabía que la violencia seguiría en aumento hasta llegar a niveles “irremediables”, como los llama.
Esteban Laso enfatiza que es importante entender que los hombres que ejercen violencia impulsiva —tipo pitbull— no quieren ser violentos. “Su intención es defenderse de lo que ellos consideran una agresión, una amenaza o una falta de respeto”, dice Laso.
Explica que en el momento que estos hombres son violentos, están ofuscados y quieren obligar a ver al otro su punto de vista. “El hombre tiene tan naturalizada la violencia que no es consciente de que la está ejerciendo y de que su reacción no es legítima, no es adecuada y no es justificable, pero no quiere hacer daño”, dice Laso. Mario prefiere no dar más detalles de esos momentos. En parte, por vergüenza, y en parte porque no se acuerda bien qué sucedió, como si tuviera vacíos en la memoria, pero cuenta que en dos ocasiones su vecina y su casero le reclamaron.
Los demás vecinos, en ocasiones, le pedían al guardia que llame a Mario por el citófono para pedirle que hiciera silencio. “Sentía mucha vergüenza de lo que pasaba al punto que no quería que me vieran entrar o salir del edificio en el que vivo”, cuenta Mario. “Poco a poco sentía que me deprimía y que estaba en un lugar oscuro y nada de lo que hacía servía. Y la única forma que tenía de transmitir mi malestar era enojándome y gritando”, admite.
Es una conducta recurrente en quienes ejercen la violencia tipo pitbull. No solo no pueden comunicarse con sus parejas sino que, peor aún, no saben comunicarse con ellos mismos e identificar sus sentimientos. “Aunque parezca irreal”, dice Laso. Lorena Cordovez, psicóloga experta en pareja y familia, explica que muchas veces las personas que ejercen violencia se han criado en entornos en los que no les han enseñado a observar y reconocer sus necesidades emocionales y estas han sido invalidadas. Por eso, explica Cordovez, es menos probable que sepan cómo se sienten o reconozcan que pueden necesitar ayuda.
Laso explica que cuando un hombre no puede comunicarse consigo mismo, no es consciente de lo que está sintiendo. “La ira le permite de alguna manera manejar las situaciones dolorosas y evadirlas”, dice Laso, poniendo de ejemplo a los políticos acusados de un hecho comprobado de corrupción: son los primeros en enojarse para defenderse. Cordovez concuerda. Explica que, por lo general, las personas violentas no han tenido modelos positivos para expresar la ira. Por eso, frente al dolor o frustración, responden con violencia. “Eso es lo que han visto en su familia, en la sociedad, no conocen otros modelos”, dice Cordovez.
Los agresores tipo pitbull suelen decirle a Laso en la consulta que se sienten bien. Pero es claro que no están bien: violentan a sus parejas y, en muchos casos, son adictos al trabajo, al deporte, al alcohol o a la comida. “Están sufriendo y no se dan cuenta”, dice Laso. Mario recuerda que una de las formas que tenía para sentirse bien era jugar fútbol con sus amigos o correr intensamente.
“Esa adrenalina te saca los demonios por un tiempo”, reconoce. Dice que sentía que todo iba a ir bien, porque ya se “había sacado todo de dentro y no volvería a pasar”. Pero solo era una sensación de bienestar momentánea. Después la ira, la rabia o la frustración volvían. Sobre todo cuando su pareja lo confrontaba para que hablara y le preguntaba cosas sobre sus sentimientos o de la relación.
§
En Ecuador no hay ningún programa desarrollado para rehabilitar a los hombres maltratadores. En otras partes del mundo existen, y hace mucho. Elena Torreros García, doctora en psicología y subdirectora del programa Contexto de España, diseñado para rehabilitar agresores, cuenta que este tipo de programas comenzaron en la década de 1990. Estaban a cargo del Estado. Solo trabajaban con hombres maltratadores condenados y en prisión, por lo que su acción era muy limitada.
Pero eso cambió en 2004, cuando en España se aprobó la Ley Integral de Violencia de Género que permite que las personas que cometen un delito de violencia de género por primera vez o cuya pena es inferior a dos años se acojan a una medida de sustitución de la pena privativa de libertad. Entre las alternativas, se incluye acudir a un tratamiento psicológico para reeducarse. Torreros García recalca que en España esta ley ha sido muy potente y la legislación ha ayudado bastante para que se generen los recursos para apoyarlos.
Torreros cuenta que Contexto nació en 2006 con el apoyo de instituciones penitenciarias de España y el Departamento de Psicología Social de la Universidad de Valencia al ver que los jueces podían derivar a los agresores a programas de intervención pero había un vacío porque casi no existían. Desde entonces, Contexto intenta rehabilitarlos. “Cambiar actitudes y conductas no es fácil”, dice. Por eso, estas terapias suelen ser largas. La idea es producir cambios en el agresor y así proteger a las víctimas, para que las mujeres dejen de sufrir violencia y detener los maltratos, cuenta Torreros.
“Nosotros trabajamos alrededor de un año con cada agresor. El tratamiento se hace en 33 sesiones que son aproximadamente 9 meses”, dice Torreros. En su programa, antes de comenzar el tratamiento, se evalúa a la persona. Al final de la terapia, se vuelve a evaluar. “Para recabar información y tener un perfil más adecuado de la persona que tenemos delante y también para evaluar la efectividad del programa”, dice Torreros, que es clara en su conclusión: “Yo te puedo decir que sí cambian, pero también que lo diga la ciencia”, dice con una sonrisa a través de la pantalla de zoom.
La mayor parte de las sesiones en Contexto son grupales porque es más fácil que los hombres aprendan con las experiencias de los otros. También se arman grupos de discusión sobre distintos temas. Los grupos son heterogéneos: hay hombres de diferentes edades, condenas por violencia de género con diferentes niveles de gravedad, nivel socioeconómico y nacionalidad.
Pero antes de unirse a los ejercicios de grupo, cada hombre tiene tres sesiones individuales en las que un profesional escucha y conoce la experiencia del agresor a profundidad para marcar un objetivo de cambio. Luego este plan es revisado a mitad de intervención y al final, en total, son cinco sesiones individuales.
En las tres primeras sesiones, por lo general, se puede evidenciar un cambio en la mayoría de los participantes del programa. Aunque no pueden reconocer toda la violencia, sí reconocen una parte de ella, la gravedad o las consecuencias de sus actos agresivos. Eso genera una adhesión al tratamiento, considerando que la mayoría de hombres acuden por una orden judicial. Elena Torreros explica que una vez que se ha logrado este primer paso en Contexto “trabajamos como por escalones más pequeñitos para que poco a poco la persona pueda asumir también que es un maltratador y eso es algo que genera impacto ”.
§
“Reconocerme como un agresor ha sido importante, y no quiero que esa etiqueta se convierta en una justificación para seguir haciendo lo que hice”, me dice Mario. “Quizás no fue mi culpa lo que hice, porque no tenía las herramientas ni el conocimiento para entender lo que sucedía, pero sí será mi culpa si sigo promoviendo un entorno de violencia ahora que sé bien lo que ha pasado conmigo”, dice.
Otro de los temas que se trabaja en el programa Contexto de España es explicar a los participantes cómo se genera el ciclo de la violencia y sus factores de riesgo, como el consumo de sustancias. Elena Torreros cuenta que una vez que se terminan las intervenciones, el programa hace evaluaciones de riesgo de reincidencia y seguimiento de dos años. “Cada tres meses los llamamos y cada seis los vemos para controlar que los cambios que se han producido se mantienen en el tiempo para detectar posibles situaciones de reincidencia”, dice. La tasa de reincidencia de los participantes de su programa es baja: apenas del 7,3%.
Suele suceder que los hombres que ya han salido del programa regresan por su cuenta, porque reconocen que están volviendo a tener sensaciones o emociones que habían abandonado, como ser celosos, dice Torreros. El éxito de este programa ha sido tal que en abril de 2022 su fundadora, Marisol Lila, viajó a Costa Rica para adaptarlo a la realidad del país centroamericano. En años anteriores, este programa se introdujo en el sistema penitenciario de Croacia.
Aunque al principio iban solo hombres por orden judicial, desde 2013, a Contexto comenzaron a llegar varios voluntariamente. “Ahora el 20% de los hombres que acuden son voluntarios y esto va subiendo a mayor difusión del servicio y también a mayor conciencia social, por eso es tan importante el mensaje de que sí que se puede cambiar”, dice Torreros.
Ese es un paso trascendental, pues los hombres no suelen ir a terapia a menos que hayan sido obligados por orden judicial. Además, ir a terapia va en contra de la recurrente idea de que tienen que ser autosuficientes y deben resolverlo todo. Myriam Pérez, de Fundación Dignidad, explica que es habitual observar que un hombre intente resolver todo por su cuenta y su última opción sea pedir ayuda. Explica que esta cualidad ha sido construida dentro de su rol de género.
Otro de los motivos para que un hombre no asista a terapia es “ porque implica ponerse en una situación de vulnerabilidad. “Para muchos, es prácticamente imposible y les parece amenazante hablar de sus sentimientos”, dice Laso.
En América Latina los servicios psicológicos para hombres son iniciativas pequeñas, pero hay avances. En diciembre de 2021, la Secretaría de Cultura de Bogotá implementó la Línea Calma para prevenir los casos de violencia de género y la resolución de situaciones de conflicto emocional en hombres mayores de 18 años, dice su página web. Henry Murrain, subsecretario de Cultura, Recreación y Deporte de la capital colombiana, dice que la idea de crear esta línea nació porque las cifras de violencia contra las mujeres siguen siendo muy altas.
Ahí surgió una pregunta: “¿qué está faltando en las estrategias que se han desarrollado?”, dice Murrain. En ese momento, dice, se dieron cuenta de que los hombres no trabajaban en sus emociones. “Y por ende no se habían desarrollado iniciativas de transformación de roles”, dice Munrrain.
Antes de implementar la línea, una investigación municipal reveló que el 55% de las agresiones eran después de una crisis de celos. “Ahí entendimos el pésimo manejo de las emociones de parte de los hombres en una sociedad machista como la nuestra”, dice Murrain. Según él, en la encuesta también se descubrió que el 70% de los hombres decían que si existiera un espacio en el cual ellos pudieran aprender a tramitar sus emociones y hablar con alguien para procesar mejor, la usarían.
“A punta de multas sanciones y encarcelamiento, no se cambia una sociedad”, dice Murraín, y agrega: se necesita una transformación cultural que involucre a los hombres.
En Quito, la capital ecuatoriana, hace poco empezó un programa que tiene objetivos parecidos. Funciona en el Patronato San José y es un programa llamado Club de Hombres por el buen trato. El Patronato lo describe como “un espacio de reflexión sobre los roles sociales y erradicación de la violencia contra la mujer” con el objetivo de que el hombre “diferencie entre ser macho y un hombre”. Hasta el momento a este programa han acudido 541 hombres que en los talleres han aprendido a conocer sus emociones, como la ira y la frustración. Este servicio es gratuito y abierto a todo público.
§
En Ecuador, el desafío cultural incluye a los profesionales de salud mental. Mario cuenta que por casi un año fue donde un psicólogo que, dice, lo ayudó “bastante”. Pero decidió dejar de ir, porque muchas veces sentía que el terapista tenía “expresiones y formas machistas” que lo incomodaban.
“Una vez que le conté el motivo por el que habíamos peleado con mi pareja —donde hubo gritos e insultos— sentí que me dio la razón y me dijo “esa mujer está loca”. En otra ocasión, dice, en la que habían cesado las peleas por una temporada, en vez de alentar que la situación siga así se rió y le dijo “qué milagro que no haya habido peleas”, recuerda Mario.
Para trabajar tanto con víctimas como con agresores, el terapeuta debe entender que este es un problema estructural y de relaciones de poder, que manejarlo requiere una formación específica y no basta con haber estudiado psicología. La trabajadora social Myriam Pérez, dice que, al trabajar con casos de violencia de género es frecuente ver a psicólogos que no están especializados y terminan revictimizando a quienes la sufren, por lo que “en un punto ya no creen en nada o nadie”.
Con esta realidad se siente identificado Mario. “Cuando me tocó no supe qué hacer y culpé a mi pareja de lo que pasaba”, me dice. “Me hubiera gustado saber qué hacer o a dónde acudir, porque cuando me di cuenta que las cosas se salían de control, sentía que solo debía aguantar o salir corriendo. Esperaba que las cosas se solucionaran por sí solas, pero eso nunca pasó”, me dice Mario.
“Ahora sé que un psicólogo debería estar entrenado para ayudar a hombre como yo a entender los sentimientos propios y ajenos y a dar herramientas que ayuden a cambiar los comportamientos perniciosos” , me dice Mario.
A este problema cultural, se suma lo institucional: en Ecuador casi no hay profesionales especializados en atender y rehabilitar hombres maltratadores y agresores. Myriam Pérez dice que en caso que un día existan estos programas en Ecuador, las intervenciones con hombres agresores deberían darse en grupo y con hombres que se hayan cuestionado su masculinidad y deconstruido. “Es más fácil que un hombre escuche a un par suyo”, afirma.
Mario cuenta que una de las cosas más importantes que aprendió en su terapia es cómo funciona la ira. “Yo no tenía freno y sentía hervir por dentro. Ese exceso de ira, comprendí, no lo provocaba ella o la situación incómoda, sino que provenía del pasado, de mi estructura mental, de cómo me criaron mis padres y mi entorno social. Entender eso me ha producido muchos sentimientos contrarios”, me dice. Mario me cuenta que ha llorado mucho. “He sentido vergüenza de mis acciones, he pensado en todo el dolor que he causado con mis palabras y mis actos”.
Leonardo García, experto en masculinidades, explica que la violencia es un aprendizaje social y cultural. “Hay que apostar por construir las posibilidades para que los hombres puedan construirse lejos fuera de la violencia” explica García.
Mario siente que ha cambiado pero necesita seguir en esa senda. “Mis episodios de ira han disminuido en un 50 o 60%, pero siento que el 40% restante afecta a mi vida y me hace sentir mal”. Además, dice que muchas veces se siente impotente porque cree que ya he hecho todo y que no funciona. Sin embargo, luego reconoce que el cambio es todavía posible. “La pregunta es quién nos ayuda”, me dice antes de terminar nuestra conversación.