Texto de José María León
El domingo 7 de febrero de 2021 fue, como todos los domingos electorales de la historia reciente ecuatoriana, de intenso sol, lánguidas nubes y veredas de concreto abrasivas. Pero, a pesar de que miles de personas pululaban de aquí para allá por las calles de Quito, dejando sus carros parqueados en veredas más o menos distantes de sus recintos electorales, fue una jornada electoral como ninguna otra. Si el lugar común dice que las votaciones son una fiesta democrática, la del 7 de febrero en Quito tenía el ambiente enrarecido de las celebraciones forzadas a las que, por obligación, a uno no le queda más que ir.
Lo cierto es que la pandemia del covid-19 alteró la logística del voto. Con mascarilla, distanciados, siguiendo caminos unidireccionales, más de 12,8 millones de personas votaron dentro del territorio ecuatoriano. Otras más de 400 mil, lo hicieron en el extranjero.
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En Quito, la paciencia fue la divisa de cambio en medio de la aglomeración de la mañana. No hubo comerciantes vendiendo espumilla, ni frituras de toda ralea —apenas unos pocos plastificadores ofertaban su servicio. Hubo, sí, muchos policías y militares, dando indicaciones, mostrando el camino a las juntas del voto, discutiendo con los votantes por la distancia, la mascarilla, alargando los procedimientos de entrada y salida que hicieron que, al menos durante la mitad del día de las votaciones, las colas se multiplicaran cuadra por cuadra, dieran vueltas y, en ciertos recintos, empezaran donde también terminaban.
A pesar de que se esperaba un alto ausentismo por el miedo a la propagación del covid-19, la gente salió a votar. Fueron jóvenes y viejos, familias enteras. Cautelosas, solitarios, dubitativos y resueltas poblaron las veredas, entraron a las juntas, mostraron su cédula y el rostro (por unos breves segundos, apenas), y fueron detrás de los pequeños biombos para cumplir con la obligación y ejercer el derecho. Con más del 97% de los votos escrutados, se contaba cerca de los niveles de 2017, la anterior elección presidencial —en la que, obviedad, no había pandemia.
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A las cinco de la tarde, como en cualquier otro año, las sirenas sonaron en todo el Ecuador. En Quito, fue un bramido continuo y persistente, distinto a la intermitencia alarmante de esas otras sirenas que los quiteños han escuchado con angustia en los últimos once meses —las que anuncian que los hospitales se siguen llenando, que las unidades de cuidados intensivos ya no dan abasto. La de la tarde de hoy, en cambio, anunciaba que las votaciones se cerraron. Las calles se vaciaron, como en los peores días de la emergencia sanitaria, pero ya no por miedo a la propagación del covid-19, sino por la expectativa de los resultados electorales.