Cuando le dije a Howard que deberíamos reencontrarnos en cinco años para ver si realmente estábamos destinados a pasar el resto de nuestra vida juntos, me pareció que era una propuesta muy práctica. Mi idea era menos sobre el romance y más sobre ir a la segura.
Yo solamente tenía 18 años, estudiaba el primer año en la Universidad de Cornell, y él apenas tenía 21. Habíamos estado saliendo desde septiembre y ahora era primavera. Pronto íbamos a irnos a costas opuestas: él, a San Francisco, California; yo, a un suburbio de Nueva Jersey. La separación inminente nos forzó a revaluar. Tuvimos una conversación en los dormitorios universitarios que sucedió, más o menos, así:
Yo dije: “Creo que encontrar a la media naranja depende de la persona, el lugar y el momento. ¿Qué tal si somos la pareja perfecta, pero el lugar y el momento no son los correctos? Perderemos la oportunidad y nos vamos a arrepentir”.
Él respondió: “Entonces, lo que dices es que hay que seguir juntos”.
Yo: “No. No quiero casarme con el primer chico con el que salgo de manera seria. Estoy diciendo que hay que darnos una segunda oportunidad. Veámonos en cinco años; yo tendré 23 y tú, 26. Veremos si queremos siquiera estar juntos entonces”.
Howard estuvo de acuerdo. Pactamos reencontrarnos en la Biblioteca Pública de Nueva York, cerca de uno de los leones en las puertas, a las 16:00 del primer domingo de abril cinco años más adelante. Escribimos esa promesa dos veces en un billete de un dólar, que partimos a la mitad para que cada uno se quedara con su parte.
Al pactar encontrarnos en un lugar público, descartábamos la posibilidad de que hubiera una intimidad incómoda. Las cuatro de la tarde era una hora sensata porque podíamos empezar con unos tragos y, si todo salía bien, alargarlo hacia la cena y ver qué más. Si no salía bien, sencillamente cada quien se iba por su lado.
Elegimos la Biblioteca Pública de Nueva York por razones sentimentales. Ambos estudiábamos literatura inglesa y habíamos pasado mucho tiempo rodeados de libros. También era un sitio fácil de ubicar y que probablemente iba a seguir existiendo cinco años después, a diferencia de un restaurante o bar.
Habíamos quedado en encontrarnos el primer domingo de abril, pero me di cuenta de que la fecha iba a coincidir con Pascua y que mi madre, católica ferviente, nunca iba a aceptar que me fuera a Nueva York y que no estuviera en la celebración familiar.
Así que Howard y yo tomamos nuestra mitad del dólar, tachamos primer domingo de abril y pusimos primer domingo de mayo antes de intercambiar nuestras respectivas partes.
Y luego nos quedamos juntos. De hecho, nos quedamos juntos todo el verano y todo el año escolar siguiente. No fue sino hasta el último semestre de la universidad, cuando él se tomó una licencia para mudarse a Manhattan, que por fin terminó la relación. (Estando allá se enteró de que yo había salido con alguien más y ahí quedó la cosa).
Estábamos a tres años y medio de nuestra reunión pactada. Utilicé bien el tiempo. Tuve relaciones, amoríos, enamoramientos cortos. Llegué a preguntarme si alguno de esos hombres era mi media naranja. Por distintas razones, la respuesta nunca fue sí. ¿Si Howard y yo no tuviéramos planeada ya una cita, hubiera sido un “sí” para ellos?
Tal vez sí y tal vez, no. En cualquier caso, la mayoría de mis interacciones con aquellos hombres, ya fueran de poco tiempo o de larga duración, solamente reforzaron mi sentimiento de que Howard sí era mi media naranja y de que había sido prudente planear una segunda oportunidad.
Parte del acuerdo que no quedó escrito en el billete de dólar era que no le íbamos a decir a nadie, una regla que yo olvidé muy pronto. En algún momento le conté a mi mejor amiga. Ella creía que era un plan creativo, aunque sintió pena por el hombre con quien yo salía cuando le dije. También le conté a mi madre, lo cual fue un error.
Cuando llegamos a la fecha de los cinco años, yo estaba viviendo en Mineápolis. Estaba en una relación que había ido creciendo durante cuatro meses. Howard y yo no habíamos hablado ni habíamos estado en comunicación desde hacía varios años. Sabía, más o menos, dónde estaba él gracias a amistades mutuas, pero era la época antes de los celulares, el internet y el correo electrónico. Una era pasada en la que realmente era posible perder el contacto con la gente y no saber siquiera cómo contactarlos en caso de que quisieras hacerlo. Así nos sucedió.
Sin embargo, unos días antes de ese primer domingo de mayo tomé un vuelo al hogar de mi familia en los suburbios de Nueva Jersey para visitar a mi madre, con la idea de visitar la ciudad el fin de semana. Mi hermana vivía en un apartamento en el Upper West Side de Manhattan y no sería para nada inusual que me quedara con ella, porque siempre lo hacía cuando estaba en la zona.
Pero mi mamá empezó a insistir en que cambiara mis planes, porque decía que era mejor ir a Nueva York cuando mi hermana no estuviera en el trabajo (era empleada de un restaurante, por lo que los fines de semana estaba especialmente ocupada).
“No”, le dije a mi madre. “Tengo que ir este fin de semana. Me voy a ver con Howard el domingo”.
Se quedó atónita. “No sabía que seguían en contacto”. “No hemos estado en contacto”, le dije. “Pero acordamos reunirnos el primer domingo de mayo de este año, así que tengo que estar en la ciudad”.
“¿Y cuándo acordaron eso?”.
“Hace cinco años”.
“¡No puede ser! ¿Hace cinco años? ¿Estás loca! Si él vive en California, no va a ir hasta Nueva York para esto”.
“Claro que sí. Estoy segura de que él estará ahí”.
Cuando yo iba en el tren camino a Manhattan, mi madre llamó a mi hermana para pedirle que no me dejara hacer esto, por temor a que mi corazón se rompiera si Howard no se aparecía.
Al llegar, mi hermana me dijo: “Quieres vivir como si esto fuera una película. La vida real no funciona así. Él ni siquiera se ha de acordar; no va a hacer un viaje de 4600 kilómetros. Te estás exponiendo a quedar totalmente decepcionada”.
Le dije que no estaba de acuerdo.
Ella tenía que trabajar esa tarde y por la noche, así que me quedé felizmente sola antes de irme a caminar desde el Upper West Side hacia la biblioteca en el centro. Unos minutos antes de las 16:00, ya estaba del otro lado de la calle, frente a la biblioteca, y me puse a buscar entre la multitud reunida ahí. De repente vi a Howard dirigirse hacia la escalera.
Nos vimos, nos saludamos y sonreímos. Crucé la calle y nos abrazamos enfrente del león (después me enteré de que esa estatua se llama Fortitude, fortaleza). Nos sentamos en la escalera y empezamos a conversar.
Seguimos conversando por dos días, hasta que Howard se subió a un avión de regreso a California.
No fue un “felices para siempre” inmediato. Tuve que terminar la relación con ese otro tipo. Howard y yo tuvimos que organizarnos para vivir en una misma ciudad.
En otoño me mudé al área de la bahía de San Francisco por unos meses, para un asunto de trabajo. Unos meses después, él se mudó a Mineápolis, donde nos quedamos dos años antes de irnos a Nueva York. Y, sí, ya que estábamos ahí nos casamos.
Me resistía a calificar nuestra historia como romántica. A los amigos a los que les contábamos la historia terminaban exagerándola después, con comentarios como: “¿Entonces no se vieron por diez años?”.
No, era un plan de cinco años. Y solamente perdimos el contacto durante tres años.
O a veces nos dicen: “Siempre supieron que eran su media naranja”.
No, justamente el punto del acuerdo era que no siempre supimos. Incluso después del reencuentro tardamos un poco de tiempo antes de ver si nos mudábamos juntos. Cuando nos fuimos juntos a Nueva York, quedamos en ver cómo avanzaban las cosas en nuestra búsqueda laboral antes de prometernos algo.
Lo cierto es que esa historia nos ha ayudado a mantener nuestra relación en momentos problemáticos. Hubiera odiado tener que terminar este relato con: “Desafortunadamente, no hubo nada ahí”. Con una historia así tienes que quedarte.
Hemos descubierto que un pasado así de romántico nos ayuda a mantenernos firmes, a recuperar el centro cuando perdemos el equilibrio.
Aún así yo insistía en que era una historia sobre la prudencia, no de romance. Solamente se la contaba a personas que no iban a pensar que estaba viviendo como si estuviera en una película, que iban a saber que se trataba de tener un amor sensato y no uno soñador.
Durante años, cuando terminaba de contar la historia, siempre concluía con: “Pensé que era lo más práctico darnos una segunda oportunidad y resultó ser un buen plan”.
“Bueno, puede que haya sido un plan de practicidad”, me dijo un amigo hace poco. “Pero el hecho de que los dos llegaron a la biblioteca, pues, ahí está lo romántico”.
Tiene razón. Nuestra fe en el otro, a pesar de las advertencias de los demás, es lo que define nuestro romance. Que los dos fuimos y estuvimos presentes para el otro.
Llevamos casados 35 años. Howard todavía está presente para mí y yo estoy presente para él. Y en la cómoda de Howard sigue estando presente, enmarcado, el billete de un dólar.