Daykeli se amarra la chompa alrededor de su cintura y empieza a preparar comida con una cocina, platitos y vasos imaginarios. Daykeli tiene seis años y le gusta jugar a ser la mamá.  Sus respuestas son cortas y terminan con una risa tímida, mientras se esconde entre los brazos de su madre, María, de 28 años. Mientras su madre, le hace unas trenzas a su hermana Deisy, un año menor, Daykeli empieza a cocinar las imaginarias lentejas, evocando a las reales que comían en Venezuela, donde el dinero apenas les alcanzaba para comprar solo granos. Por eso, su familia se fue de su país, y llegaron a Quito en junio de 2019. Daykeli y Deisy dejaron de ir a la escuela hace seis meses, cuando su mamá les dijo que tenían que dejar su casa en Punto Fijo, en el estado Falcón, Venezuela, porque ya no tenían dinero para vivir ahí. Ahora, las calles, los albergues y las veredas quiteñas son los lugares de juego de niñas y niños migrantes venezolanos. 

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Al mediodía, en la frenética avenida de los Shyris, al norte de la capital del Ecuador, María está parada bajo la sombra de un árbol de pocas ramas. Daykeli y Deisy la acompañan, como todos los días, de diez de la mañana a tres de la tarde, o hasta que un policía metropolitano les diga que se vayan. “Es que nos multan”, dice María. Desde diciembre de 2019, la Agencia Metropolitana de Tránsito (AMT) de Quito prohibió la venta informal en los semáforos. Según María, varios vendedores ambulantes de la zona han sido sancionados con una multa de 193 dólares. Aunque a María no la han sancionado, solo imaginarlo la pone nerviosa: con eso vive y come durante mes y medio. “Mamá, ahí vienen los metropolitanos, vamos, corre, corre, corre”, le dice Daykeli a su madre cuando ve a los policías acercarse a la calle donde venden chupetes. Corren, se esconden en una de las calles cercanas y miran desde lejos si ya se han ido. “Mi hija le tiene miedo a los policías”, dice la mujer. 

Las niñas acompañan a su madre a trabajar en la calle, porque no tiene quién las cuide. Como Daikely y Deisy, 54 mil niños y niñas migrantes venezolanos en Ecuador no asisten a la escuela, según Unicef. 

Entre otros motivos, los niñas y niños migrantes venezolanos no van a la escuela, dice la experta en migración Gioconda Herrera, porque sus familias no se terminan de asentar. Muchas llegan a Ecuador sin saber si se quedarán o seguirán su camino. Pero, más allá de retrasar sus estudios, los niños migrantes están expuestos a “la callejización, una situación de extrema vulnerabilidad en la que son objeto de muchos riesgos”, explica Herrera. Esos peligros van desde el reclutamiento forzado para procesos de trata, mendicidad o simplemente la exposición física a la calle, los autos, la contaminación. 

Daykeli y Deisy pasan el día sentadas a los pies de su madre, viéndola vender chupetes. María las ve con algo de reproche propio. “Me voy a poner las pilas para ponerlas a estudiar porque eso sí quiero: que estudien”, dice, “aquí en la calle no aprenden nada bueno”. En Ecuador apenas 45 mil niños y niñas venezolanos van a la escuela, según el Ministerio de Educación. De acuerdo a Unicef, la cifra es menor: 34 mil. De ellos, el 10% asiste a educación inicial, el 80% a educación básica y apenas el 8% al bachillerato. 

Lograr un cupo escolar es un trámite bastante engorroso para los padres de niños migrantes, principalmente porque es casi imposible conseguir certificados de estudio que avalen su pase de año. En julio de 2019, María fue al Distrito de Educación La Delicia, ubicado en Pomasqui, para que sus hijas puedan empezar a ir a la escuela. Tomó un ticket y en ese momento pidió información. Le pidieron las partidas de nacimiento, las cédula y las cartas andinas —documentos de control migratorio obligatorios para ingresar a los países de la Comunidad Andina de Naciones (Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia)

Pero eso no fue todo, Daykeli y Deisy tenían que dar un examen de ubicación para saber si podían pasar a segundo y tercer grado, o si tenían que repetir el año que ya habían cursado en Venezuela. Pero, los exámenes aún no llegaban del Ministerio de Educación. Le dijeron a María que tenía que estar pendiente, que tenía que volver para cerciorarse de si ya podían darlos o no. Han pasado seis meses y aún no recibe respuestas. La última vez que fue, le dijeron lo mismo: los exámenes aún no llegan. El Ministerio asegura que a los niños migrantes se les garantiza la educación sin ningún tipo de discriminación y que, como personas en situación de vulnerabilidad, tienen un trato preferencial. 

Es un mal extendido por todos los países latinoamericanos tocados por la diáspora venezolana. Recién en 2018, el Ministerio de Educación de Colombia permitió que los niños venezolanos puedan estudiar en los colegios públicos. En Brasil,  cerca de 2, 8 millones de niños y adolescentes no van a la escuela, algunos de ellos son venezolanos.  La falta de espacio y escuelas es uno de los principales problemas.

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En un semáforo de la avenida 6 de Diciembre y Portugal, en el norte de Quito, está Dreimar, una vendedora ambulante de 27 años, con sus hijos de 11 y 12 años y un bebé de ocho meses. Hace un año, Dreimar llegó a Ecuador desde Venezuela para empezar una nueva vida. “Pero sigo en un semáforo con mis hijos”, dice, triste. No ha podido conseguir un trabajo estable porque no tiene sus documentos en regla. Los hijos de Dreimar, al igual que las de María, tampoco han podido ir a la escuela. La vida de sus hijos “se ha hecho difícil porque los niños no tienen vida social”, dice Dreimar, con la voz cargada de culpa. “Sabes qué es lo más difícil”, dice, “que te grite en la cara y te diga mamá yo quiero estudiar y quiero jugar y tú no me dejas”. La migración causa estrés en todos, dice la psicóloga clínica Susana Baldeón, y los niños, aunque migren con su familia, la padecen también: deben enfrentarse a un futuro incierto, discriminación y cambios sociales y culturales, dice la Unicef

Para que puedan lidiar con el estrés de dejarlo todo e irse a un nuevo país, necesitan a sus padres. El problema es que muchos padres no están en condiciones de darles la atención y apofyo que necesitan. “Ese es el riesgo”, dice Baldeón, “cuando no tienen una red familiar fuerte están en altísimo riesgo y pueden ser víctima de abusos”.  

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Son las doce del día y Dreimar está sentada en la baldosa fría, afuera de una agencia bancaria, en la avenida Portugal. Su día empieza en un parque, donde duerme con sus hijos bajo la inclemencia del clima. Sale del parque hacia la esquina donde trata de vender chupetes y caramelos. Su jornada termina al anochecer, o cuando la lluvia o los problemas con otros vendedores callejeros la terminan tempranamente. 

Vivir la infancia en la calle es asumir una vida llena peleas callejeras, mucho frío o mucho calor. Un vendedor ambulante, que trabaja en otro semáforo, llega y empieza una pelea con el hermano de Dreimar, que limpia parabrisas. Ella le encarga a su bebé a su cuñada para ir a defender a su hermano y aleja a sus hijos, quienes miran sin extrañeza, como si estuvieran acostumbrados a lo que está pasando. Los niños no dicen nada, como si esa no fuera la primera vez que escuchan o presencian una pelea. Pero su silencio lleva una carga que, en un futuro no muy lejano, podría volverse demasiado pesada.

Muchos niños migrantes que no van a la escuela, tienen que enfrentarse a situaciones similares todo el tiempo. En un mundo de adultos, no son escuchados, no son importantes, son maltratados. Cuando se trata de niñas migrantes su peligro se multiplica por dos: están en riesgo por su edad y su género. 

Los peatones pasan sin notarlos,  como si fueran invisibles. Otros, con cierta incomodidad, los miran de reojo. Con las manos dentros de los bolsillos de una chompa con las mangas rotas, Dreimar dice “mis hijos quieren irse de aquí”. Ellos no quieren estar más en un semáforo, no quieren. Varias veces, en la misma esquina de siempre, ha escuchado la misma queja de siempre: “Ma yo no quiero estar aquí”. Dreimar dice “en verdad los comprendo, esto no es vida para ellos”. Su vida está en otra parte: en las aulas o los patios de una escuela. Pero la tramitología y el peso de la burocracia aún lo están impidiendo.

El tiempo pasa y la edad escolar se consume. “Yo salto más lejos”, le dice Daykeli a su hermana Deisy. María, su madre, las mira y se consuela: aunque tengan que trabajar en la calle, al menos tienen algo que comer todos los días. “No pasamos lo que pasamos en Venezuela”, dice María. Tampoco viven su infancia en uno de los países más peligroso de la región. Pero lo que el Ecuador les ha dado, tampoco es lo que los niños y niñas migrantes necesitan: documentos como el Modelo de Gestión para la prevención y la Erradicación del Trabajo Infantil o la Norma Técnica e Instrumentos Técnicos para Erradicación del Trabajo Infantil, aprobadas en 2019 por el Ministerio de Inclusión Económica y Social parecen no ser suficientes. 

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No ir al a escuela es un peligro que va más allá del simple retraso en la formación académica. La psicopedagoga María de Lourdes León explica que se afecta la autoestima, capacidad de análisis, e incluso los conocimientos culturales. “Pierden la oportunidad de socializar con niños de su edad, de hacer amigos, hay deficiencia en el desarrollo de habilidades, menos oportunidades de explotar talentos, más posibilidad de caer en problemas de violencia, drogas, entre otras”. El futuro entra, literalmente, en juego. León explica que para esos niños será más difícil conseguir empleo, una carrera profesional o un buen salario. “Por ende, habrá más probabilidades de que vivan en un nivel socioeconómico bajo, tengan menor competitividad, incomprensión de derechos, obligaciones, responsabilidades”, dice León. En la calle, a pie de un semáforo habrá poco que puedan aprender —y será mucho lo que pierdan.