María* decidió separarse de su pareja el día que él la golpeó delante de sus hijos. “Me partió la nariz, me partió la boca y empecé a sangrar. Quise disimular frente a mis hijos pero fue inevitable porque el golpe fue muy duro”, dice mientras su hijo de un año juega con los cabellos rizados de ella. María llegó de Venezuela a Ecuador huyendo de su agresor. Ella y otras veinte venezolanas sobrevivientes de violencia de género participaron en un taller de apoyo para mujeres en esta situación de riesgo.
María, sus diecinueve compañeras y diecinueve niños y niñas se bajan de un bus blanco en una hostería al norte de Quito. Todos llevan mochilas, gorros y mascarillas. Algunos niños juegan con sus mamás y otros, los más pequeños están dormidos en sus brazos. Forman una fila mientras les dan la bienvenida al taller Abrazo Sororo, una iniciativa de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y Alas de Colibrí —una organización de la sociedad civil dedicada a la defensa de los derechos humanos con un enfoque de género— para conmemorar los 16 días de activismo, que fueron desde el 25 de noviembre hasta el 10 de diciembre. El taller, dice Verónica Supliguicha, coordinadora general de Proyectos de la Fundación Alas de Colibrí, sirve para “crear un espacio de encuentro entre mujeres que han tenido las mismas vivencias” y visibilizar la presencia de las mujeres migrantes como personas que están viviendo situaciones complejas.
Las mujeres y los niños suben unas escaleras y se sientan juntos. La psicóloga de Alas de Colibrí, Carolina Carrión, les da la bienvenida. Antes de empezar con el taller, les pide a las mujeres y sus hijos que se levanten de sus asientos. Todas empiezan a cantar “el barco rema, rema y rema sin timonel”. Las mujeres y sus hijos e hijas, mueven sus brazos, piernas al ritmo de la canción. Se ríen. Diez minutos después, los niños van a jugar al patio con personas de Alas de Colibrí que los supervisan. Las mujeres se quedan solas y ya no hay gritos de niños, solo silencio. Carolina Carrión, psicóloga de Alas de Colibrí, habla.
“¿Qué es violencia?”, les pregunta la psicóloga a las mujeres que están sentadas en una mesa redonda. Un breve silencio se rompe cuando una de ellas responde: “maltrato”. Le sigue otra que dice: “miedo”. “Temor de ser uno mismo”. “No te puede golpear pero verbalmente te maltratan”. Nadie se queda callada. Todas saben y han vivido violencia en algún momento de su vida. La vivieron en Venezuela, en Ecuador o en otro país de paso. Sus casos no son únicos. Es la realidad de muchas mujeres migrantes diariamente se enfrentan a diferentes formas de maltrato.
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Carolina pide a las 20 mujeres que dibujen qué es la violencia. Les entrega cartulinas, acuarelas y pinceles. Algunas eligen el negro, rojo o azul para representar la violencia de la que alguna vez fueron víctimas. Todas esperan unos minutos antes de pintar la cartulina blanca. En silencio, comienzan a hacerlo. Algunos dibujan corazones rotos, lágrimas, rejas. Junto a los dibujos escriben: “No sirves”, “No vales”, “Gritos”, “Insultos”, “Celos”. Sus dibujos son historias, sus propias historias. Cuentan aquello que en algunos casos nunca antes pudieron contar.
María sale por unos minutos del salón. Se sienta en un pedazo de tronco, rodeado de un césped verde, donde hay sombra. Durante tres años, María fue víctima de violencia por parte de su expareja, cuando aún vivía en Venezuela. Ahora, en Ecuador, mientras se protege del sol de mediodía cuenta que empezó a darse cuenta de las agresiones cuando él se apropiaba de sus cosas. “Era él quien decidía sobre mis cosas”, dice. No permitía que los hijos de ella de su primer matrimonio se subieran a su auto. “Yo le decía que no, que ese era mi carro y que ese carro era de mis hijos. Y ahí siempre venía el maltrato. Me pagaba o me insultaba”, cuenta.
La psicóloga Carolina Carrión dice que la mayoría de casos que han atendido de mujeres migrantes son por violencia física. Explica que en la mayoría de casos, esa violencia viene acompañada de insultos y humillaciones. Sin embargo, reconoce que hay una normalización de que “si es que te pega está mal porque te dejó un moretón, pero si te grita es normal, si te humilla es normal”. Carrión dice que hay otra forma de violencia a la que están expuestas: la explotación laboral por parte de sus parejas. Pero estas, continúa, son invisibilizadas.
María recuerda el episodio que hizo que tome la decisión de huir: su expareja no quería llevar a sus hijos del primer matrimonio al cementerio para que llevaran flores a su papá. “Él me dijo que no. Yo le dije que no se pusiera con celos porque Juan estaba muerto. Y se alteró” dice y cuenta que mientras él manejaba comenzó a golpearla. Ese fue el día que supo que no podía aguantar más. Su voz se entrecorta, y hace una pausa para decir que no podía permitir que sus hijos vivieran eso. Ellos fueron su motivación para decidir salir de Venezuela y dejar a su expareja. Aunque ya no lo ve y siente alivio, estar lejos de su familia y estar sola a cargo de sus hijos son otros problemas a los que hoy se enfrenta.
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Verónica Supliguicha dice que los espacios en los que mujeres se reúnan son clave para que sientan un verdadero apoyo. Talleres como el de Abrazo Sororo, dice, “generan un espacio donde puedas sentarte a conversar, encontrarse con otra persona que mas o menos ha vivido tú misma experiencia, consideramos que es bastante gratificante para ellas”.
El taller busca rescatar las fortalezas que tienen las mujeres migrantes víctimas de violencia de género. Además propone “generar un espacio de descanso, de recuperar fuerzas emocionales y físicas”, dice Supliguicha.
María y otras diecinueve mujeres son parte de este espacio porque todas comparten una misma historia: en algún momento de sus vidas fueron agredidas. Ninguna de ellas había hablado frente a un grupo sobre lo que les ocurrió. La psicóloga Carrión explica la importancia de estas terapias: permiten prevenir posibles casos de violencia y que todas puedan apoyarse unas a otras.
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Esther* es venezolana y tiene 33 años. Llegó a Ecuador el 9 marzo de 2020. Antes vivía en Colombia con el padre de su hija. Esther, trigueña de cabellos rizados y negros, cree que las agresiones comenzaron porque en Colombia estaba sola con su expareja. “Yo me imagino que como ahí estábamos solos y no estaba mi familia, allí fue donde comenzamos a tener los problemas. Se tornó en una persona muy agresiva”, dice. Pero las agresiones ya habían comenzado en Venezuela. En Colombia fueron escalando.
“La violencia en Venezuela fue más que todo psicológica y verbal”, dice Esther. Recuerda que empezaron cuando emprendieron su negocio de comida juntos. “Me decía tú no sirves para esto, tú no sirves para lo otro, tú no haces las cosas bien. Cosas que hieren más que los golpes”. Pero cuando salieron de Venezuela por la crisis del país y llegaron a Colombia, comenzaron los maltratos físicos.
Ser mujer y migrante, explica María Amelia Viteri, representa una extrema situación de vulnerabilidad. La antropóloga especialista en género dice que una de las vulnerabilidades más grandes de ellas es que pierden sus redes de apoyo “y la mayoría del tiempo es tu red de apoyo la que te salva de una violencia de género”. Viteri explica que las personas en las que ellas confiaban en sus países de origen y de una u otra manera podían protegerlas, no están. A eso se suma que un país nuevo no siempre conocen el sistema público para atender estos casos, no saben a quién acudir, o en quién confiar. Esto permite que los violentadores “se aprovechan de esa situación de absoluta vulnerabilidad para controlar la vida de las mujeres”, dice Viteri.
Esther reconoce que lo más complicado de separarse fue acostumbrarse a estar sola y en otro país. Recuerda que la razón que le impedía dejar a su pareja era “el miedo de sentirme sola en un lugar donde no conozco a nadie, donde no tengo a nadie” y que estaba embarazada de él.
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Cuando su hermano de Venezuela llegó a Colombia supo que no podía esperar más para dejar a su pareja. “Yo dije ‘por lo menos tengo mi hermano, y él me dijo tienes mi apoyo, ya no estás sola”. Los dos decidieron migrar hacia Ecuador.
El camino de las mujeres migrantes no es fácil. María y Esther son apenas dos historias de las cientos que viven todos los días mujeres en situación de movilidad humana. Muchas de ellas tienen que sortear dificultades desde que salen hasta que llegan. La antropóloga Viteri reconoce que otros de los obstáculos es que “en el trayecto las mujeres tienen mayor vulnerabilidad de ser violentadas sexualmente, violentadas física y psicológicamente”. Pero, explica, los problemas continúan cuando llegan al país. “Siguen siendo sujetas a formas no solamente de violencia física, psicológica y sexual sino también discrminacion laboral y xenofobia”, dice Viteri.
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Las veinte mujeres que pintaron con acuarela ahora escriben en una cartulina en forma de hoja de un árbol las fortalezas que las ayudaron a combatir la violencia. Cada una pega su hoja en un tronco que está en otra cartulina en el centro de la sala: “fortaleza”, “luchadora”, “guerrera”, “fuerte”. Veinte palabras que demuestran el valor de todas ellas, mujeres migrantes que han sobrevivido a casos de violencia de género. Todas tienen una historia similar: vinieron de Venezuela, lo dejaron todo —sus amigos, familia, trabajo—, y han luchado para poder buscar un futuro libre de violencia.
El árbol de papel se llena. Entre tanto las mujeres sonríen y se aplauden. Después de cuatro horas el taller acaba y las mujeres salen al patio para encontrarse con sus hijos. Los abrazan. Juegan con ellos en una piscina mientras ríen y conversan entre ellas. Por un momento parecería que descansan de lo que hay afuera de ese hotel: sus historias de violencia y las secuelas que todavía las acompañan.
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