Empecé a darme cuenta que quería tener un bebé. Mi esposo, yo sabía bien, jamás lo querría.

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Desde que nos conocimos, cuatro años antes, yo había intentado de todo para librarme de mi deseo. Primero consulté a un genetista, con la esperanza de que no debiera tener un bebé porque había algo malo en mis genes. Pero una semana después, el genetista dijo “todos tus análisis son normales”, algo que claramente creyó que yo quería escuchar. No era así. En mi razonamiento desesperado y retorcido, si mis genes estaban tan jodidos que no podía tener hijos, mi relación no estaría condenada al fracaso.

Luego fui con un experto en fertilidad, con la esperanza de que me dijera que todo en mis entrañas era un lío de mugre y oscuridad en donde nada crecería. Pero después de que tomaran mi sangre volví a escuchar esa palabra: “Normal”. Mi cuerpo no iba a salvar mi relación. Eso lo tendríamos que hacer mi novio y yo.

Le pregunté qué pensaba sobre la adopción después de ver a un huérfano del ébola en la portada de un diario de fin de semana, pero no se conmovió por mi creciente deseo de tener una familia. Ofrecí otra solución: ¿y si vivíamos separados y yo tenía un bebé por mi cuenta pero manteníamos nuestra relación? Hasta había un nombre para este arreglo —Vivir Separados Juntos— y un artículo en una revista de mujeres.

“No”, dijo. Siempre se había imaginado una vida sin hijos. ¿No lo sabía yo desde que nos conocimos?

Sí, sí lo sabía.

Pasaron los años. Y qué años: los últimos de los más fértiles que me quedaban, mis treinta y pocos. Mis amigos estaban teniendo hijos o al menos estaban alineando las piezas del rompecabezas de su vida para tener opciones cuando llegara la hora, que para la mayoría era alrededor de los 35 años.

Para cuando cumplí 35, mi novio y yo habíamos ido a terapia de parejas y habíamos tenido incontables conversaciones inútiles sobre bebés así que dejamos el tema arrinconado en una esquina polvorienta y nos casamos.

Me dije a mí misma que amaba a este hombre más que a la idea de tener un hijo, pero una parte de mí deseaba que cambiara de opinión. Al caminar hacia el altar no creí que unir nuestras vidas significara cerrarles la puerta a los niños. Si yo no podía vivir sin tener descendencia, supuse que podríamos encontrar un modo de arreglarlo. Pero entre más tiempo estábamos juntos más debilitada me sentía por la dinámica que habíamos establecido: yo esperaba que él cambiara de idea y él esperaba que yo abandonara la idea. Así que empecé a desear un futuro sin él.

Nueve meses después de que nos casamos congelé mis óvulos y, con las prisas, no leí la letra pequeña. Era 2013 y la Sociedad Estadounidense de Medicina Reproductiva acababa de anunciar que apenas el año anterior el procedimiento dejaría de ser experimental.

No sabía que su comité de ética había emitido una opinión con la advertencia de que congelar óvulos “puede darles a las mujeres y a las parejas una falsa seguridad sobre su capacidad de tener hijos en el futuro”. Mi doctor no me lo dijo y yo no pregunté. Confié en que me informaría de todo lo que necesitaba saber. Tenía fe en que podría tener un bebé cuando llegara el momento.

Cada artículo que leí se refería al congelamiento de óvulos como una póliza de seguro, un plan de repuesto. Se sentía como una garantía. En 2014 Facebook y Apple llegaron a los titulares cuando anunciaron que ofrecerían esta prestación a sus empleadas.

El argumento parecía ser así: si las mujeres estaban pasando sus años fértiles encadenadas a sus escritorios, lo menos que sus empleadores podían hacer era ofrecer una oportunidad de realizarse como madres una vez que sus carreras despegaran. Pero casi nadie parecía hacerse una pregunta más crucial: ¿el congelamiento de óvulos funciona?

Cuando congelé mis óvulos no comprendí que la “preservación de la fertilidad” (como la llaman risiblemente muchos médicos) solo tiene de un dos a cuatro por ciento de tasa de éxito por cada óvulo descongelado, según mi clínica, lo que significaba que lo más seguro es que mis óvulos me iban a fallar.

Casi 7 300 mujeres congelaron sus óvulos en 2016 y el mercado sigue creciendo. En 2019 ese número creció hasta más de diez mil mujeres solo en Estados Unidos, según FertilityIQ, un sitio para calificar clínicas de fertilidad. Mientras la demanda crece como la espuma, van apareciendo empresas de la industria como Kindbody, Extend y Future Family con el apoyo de millones de dólares en capital que crean un bucle infinito. Entre más dinero se invierte en el negocio más dinero hay para la publicidad que vende el procedimiento a las mujeres.

Sin embargo, son tan pocas las mujeres que han intentado usar sus óvulos congelados que las tasas de éxito son poco claras. ¿Qué sucederá cuando intenten hacerlo solo para darse cuenta de que la promesa de la fertilidad a demanda siempre fue demasiado buena para ser verdad?

Cuando estaba decidiendo si me quedaría con mi esposo, cerraba los ojos e intentaba imaginarme un futuro sin hijos. No era capaz de conjurar esas imágenes. Mi futuro con mi esposo siempre tenía cierto color, un brillo naranja, cálido y seguro. Pero de pronto eso también se iba oscureciendo y cedía a una sensación de que me había estado contorsionando para entrar en un matrimonio que nunca estuvo bien. Lo que pensé que necesitaba era más tiempo. Congelar mis óvulos me ofrecía la ilusión de que era posible disponer de más tiempo.

Para cuando me hice la primera inyección en el estómago, la sala de nuestra casa parecía un laboratorio científico lleno de botellas de hormonas y un bote rojo para las jeringas descartadas. Tres semanas después, el médico me despertó de la intervención para decirme que tenía catorce óvulos congelados en algún lugar de Manhattan, catorce oportunidades de un bebé fantasma por el que abandonaría mi matrimonio.

Pasarían dos años más antes de que mi esposo finalmente tomara la decisión que yo no podía y se divorció de mí. Con el tiempo me reconstruí y mi corazón era como una pintura de Picasso, un montaje asimétrico y astillado. Con el tiempo conocí a Rob. No le tenía miedo a mis bordes imperfectos. También le acababan de romper el corazón. Lo que yo pensé que eran heridas ahora eran para mí aperturas: para la vulnerabilidad, para conectar.

Mes tras mes, en nuestra terraza de Brooklyn con vista a Manhattan, pensaba en mis óvulos escondidos en alguno de esos edificios y me preguntaba cuándo estaría lista para usarlos. Después de dos años juntos, y de seis años de congelar mis óvulos, llegó el día.

Mi doctora llamó y me dijo que solo ocho de mis catorce óvulos habían sobrevivido al descongelarlos. Los fertilizamos todos con el esperma de Rob, pero solo tres se habían convertido en embriones. “Los óvulos congelados siempre son impredecibles”, dijo. Tendría que esperar otra semana para saber si los últimos tres continuarían dividiéndose y multiplicándose. El día después de Navidad, la doctora llamó otra vez. Los tres habían dejado de crecer.

No podía ni hablar. No sentía tanto como que mis óvulos me hubieran fallado, sino que yo les había fallado a ellos. Tenía 41 años y mis posibilidades de traer un bebé biológico a casa se escurrían entre mis dedos.

Mi doctora estimaba que tenía 15 por ciento de probabilidades de concebir si invertíamos unos 20 mil dólares en un procedimiento de fertilización in vitro que mi seguro no cubría. Lo intentamos de todos modos —dos veces— porque habíamos llegado tan lejos y no íbamos a dar vuelta atrás ahora.

Igual, nada de bebé.

Pasé meses hecha un ovillo en el sofá, maldiciéndome a mí misma, a mi matrimonio y a los fracasos de la ciencia de la fertilidad por llevarse mi última oportunidad de tener un hijo biológico.

Esta es la verdad: la tecnología de reproducción asistida les da esperanza a las mujeres, pero no es una varita mágica. Lo aprendí a la mala, tanto de mi experiencia como de los cientos de horas que pasé chateando y en grupos de Facebook escuchando a otras mujeres compartir su experiencia, extrañas en silencio y vergüenza.

Interiorizamos nuestra ira, nos culpamos a nosotras mismas por no haber sido suficientemente inteligentes o estratégicas para evitar acabar en esta posición mientras, al mismo tiempo, estamos demasiado conscientes de lo privilegiadas que somos de tener la oportunidad de acceder a estos procedimientos en primer lugar. No nos fallaron nuestras carreras, ni las promesas del feminismo ni nuestras parejas que nos amaban o no nos amaban, sino el establecimiento médico que nos vendió la fantasía de que podríamos tener todo lo que queríamos a nuestro propio ritmo.

Yo me he permitido volver a soñar. En lugar de fantasear con mis óvulos congelados en algún edificio del otro lado del río en Manhattan, me siento en mi terraza a pensar en qué otros modos podríamos crear una familia con Rob. Una opción son los óvulos de una donante; la adopción es otra.

Ahora, al cerrar los ojos, conjuro imágenes de nuestra futura hija corriendo en la playa con su balde y su pala o con un vestido color arándano y mallas azul marino en su primer día del jardín de niños. Es tan real como el horizonte frente a nosotros.


©The New York Times 2019