La autopista Palmetto, conocida localmente como la 826, que pasa por el centro del condado de Miami-Dade, tiene cerca de 48 kilómetros de largo. Hace décadas, a mí solo me preocupaba el tramo de casi diez kilómetros entre las salidas para Kendall Drive y West Flagler Street, la distancia entre mi casa y la casa del hombre que había terminado conmigo.

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Él no estaba seguro de querer una familia. Esa era la razón que me había dado. Significaba que no quería ser absorbido en la mía. Tenía dos hijas, Vanessa, de 7 años, que nació preocupada, y Verónica, de 4 años, una niña que buscaba agradar a los demás y que me daba masajes en los hombros y me preguntaba “¿Te estoy haciendo sentir mejor, mami? ¿Lo estoy haciendo bien?”.

Habíamos llegado de Puerto Rico solo tres años antes, cuando una de mis hijas tenía 4 años y la otra 1, y yo 25. Me habían ofrecido una codiciada pasantía en un noticiero en Atlanta que rápidamente se convirtió en un empleo. Después, conseguí en Miami un mejor trabajo. Como madre soltera, me habían advertido varias veces sobre lo difícil que era encontrar el amor y a un hombre dispuesto a tener una relación duradera. Pero, al principio, parecía que él podría ser ese hombre.

Para cuando terminamos, habíamos salido durante diez meses. Él vivía en una moderna casa en el barrio de Fontainebleau. Mis niñas y yo, en un complejo de apartamentos en Kendall, a solo unos pasos de la vía que llevaba mi Cabriolet hacia la 826. Ahí empezaba mi viaje hacia el norte. Iba con prisa, para verlo y asegurarme de que no tenía una nueva pareja.

Cerca de la medianoche, solía conducir con las ventanas abajo. Necesitaba el rumor del viento para calmar mi ansiedad. Para controlar mi nerviosismo, contaba faroles y miraba el alquitrán gris de la carretera como si solo eso impidiera que mi Cabriolet blanco se fuera volando conmigo dentro. Todo se sentía rápido y fuera de control.

En ese entonces, pensaba mucho en volar, conducir, irme en bicicleta, escapar. La maternidad me pesaba. A veces, miraba a Vanessa y a Verónica, tan pequeñas e indefensas, y me sentía exhausta ante la perspectiva de todos los años de crianza que tenía aún por delante. Cuando él me dejó, sentí que eso demostraba que tenerlas me impedía ser la clase de mujer por la que un hombre como él se quedaría.

Tenía 28 años y estaba enamorada. Todavía no sentía arrepentimiento por arreglar demasiado a mis hijas, con su cabello recién trenzado y atado con listones lisos y almidonados para un hombre que no podía amarlas. Ni a mí. Todavía no era lo suficientemente sabia como para estremecerme al recordar que las obligué a presentarse a una audición para el papel de las hijastras que no causan ningún problema. Las que le permitirían seguir siendo él mismo, emocionante y libre.

Todo el invierno, la primavera y parte del verano, mis hijas y yo hicimos la audición. Cuando se fue en agosto, alejándose de nuestra vida, empecé a pedirle a la niñera que trabajara horas extras, que volviera después de que terminara de cenar con su familia, solo para poder conducir de una salida de la 826 a otra, en busca de él.

En las noches en que no podía encontrar a alguien que cuidara a mis niñas, me enfadaba. Pasaba entre negándome a todo y quejándome de lo cansada que estaba. Cansada de sus peleas y de sus juguetes tirados por doquier. De decir no a salir a tomar un helado. No a un paseo por la cuadra para que pudieran ver a otras personas paseando a los perros. Perros que yo no les dejaba tener porque estaba demasiado cansada.

Otras noches, me decía a mí misma que me iría a dormir temprano. Entonces cenaba, les leía cuentos, luego las apresuraba y las arrullaba para que se fueran a dormir y yo poder irme a dormir también, solo para levantarme de nuevo apenas oía sus ronquiditos.

Minutos más tarde, le abría la puerta a la niñera. Una o dos veces, le pedí incluso a mi vecina de al lado que les echara un ojo. Le decía que había una emergencia en el noticiero donde trabajaba. Entonces conducía, con el corazón latiendo, preguntándome “¿Será esta la noche en que vea un auto en su espacio de estacionamiento para visitas? ¿Y si vuelve a casa mientras el guardia me hace señas para entrar, como si yo siguiera siendo una invitada bienvenida?”.

¿Se enojaría? Tal vez sonreiría y diría: “Ven aquí, loquita”, como lo hizo esa primera noche cuando me guio hasta su cama y me quedé, feliz de lo profundamente dormido que se había quedado a mi lado. Lo recordaba mientras mi buscapersonas del trabajo vibraba con llamadas de la niñera, que con toda razón estaba furiosa porque no había vuelto cuando dije que lo haría.

¿Por qué conduje todos esos kilómetros? Me gustaría decir que buscaba alivio, pero no había ninguno. Era más por el descanso que sentiría al saber que estaba con alguien nuevo. Si su auto no estaba allí aún, yo estacionaba y esperaba, conteniendo la respiración por  el miedo, hasta que en la esquina se alcanzaban a ver las luces de su auto. Él salía, caminaba lento (¿cansado?), se detenía a buscar sus llaves y, a través de mis ventanas abiertas, oía su puerta principal abrirse y cerrarse con un ligero golpe.

Una vez que estaba segura de que nadie aparecería con una botella de vino o una maleta para el fin de semana, me iba, prometiéndome que sería la última vez. Subía la  vía para la 826, con dirección al sur. El alivio daba paso al remordimiento. La preocupación por mis hijas se sobreponía a mi delirio de que podía conseguir cualquier cosa, incluso el amor.

Traté de parar. Y durante casi dos meses, lo logré. Pero en octubre volví a hacerlo: conducía por esa carretera, le sonreía al guardia de seguridad, veía el auto de mi ex ya estacionado y sin otro auto en su lugar de visita, conducía de vuelta. Llegaba a la entrada de mi casa y corría adentro.

Y lo volvía a hacer de vez en cuando hasta una noche a principios de noviembre cuando mi vecina, quien ya conocía mi estratagema, no abrió su puerta. La niñera tenía un familiar de visita. Pero de todos modos metí a Vanessa y Verónica en la cama y hui, prometiéndome que volvería en 28 minutos.

Excepto que esa noche no encontré ningún auto. Había planeado quedarme solo hasta las 23:30, el tiempo suficiente para verlo llegar, estacionarse y entrar solo. Pero cuando se cumplió ese límite de tiempo sin ninguna señal de él, comencé a preocuparme de que estuviera con otra persona. Me estaba dando frío y hambre. Había olvidado traer una bufanda. No había cenado.

Al tratar de hacer memoria, me di cuenta de que no podía recordar ni una sola cosa de esa semana, ni siquiera de ese mes. Solo el alquitrán gris, los faroles, la adrenalina de perseguir por la 826 lo que pensaba que era amor.

A la medianoche, los faros de un desconocido iluminaron el interior de mi auto, trayendo lucidez consigo.

¿Qué estaba haciendo? ¿Y si Verónica despertaba y necesitaba a su mamá? ¿Y si Vanessa decidía caminar sonámbula y se perdía? En mi trabajo en el noticiero había visto que pasaba: una mujer perdía a sus hijos para siempre debido a un acto inexplicable de negligencia. Y con ese pensamiento alarmante, encendí el auto y me fui. Subí por la vía. No soportaba ver mis propias manos en el volante. Sentía odio por aquella mujer que no podía dejar de hacer esto.

Minutos más tarde, entré a nuestro apartamento. Oí el murmullo vibrante de la respiración suave de mis hijas.

Yo también respiré, cerré la puerta de su habitación y llamé al celular de él.

“¿Todo bien?”, pregunté.

“Sí”, respondió. “¿Por qué estás despierta?”.

“Por nada”.

Suspiró. “Estoy bien. En San Diego por trabajo”.

Estuvimos en silencio por un tiempo.

“Tengo que dejar de preocuparme por ti”, le dije. Puesto que me conocía, era como si confesara cada vez que conduje a su casa, cada noche de esperanza en la carretera, cómo arriesgué todo para aferrarme a nada.

“Es bueno tener a alguien que se preocupe por ti”, dijo.

No respondí, temerosa de volver a tener esperanzas. Mi necesidad era como la de un mendigo.

“Pero parece que tienes razón”, repuso. “Debes parar”.

“Lo sé”, dije en voz baja.

Se quedó en la línea, respirando. Me preguntaba si estaba solo y me extrañaba. Pero sabía que ya no podía permitirme pensar de esa manera.

Todo ese horrible episodio me enfermó de culpa. Hasta el día de hoy, no puedo creer que haya dejado a mis hijas solas. Me ha hecho pensar que un corazón roto es algo peligroso.

También siento como si hubiera sucedido en otra vida. De alguna manera fue así: mis hijas ya son adultas y, hace quince años, encontré el amor con un hombre amable y generoso. Sin embargo, siempre conoceré el sentimiento de desesperación que te embarga cuando el amor se aleja tu vida. Y siempre conoceré el alivio de dejarlo ir.

“Te deseo toda la felicidad del mundo”, le dije. Y colgué.


©The New York Times 2019