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La primera vez que Marian Gutiérrez vio al hijo que llevaba en su vientre tenía diecisiete semanas de embarazo y un día de viaje. Había llegado a San Antonio de Táchira, la ciudad venezolana que se mira cara a cara con Colombia, donde la centrífuga de la crisis humanitaria ha expulsado en los últimos cuatro años a cuatro millones y medio de personas del país que, alguna vez, fue el más rico de la región. Hoy, sus índices económicos y sociales están entre los peores del mundo: Venezuela cerró 2019 con una inflación récord de 200 mil por ciento, Caracas es la capital más violenta del planeta y la muerte neonatal está cerca de duplicar el promedio latinoamericano

Tres semanas más tarde, el 23 de agosto de 2019, Marian —18 años, las mejillas blancas con ligeras manchas marrones por los estragos del embarazo, la barriga como una promesa redonda— está en Tulcán, Ecuador, a más de dos mil kilómetros de Hato Viejo, Yaracuy, su estado natal y punto de partida de su odisea, y habla, en sonrisas breves y melancólicas, de esa primera foto, hecha en un eco. 

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De un cubre almohadas saca una carpeta desgastada, dentro está la imagen. “Me dieron la foto, un poco de papeles ahí y me hice los exámenes.” Esa también fue la primera vez que supo, con certeza, el sexo de su hijo. Busca entre los documentos y saca una hoja de papel bond donde anotado con lápiz están el peso, la talla y el estado del feto. Ese es el registro de controles prenatales que le dieron antes, en el ambulatorio de su pueblo Hato Viejo en Venezuela.

—Esta es la broma del control, dice Marian y con la uña del índice pintada de celeste, señala las anotaciones casi invisibles porque el lápiz se ha ido desgastando.

Para conseguir una ecografía en su tierra como la que le hicieron en San Antonio, dice, habría necesitado ir a una clínica privada y pagar “170 mil soberanos, que ni siquiera en una semana te los ganas”, dice. Ese día, 170 mil soberanos eran poco más de siete dólares estadounidenses. Hoy pueden ser cualquier cosa. En el sistema público, dice Marián Gutiérrez, detrás del abrigo gris que la protege del frío, “no le dan ni siquiera pastillas a uno, nada.”

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Según la Organización Mundial de la Salud (OMS),  las mujeres deberían tener entre cuatro y ocho controles a lo largo del embarazo, para bajar las probabilidades de que mueran las madres o sus hijos por complicaciones. 

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Sentada sobre una de sus maletas y con su primera hija en brazos, Yuliana García —21 años, cinco meses de embarazo, la barriga redonda como una intriga— recuerda que también quiso hacerse un eco. Pero en el estado venezolano de Guárico, de donde salió, las máquinas o estaban dañadas, o había interminables filas de personas esperando un turno para ser atendidas. Con la voz entrecortada dice “no me podía hacer porque no tenía nada”. Teresa Molleja —24 años, ocho meses de embarazo, la barriga redonda como la esperanza— dice que ella sí pudo realizarse los controles prenatales en un hospital privado de la ciudad venezolana de Barquisimeto, pero las medicinas eran difíciles de conseguir por la escasez y los precios altos. “Allá 20 pastillas me salían en 44 mil bolívares”, dice Teresa. Eso, hasta el 30 de agosto de 2019, equivalía a un salario básico, es decir a dos dólares. Muchas veces, tuvo que mandárselas a buscar a Colombia. Pero a pesar de que su esposo enviaba dinero desde hace seis meses, varias veces a la semana, no le alcanzaba “para vivir bien, para todas las cosas que tenía anteriormente Venezuela; todas esas riquezas que tenía Venezuela; todas esas comodidades que tenía Venezuela. No lo podemos hacer, ahorita no”, dice consternada.

Todas esperan en Tulcán, la primera ciudad del Ecuador después de la frontera con Colombia. Son las dos de la tarde, pero los casi tres mil metros de altura de la ciudad hacen que el frío empiece pronto a morder los huesos. Las tres mujeres están de camino a Perú, donde ansían parir dos veces: a las criaturas que llevan dentro y a la vida nueva que quieren empezar. Afuera de las oficinas de la policía de migración ecuatoriana, en Tulcán, esperan un bus que las lleve al sur que anhelan. Todas tienen un solo mantra y lo repiten con insistencia: “quiero llegar”. 

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Para muchas mujeres venezolanas embarazadas. los crocs se han convertido en su prenda de elección por los cientos de kilómetros que tienen que recorrer. Fotografía de Baltasara Campos para GK.

Tienen entre cinco y ocho meses de gestación, panzas visibles, cuerpos cansados, pero ninguna habla de malestares o pesares del embarazo. “Venirse embarazadas ha sido como un reto personal, porque les da como cierta seguridad y posibilidad de que al dar a luz en un país al que quieren llegar, eso les va a garantizar algunos derechos y tal vez su estatus migratorio pueda cambiar”, dice Soledad Guayasamín, oficial nacional de respuesta humanitaria y juventudes del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA). A Marian Gutiérrez, Yuliana García y Teresa Molleja les importa más llegar a sus destinos que hablar de dolencias. Su única queja es silenciosa y solo se delata en sus pies hinchados y por su calzado: unos crocs. Esos zapatos de hule, populares entre personas cuyos oficios les exige estar de pie muchas horas. Para las migrantes embarazadas venezolanas se han convertido en la prenda de elección para irse de su país: muchas salen a pie y recorren decenas —cientos a veces— de kilómetros hasta llegar a un lugar donde tomar un bus que las lleve a cualquier otra ciudad latinoamericana que les permita una nueva vida.

El bus que Marian Gutiérrez quería tomar —y que, en efecto, tomó— iba, primero, a Tulcán, luego, a Lima. Lo había esperado durante dos semanas en San Antonio de Táchira, donde se había hecho el eco en el que conoció a su hijo, mientras su hermana (que ya está en la capital peruana) reunía el dinero suficiente para comprarle el pasaje. Ella esperaba en San Antonio, con la impaciencia de todas las madres primerizas, pero también con la angustia de los migrantes que huyen de las crisis humanitarias: debía recibir el dinero antes de que empezara la exigencia de una visa para los ciudadanos venezolanos impuesta por el gobierno del Ecuador, el 26 de agosto de 2019. 

No se sabe cuántas como ella, mujeres embarazadas, han cruzado el puente internacional de Rumichaca, que hermana y separa a Colombia del Ecuador: el embarazo de las migrantes no es un dato que el Ministerio de Gobierno del Ecuador registre. Sólo contabiliza el ingreso de, exactamente, 202.883  mujeres y 205.053 hombres desde enero hasta julio de 2019. De cada cien de ellas y ellos, dicen las cifras oficiales, apenas quince se quedan en el país. 

Pero Marian Gutiérrez no sabe de cifras, sino de dolores silenciosos: tiene los pies hinchados por el trajín de los más de 2300 kilómetros entre Yaracuy y Rumichaca. Le esperan dos mil más hasta Lima. 

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Marian fue una de las 3,704 personas que cruzaron al día el puente de Rumichaca entre el 3 y 25 de agosto de 2019, antes de que se les empezara a exigir tener pasaporte y el pasado judicial para entrar al Ecuador. Desde las 12 de la noche del 26 de ese mes, ya no podría entrar ningún venezolano que no tuviera una visa humanitaria expedida por el Ecuador. La montaña de obstáculos que los venezolanos enfrentan para salir de su país se volvió, por decreto, más alta: estaban obligados a obtener esa visa antes de entrar a suelo ecuatoriano y esa visa podía solo estamparse en sus pasaportes, cuya obtención se ha vuelto muy difícil.

Según la legislación migratoria del Ecuador, los ciudadanos de los países sudamericanos no necesitan más que su cédula para entrar al país. Javier Arcentales, experto en migración de la Universidad Andina Simón Bolívar, define a la migración venezolana como “de características forzadas”. Dice que el requisito impuesto por el gobierno de Lenín Moreno es inadecuado: “no está atendiendo el foco del éxodo” porque “lo que hacen estas medidas es fomentar la irregularidad migratoria y las redes del tráfico”, dice el experto. Muchos migrantes “lo que hacían era ir 100 metros más allá e intentar pasar o hablar con los traficantes que estaban en frontera”, dice Arcentales.

Esa exigencia fue la respuesta del gobierno del Ecuador a la crisis migratoria. Todo había empeorado en enero de 2019, en Ibarra, una ciudad ecuatoriana a dos horas de la frontera con Colombia. El sábado 19 del mes, un video horrífico se difundió por las cloacas de las redes sociales: un hombre sostenía a punta de cuchillo a una mujer embarazada, mientras un piquete de policías lo apuntaban con sus armas. Una hora y media después, el sujeto —que resultó ser su expareja, el padre de la criatura— la asesinó. Ella era ecuatoriana; él, venezolano. 

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Después de que el presidente, Lenín Moreno anunciara que los venezolanos necesitarían una visa para ingresar y salir de Ecuador, miles de migrantes llegaron al control fronterizo de Rumichaca antes de que entre en vigencia la medida. Fotografía de Baltasara Campos.

Luego de ello, el presidente Lenín Moreno publicó un comunicado furibundo en el que decía que a los venezolanos “les hemos abierto las puertas, pero no sacrificaremos la seguridad de nadie”. Además anunció la conformación de brigadas para, según él, controlar la situación legal de los inmigrantes venezolanos en los lugares de trabajo y en las fronteras. Dijo, también, que analizaría la posibilidad de crear un permiso especial de ingreso al país. Sus palabras terminaron por desbocar a las turbas en Ibarra, que se autoconvocaron para expulsar a los venezolanos de su ciudad. Atacantes irrumpieron en conjuntos habitacionales y residenciales donde vivían venezolanos. Quemaron sus pertenencias y casi los linchan. 

Tras la agitación, Moreno anunció la exigencia del pasaporte. La medida tenía como fin “garantizar tanto la seguridad de los ciudadanos venezolanos” como la de los ecuatorianos, según la Ministra de Gobierno, María Paula Romo. Como consecuencia, según organizaciones de Derechos Humanos, se han abierto al menos setenta pasos irregulares entre Colombia y Ecuador, donde “coyoteros” cobran por pasar a los venezolanos. 

La Defensoría del Pueblo expresó su preocupación por los nuevos requisitos para el ingreso de venezolanaos. Las medidas adoptadas provocaron, dijo el organismo encargado de proteger los derechos humanos en el Ecuador, la “creciente concentración venezolana en el control fronterizo de Rumichaca”. Cerca de 500 personas, entre niños, niñas, mujeres embarazadas, estuvieron hacinadas allí. Para Arcentales, con esta medida, muchas personas que no podían ingresar por no tener documentos “lo que hacían era ir cien metros más allá e intentar pasar o hablar con los traficantes que estaban en frontera y ellos les llevaban por los pasos que conocían previo a un pago”. Al poco tiempo, la Corte Constitucional declaró que la medida —el pasaporte como requisito para pasar— era inconstitucional. 

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Cerca de 3.704 personas  cruzaron al día el puente de Rumichaca entre el 3 y 25 de agosto de 2019. Entre ellos estaban  niños, niñas y mujeres embarazadas, que iban cargando enormes maletas, cobijas y los coches de sus hijos. Fotografía de Baltasara Campos.

Pero en julio de 2019, Lenín Moreno anunció que habría una moratoria migratoria y una visa humanitaria para los venezolanos. El Ecuador regularizaría la situación de los migrantes venezolanos que ya estuvieran en el país y otorgaría una visa humanitaria para los que quisieran entrar. La noche del 25 de agosto, empezaban a llegar los últimos que podían entrar sin la visa. Parecían aliviados, como una presa que sabe que, por fin, está demasiado lejos de su cazador. 

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Era un viernes de agosto frío, con sombras resplandecientes de luz. Marian Gutiérrez llegó dos días antes de que entrara en vigor el requisito de la visa. En Tulcán la temperatura baja hasta los 5 grados centígrados. Una fila de personas cruza desde Colombia hasta el puente de Rumichaca. Dos funcionarios del servicio de migración y cuatro policías están a la entrada. Mientras pasan, colocan en las muñecas de los migrantes unos brazaletes azules. Llevan un número con el que pueden hacer sellar su ingreso. 

Marian Gutiérrez llegó a Ecuador con ayuda de un “asesor”. Los asesores o facilitadores son conocidos en las fronteras de Venezuela, Colombia y Ecuador. Son una especie de tramitadores, que “ayudan” a los migrantes a gestionar papeles o viajar hasta su destino por rutas legales, a diferencia de los coyoteros que lo hacen por trochas. Marian conoció a su asesor en la frontera entre Colombia y Ecuador. Él se encargaba de buscar buses que le llevaran a ella y otros migrantes hasta la frontera con Ecuador y después a otros destinos. A Marian, la ayuda del asesor le costó 70 dólares, cuando el precio de un pasaje de bus desde Rumichaca hasta Perú puede llegar a costar entre 20 y 25 dólares. 

Algunos asesores, con suerte —una palabra frecuente en el léxico de los migrantes— no eran estafadores. Teresa Molleja, otra de las mujeres embarazadas que entró apenas un día antes de la fecha límite, dice en voz baja que estuvo a punto de ser estafada por un supuesto asesor. “Me estaban cobrando 120 dólares por mí, 140 por mi hija porque iba incluido lo de la carta andina”. La carta andina es un documento de control migratorio para entrar y salir en los países de la Comunidad Andina de Naciones (Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia y de la que se retiró Venezuela) y del Mercado Común del Sur MERCOSUR (Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Chile). 

Teresa Molleja no logró pagarle al facilitador porque no recibió el dinero que le había enviado su esposo de Perú. Recuerda que detuvieron a un muchacho con 20 pasaportes y cartas andinas falsas. “Yo dije ‘nada, bueno menos mal, gracias a Dios, si es tu voluntad que no me fuera yo hoy, porque sino iba a ser yo una de esas’”, dice sentada en una pileta que está entre los albergues de migración, en Rumichaca. 

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Después de dejar Venezuela, llegar hasta San Antonio de Táchira, ir hasta Cúcuta, para tomar otro bus y viajar más de un día entero hasta Rumichaca, Marian Gutiérrez ríe. “Bueno hay que arriesgarse a todo, qué vamo’ a hacer”, dice con cadencia caribe.

Los riesgos no solo son encontrarse con estafadores o delincuentes armados en los pasos ilegales, sino también perder el bebé por los problemas médicos que arrastran en su viaje y que no fueron diagnosticados en el fallido sistema de salud venezolano. En 2019 el Ministerio de Salud de Ecuador registró entre las principales complicaciones que tienen las mujeres venezolanas durante su embarazo están  la infección genital en el embarazo y la vaginitis aguda.

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El centro de salud de Rumichaca es poco concurrido, teniendo en cuenta las más de mil cien personas que cruzan la frontera a diario. Hay pocas personas, a pesar de que los chequeos son gratuitos y la atención está disponible las 24 horas. Guayasamín, la citada funcionaria del UNFPA, cuenta que la gente no va por miedo a que descubran su condición migratoria irregular “y ese temor hace que muchas mujeres no reciban atención adecuada y por supuesto eso incrementa de manera importante el riesgo que ellas tienen a sufrir alguna complicación obstétrica e inclusive neonatal en el caso de que se produzca un parto”. Por eso, las embarazadas prefieren hacerse los controles una vez que lleguen a su destino. 

En teoría, según el Ministerio de Salud del Ecuador, la atención médica no requiere de ningún requisito en especial, y solo se debe “proporcionar el número de cédula o pasaporte”. Pero en realidad, las personas que brindan información en las ventanillas de los centros de salud exigen un documento. A pesar de que el Ministerio insista que en caso de que una mujer extranjera no disponga de cédula tiene que ser atendida. Incluso, cuando se pregunta por una cita médica para una paciente venezolana, algunos de los funcionarios giran sus ojos con gesto displicente. 

Nerclys Andrea Pérez es venezolana y tiene 18 años. Es madre de un bebé de dos meses. Ella es una de las 3.136 mujeres embarazadas venezolanas que, según datos del Ministerio de Salud Pública, dieron a luz desde enero hasta julio de 2019 en el Ecuador. Nerclys Andrea cuenta que la atención durante los controles y el parto en la Maternidad Isidro Ayora de Quito, una de las primeras maternidades del país, fue buena. Después de dar a luz, Pérez recibió una charla para la elección de un método anticonceptivo. Las mujeres que no decidan usar el método en ese momento, pueden programar una cita con la ginecóloga. Pero se toman hasta un mes en agendar las citas para iniciar un plan de planificación familiar.

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El día que Marian Gutiérrez decidió dejar Venezuela fue cuando recibió el dinero que su hermana le había prometido para viajar a Perú. La espera tomó más tiempo, pero cuando llegó la plata la ironía se volvió evidente. “No hombre”, le dijo a su hermana, “me mandaste a buscar cuando estoy preñada. Tenías que mandarme a buscar cuando estaba libre”. 

— En Venezuela no había futuro, eso está ponchado. 

Dice que terminó el quinto año de colegio (el último año en Venezuela) y no pudo seguir estudiando más. “De verdad que no se pudo”, dice con la voz hecha jirones nostálgicos. Marian Gutiérrez habla en presente siempre de pasados que no se convirtieron en los futuros que esperaba. Ella quería tener una profesión. Viajar, conocer otros lugares, y volver a su país. Dice que quería ser policía técnica judicial. Su tío, ahora comandante en el estado Aragua de Colonia Tovar, le había prometido ayudarle a ingresar. Pero tampoco sucedió.

Antes de que su vida dejara de ser su vida, Teresa Mollejas iba a ser doctora. Tenía cinco años estudiando medicina, solo le faltaban dos para acabar. Dejó de estudiar cuando se enteró de que su embarazo estaba en riesgo. No viajó con su esposo por terminar su carrera. “Luchamos mucho para que yo pudiera terminar mis estudios”, dice. Quizá más adelante pueda terminarlos, cree, aunque ser un profesional en Venezuela, dice, no vale la pena. “Tantos posgrados para que termine ganando el mismo sueldo. No es justo que uno se joda tanto, que estudie tanto y que una persona que trabaja en la calle vendiendo cualquier vaina gane más que uno porque revende muy caro todo, ropa, alimentos, medicina”. 

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Está empezando a oscurecer en Rumichaca, y las personas empiezan a cubrirse con alguna cobija o sacos.  La fila afuera de las oficinas de migración continúa. Cientos de venezolanos esperan llegar hasta una de las ventanillas y sellar sus documentos. Muchos duermen entre las rejas de la fila para poder ser atendidos. Familias enteras están sentadas o acostadas sobre grandes maletas de viaje. Las instalaciones de migración se convierten, con el pasar de las horas, en una especie de albergue.

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Los refugios instalados en Rumichaca empiezan a ser escasos frente a los miles de migrantes que huyen de Venezuela. Fotografía de Baltasara Campos para GK.

Una vez en Ecuador, miles de migrantes buscan cabida en alguno de los refugios de las organizaciones humanitarias, pero con el paso del tiempo parecen encogerse y ser pocos. Los que se quedan por fuera cubren el suelo con una funda plástica, se cobijan y duermen para al siguiente día viajar. Valijas, mochilas y cobijas hacían de casitas improvisadas. Al día siguiente, varios buses esperarán a cientos de migrantes para llevarlos a su nuevo hogar. Muchas embarazadas.

Antes de ir en busca del bus que la llevará a Perú, Marian Gutiérrez tiene una última pregunta: ¿es verdad lo que dicen en Venezuela, que la gente de Ecuador y Perú y hasta los colombianos son malos con los venezolanos? Las respuestas para ella y para su hijo son puntos suspensivos. El bus está a punto de salir y Marian Gutiérrez se va. Pero antes pide un único favor: escribir un mensaje de whatsapp a su hermana Daikelys, que está en Lima, y decirle que va en camino, que está bien.

Epílogo 

Marian Gutiérrez entró por emergencias al hospital de San Juan de Lurigancho, el más poblado de los cuarenta y tres distritos de Lima. Había llegado a la capital peruana hacía mes y medio. “La barriga bien. Y, bueno, Perú me trata bien por los momentos”, me escribió desde el celular de su hermana Daikelys, que se lo prestaba por las noches, hasta que ella pudiera comprar uno. 

Pero la mañana del 7 de octubre de 2019, la barriga no estaba bien. Marian Gutiérrez se levantó empapada de un líquido que pensó era orina. “No, mami. Estás botando líquido. Vámonos para que te revisen y te manden unas pastillas, algo”, le dijo Daikelys.

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Marian, en San Juan de Lurigancho, un populoso distrito en Lima- Perú, días antes de dar a luz a su hijo Alan. Fotografía de Luis Cáceres.

El doctor que la atendió no escuchaba los latidos del corazón del bebé. Le preguntó si había tomado algo para inducirse el parto: estaba recién en el séptimo mes de gestación. Marian le respondió con un no seco. Cuando el médico escuchó los latidos, le dijo que debía parir de inmediato. “Yo nunca me imaginé que era un dolor tan fuerte”, recuerda Marian Gutiérrez y, ahora, se ríe.

Su hijo se llama Alan. Dos días después de que naciera, su hermana Daikelys Gutiérrez me lo anunció en un mensaje de texto: “Hola Ana, es para decirle que mi hermana dio a luz hoy, el parto se le adelantó”. Alán nació a las 9:50 de la mañana y pesó 1,8 kilos—un niño prematuro suele pesar menos de los 2,5 kilos que la Organización Mundial de la Salud establece como óptimos para llegar al planeta. Su madre lo vio de lejos y no lo pudo pegar a su pecho porque no respiraba. “Lo fueron a meter para la incubadora”, dice Marian Gutiérrez. Después, lo vio de cerca, cubierto por una cajita de cristal. Era la una de la mañana del martes, habían pasado 15 horas desde que nació. “Chiquitico, blanquito, pelo amarillito, así”, dice, riendo, aliviada. “Se parece bastante a mi papá”, y la voz se le quiebra. 

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Allá, en el pequeño poblado rural de Hato Viejo, Esmeralda, su madre, pegó un grito cuando se enteró que había nacido el hijo de su hija, a la que acompañó hasta San Antonio para emprender su viaje.

 – “¡Cómo que La Pirula parióoooo! Si le faltaba”, dijo.

Esmeralda recibió una llamada de su hijo, Royderick, quien le contó que su nieto Alan estaba bien, que debía ganar peso porque había nacido con 1 kilo 800 gramos. Esmeralda recuerda “eso era lo que había pesado La Pirula cuando nació”, como si la vida fueran historias que se entrelazan y repiten. “Debe ser chiquitico, chiquitico, chiquitico como era ella”, dice. Desde Lima, a poco más de cuatro mil kilómetros de distancia, Marian repite lo mismo que su madre “es chiquitico tan indefenso, tan chiquitico”. La diferencia es que ella sí lo ha podido ver. 

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Esmeralda no ha visto a su nieto ni en fotos. El celular que le regaló Royderik solo le permite recibir llamadas o mensajes. Yo he querido ver al muchachito, ¿sabe? pero… ¿cómo?… me toca imaginármelo, como me los imagino a todos. 

Ahora Marian dice que se siente segura, ella y su bebé. La alivia estar lejos de Venezuela. En Hato Viejo, recuerda, es tan fuerte la situación que muchas madres no tienen cómo comprar pañales a sus hijos y se ven obligadas a ponerles trapos. “En realidad, por eso me vine. Yo no quiero pasar eso con mi hijo. Es triste”. 

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