En los últimos cuatro años he conocido a muchas personas de varias partes del Ecuador con quienes hemos organizado limpiezas de playa de mar, ríos, lagunas y manglares. Han sido más de 500 mingas. Son muchas pero aun no me acostumbro a ellas. Y espero nunca acostumbrarme. Cada jornada, que en promedio dura tres horas, termina con mínimo 40 sacos de entre 10 y 1000 kilogramos llenos de tapas, vasos, cubiertos, platos y botellas plásticas. Desechos que son parte importante de nuestra vida diaria, de nuestra comodidad y de nuestro egoísmo. 

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Desde 2018 decidimos que en las jornadas, además de pesar cada saco, contaríamos artículo por artículo para tener datos que evidencien mejor lo que encontrábamos. Ese año descubrimos que el 86% de lo recolectado fue desechos plásticos, de esos, que el 75% era no reciclable (al menos no aquí en Ecuador) y que 16 de los 20 artículos más encontrados fueron tapas plásticas de botellas, vasos plásticos, colillas de cigarrillos. 

Nuestros residuos son el reflejo de los hábitos de consumo y las decisiones de compra. Estas suelen ser casi automáticas y nos hace elegir un producto o adoptar un comportamiento que nos hace sentir bien. Es ahí cuando priorizamos lo que nos conviene más o nos hace la vida más fácil en vez de elegir lo que es más sostenible o tiene menos impacto ambiental y social. Vivimos alimentando nuestra comodidad. 

Hablar de la contaminación por plástico, del daño sobre lo que estos desechos le hacen a la vida marina se ha vuelto un discurso repetitivo y aburrido que no cambia nada. Millones de usuarios compartieron la foto del caballito de mar con un hisopo pero parecería que la indignación se queda ahí. Hablar de que esta contaminación también afecta la salud humana es como decirle a un fumador que deje de fumar porque es perjudicial. Impacta cada vez menos. 

Los seres humanos somos reactivos: esperamos a que las cosas sucedan o nos asusten para responder. 

¿Quién paga, realmente, el precio de esta cultura del descarte? Es la generación que hoy no puede decidir por ella misma, los niños que no deciden qué comprar en el supermercado. Son los mismos que no alcanzaron a conocer una playa con más conchas que tapas plásticas, o un manglar sin fundas en sus raíces, o una orilla sin microplásticos en la línea de marea o un  río sin tapas de tarrinas flotando.

A los que nos quita el sueño este problema, nos mueve el deseo de recuperar lo perdido, de inspirar el cambio y de presionar a que los responsables se hagan cargo. 

Pero el reto más grande, en realidad, es lograr empoderar a los consumidores, hacerles entender que sí tenemos el poder de decidir qué se comercializa y qué se deja de producir. Este reto implica educar a cuantas personas podamos educar.

Como individuos nos sentimos pequeños ante esta ola de malas decisiones. Pero la realidad es que somos nosotros, los individuos comunes y corrientes, los que seguimos financiando que se sigan fabricando artículos de materiales que gastan recursos no renovables para terminar en botaderos a cielo abierto, espacios naturales, carreteras o cualquier rincón de este planeta. 

La solución no es solo una. Lo que necesitamos es una solución integral que involucre a los gobiernos, las industrias, los activistas y la ciudadanía. Pero antes de que eso suceda tenemos que dar un paso importante: aceptar que estamos haciendo mal las cosas y que estamos viviendo una emergencia.

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La basura plástica también es culpable de la crisis climática porque al descomponerse libera sustancias químicas, sin importar donde haya sido desechada. Cuando estos plásticos están expuestos a la radiación solar emiten dos potentes gases de efecto invernadero: metano y etileno. De todos los plásticos, el polietileno (fundas, cabos de pesca, entre otros) es el que más emite estos gases, además es el polímero sintético más utilizado y desechado de nuestro planeta. 

Todo artículo plástico, sea diseñado para desecharse o no, está destinado a ser resistente y durar. Esto provoca que con el tiempo y el calor se fragmente en pedazos más pequeños hasta llegar a ser microplásticos (menos de 5 milímetros de diámetro, más pequeño que una tachuela). Pero el plástico que fue concebido para durar y mucho, está siendo desechado como si su uso fuera de una sola vida. 

En el Ecuador este tema está empezando a cobrar importancia. El 12 de diciembre de 2019, fue el primer debate del Proyecto de Ley Orgánica para la Racionalización, Reutilización y Reducción de Plásticos de Un solo uso en el Comercio. Luego de dos horas de intervenciones de asambleístas y de la exposición de Esteban Albornoz, presidente de la Comisión de Desarrollo Económico, Productividad y Microempresa, fue evidente que, en su gran mayoría, apoyan la idea de regular plásticos de un solo uso —todo lo desechable como vasos, platos, sorbetes botellas— en el Ecuador.

Además de la Asamblea, el presidente Lenín Moreno sumó al Ecuador como miembro de la organización Alianza del Pacífico —una iniciativa regional conformada por Chile, Colombia, México y Perú— que tiene entre sus compromisos llegar a eliminar el plástico de un solo uso, a través de compromisos y plazos concretos. 


El Presidente deberá ser coherente con su promesa en la Alianza del Pacífico, cuando llegue la Ley —que aún no pasa a segundo debate— para el veto presidencial.

Mientras tanto seguimos evidenciando esta contaminación, y deberíamos seguir educando, uniendo esfuerzos, siendo consumidores responsables, y luchando para salir de esa comodidad que nos desconecta de lo real y que nos fragmenta como el plástico en el mar.