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Junto a los pabellones de Australia, Birmania, Rusia o el Reino Unido, en la Triennale de Milán puedes visitar el de La Nación de las Plantas. A través de datos estadísticos, instalaciones vegetales y vídeos de experimentos, la muestra nos recuerda que sin el reino botánico no existirían el oxígeno ni la atmósfera ni los alimentos. De ese reino depende la vida entera del planeta Tierra.

El recorrido se abre con una imagen gigante que ilustra nuestra ceguera vegetal: aunque predominen los árboles, los arbustos o las flores en ese rincón de la selva, estamos programados genéticamente para fijarnos sobre todo en ese tigre que nos mira, agazapado, en una esquina.

La sala en que unos espejos multiplican la vegetación, el vídeo que revela que la actividad química de las raíces es muy similar a la de un cerebro o el dispositivo luminotécnico y musical en que descubrimos cómo se comunican entre ellas todas las partes de una planta comparten el objetivo de hacer visible una dimensión de la realidad a la que nunca le hemos prestado la atención que merece.

El proceso de visibilización culmina en los dos últimos espacios, donde escuchamos el discurso de La Nación de las Plantas en la sede de Naciones Unidas de Nueva York y donde leemos su Constitución. La voz y la prosa pertenecen a Stefano Mancuso, director del Laboratorio Internacional de Neurobiología Vegetal de la Universidad de Florencia, autor de varios libros de referencia sobre la sensibilidad y la inteligencia de las plantas y curador de la exposición.

Si la entrada —con su tigre— se encuentra junto a la fascinante The Great Animal Orchestra, la salida da al resto de los pabellones nacionales, sin puertas ni barreras, porque como recuerda Carlo Sgarzi —asistente del comisario—, “la nación vegetal no tiene fronteras y cree que todos los individuos son siempre recursos, no costes ni problemas”.

No es extraño que Mancuso haya recurrido a los códigos de la ciencia ficción para conceptualizar su último proyecto: “Si llegara al planeta Tierra una nave alienígena, su tripulación seguramente se dirigiría a las plantas, vería en ellas a sus interlocutores naturales, pues constituyen el 81,8 por ciento de la vida de nuestro planeta”, afirma el investigador y divulgador. “Y a la inversa: para poder entenderlas, para poder narrarlas, hay que pensar que las plantas son extraterrestres”.

Cabello y barba grises, Mancuso es un hombre de aspecto tranquilo, a quien imaginas fácilmente hablando con las plantas de su laboratorio en esa misma voz baja que templa cada una de sus frases, para enunciar con absoluta normalidad ideas y afirmaciones que atentan contra las definiciones que circulan sobre qué significa ser humano, contra todo lo que nos han enseñado.

“Darwin es uno de mis héroes de la infancia, porque era un viajero, un explorador, capaz de estar cinco años fuera de casa”, me cuenta el autor de Uomini che amano le piante. Pero fue en la edad adulta cuando se dio cuenta de la auténtica envergadura del personaje: “Tal vez sea el mayor científico de la historia, hay que pensar que en su época la ciencia —no la religión, la ciencia— creía que los seres vivos eran creación divina, el salto que nos hizo dar no tiene precedentes”.

Gracias a esa tradición de sabios que miraron, que prestaron atención, que escucharon a las plantas, Mancuso acabó abducido por su campo de estudio. ¿Cuál es el origen de su interés por el reino vegetal? “Lo he hablado con muchos colegas botánicos: ninguno de nosotros conserva un recuerdo de la niñez en que sintiera un interés genuino por las plantas”, me responde. “Se trata de una pasión muy intelectual, no es intuitiva, por tanto no es propia de la infancia, sino de la edad adulta”.

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El botánico italiano es uno de los divulgadores más interesantes e influyentes del reino vegetal.

El otro día su padre le envió una foto en que aparece de niño mirando con mucho interés una gran hoja y le dijo: ¿ves cómo desde siempre te interesaron las plantas? Pero él le respondió que en realidad no se fijó en ellas hasta que empezó a realizar sus propios experimentos, durante su doctorado en Pisa a fines de los años ochenta. Fue entonces cuando vivió sus semanas “eureka”.

Construyó un recipiente de cristal para estudiar cómo reaccionan las raíces ante la presencia de un obstáculo. Según el conocimiento de la época, la raíz chocaría contra esa presencia inesperada y después se desplazaría en forma de zigzag sobre su superficie, hasta lograr esquivarla y proseguir su camino. Él vio con sus propios ojos que, en realidad, algunos centímetros antes del contacto, la raíz ya comenzaba a desviarse, para rodear el problema sin llegar a rozarlo.

No solo eso: la raíz tomaba su camino por la izquierda o por la derecha según fuera más rápido. Y en el caso de que estuviera descendiendo por el centro exacto, en el 50 por ciento de las ocasiones optaba por un lado, y en el otro 50 por ciento, por el otro.

“Yo no me esperaba nada de eso, estaba dispuesto a observar lo que se suponía que ocurriría según lo que había leído, y a trabajar a partir de esos datos, pero de pronto me di cuenta de que la planta podía percibir y decidir, que había algún tipo de sensibilidad y de inteligencia en ella”, me dice con un eco de aquella emoción todavía rebotando en sus pupilas. “Sigo trabajando en la dimensión que me abrió aquel primer experimento”.

“La nación de las plantas reconoce y garantiza la práctica de la ayuda recíproca y el apoyo mutuo entre las comunidades naturales de seres vivos”.

Hijo de un general y de una maestra, ambos ahora merecidamente jubilados, Mancuso se crió en una caserna militar de Catanzaro, la capital de Calabria que antaño fue famosa por su industria de la seda. “Se llama Franco”, me dice con una media sonrisa, “ya sé en España un general que se llame Franco suena fatal”. Su padre era un oficial atípico, que nunca quiso que sus hijos siguieran su carrera: “Mi hermano menor, Gianluca, de hecho, intentó ingresar en la academia y mi padre llamó por teléfono a un colega para hacer que no lo admitieran”.

Fue su madre, Rosaria, y su otro hermano, Michele, quienes más influyeron, directamente o indirectamente en el futuro del joven Stefano. Ella, siempre cultivando sus flores, siempre rodeada de plantas, le comunicó su amor por la botánica. Él, dos años mayor que Mancuso, sufre una discapacidad que obligó a sus padres a llevarlo a diversos especialistas de toda Italia: “Fue en aquellas largas esperas médicas cuando me aficioné a la lectura, me acuerdo totalmente de la primera novela que leí entera, una de Emilio Salgari, El tesoro del presidente del Paraguay”, y se ríe. Después llegaron las ficciones de Alexandre Dumas y de Julio Verne y las obras de los clásicos de la literatura, aunque cursó el bachillerato en el Liceo Científico.

La caserna era —en su recuerdo— un lugar perfecto para el ejercicio de la libertad y para el constante descubrimiento. Un espacio de varias hectáreas, vallado, vigilado, absolutamente seguro, donde “yo podía explorar libremente, pasar horas en soledad, entendiendo cómo funcionaba el mundo”. En cuanto cumplió quince años también empezó a viajar solo. Un verano recorrió Italia y otro, Francia e Inglaterra. Pero fue en el mar de Calabria, durante las vacaciones escolares, cuando conoció de adolescente a quien sería y sigue siendo sus esposa, Anna Maria.

Escogió Florencia para sus estudios superiores en parte por ella, que es del norte de Italia. “Pero entré en Ingeniería Agrícola porque pensaba que tenía más salida profesional que Física o que Biología, no porque ya supiera cuál era mi vocación”, me confiesa. No fue hasta los estudios de postgrado en Pisa cuando llegó el experimento con las raíces, la sorpresa, la lenta iluminación.

¿Sería posible nuestro conocimiento actual del mundo vegetal sin la ayuda de la última tecnología?, le pregunto: “Hay una que ha sido central, porque hace sesenta años era muy compleja, y ningún botánico la utilizaba, y ahora en cambio se puede aplicar con un teléfono móvil: la cámara rápida”. Mediante esa técnica fotográfica se puede observar en pocos minutos cómo una planta se ha movido durante días o meses.

Mancuso es un colaborador nato. En la mayoría de sus libros encontramos cuatro manos. El que lo hizo internacionalmente conocido, Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, lo escribió con la periodista Alessandra Viola; en Biodiversos dialogó con Carlo Petrini, el líder del movimiento Slow Food; y El increíble viaje de las plantas está ilustrado por Grisha Fischer.

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En El futuro es vegetal, Mancuso explicó por qué en el reino vegetal están las claves para corregir los atentados que la humanidad ha cometido contra el planeta.

“La mayoría de las fotografías de El futuro es vegetal son mías”, apunta, “creo que la imagen tiene una potencia superior para comunicar los mensajes”.

La Nazione delle Piante, en cambio, es puro texto, porque se trata de desarrollar los artículos que constituyen la Constitución de esa nación sin Estado ni fronteras. Una vuelta de tuerca a los argumentos de El futuro es vegetal —el mejor que ha escrito—, en que explicó por qué en el reino vegetal están las claves para corregir los atentados que la humanidad ha cometido contra el planeta.

“La nación de la plantas no reconoce la jerarquía animal, fundada en centros de mando y funciones específicas, y promueve las democracias vegetales difusas y descentralizadas”, leemos en el artículo tercero. Y en el octavo y último: “La nación de las plantas reconoce y garantiza la práctica de la ayuda recíproca y el apoyo mutuo entre las comunidades naturales de seres vivos”. El estudioso de las plantas se ha convertido en su portavoz, en su abogado, para revitalizar el género de la utopía.

Su exposición en la Trienal de Milán, de hecho, contrasta con la muestra central, Broken Nature, comisariada por la prestigiosa curadora Paola Antonelli, que explora a través del arte y del diseño cómo el ser humano ha roto sistemáticamente sus vínculos con el planeta. En ella predomina la distopía.

Se trata de la segunda incursión de peso de Mancuso en el ámbito museístico. El verano pasado sorprendió con El Experimento de Florencia, un proyecto con el artista Carsten Höller: los visitantes se tiraban por un tobogán alucinante con una planta en el regazo y después podían comparar, gracias a los sensores, cómo habían reaccionado ambos cuerpos durante la caída. La estructura era, por supuesto, de inspiración vegetal.

También hay una sintonía radical entre la forma y el contenido en las canciones de Botanica, el disco y espectáculo que Mancuso concibió con Deproducers y que ha recorrido los escenarios de toda Italia. Así, el tema en que se habla de la fotosíntesis reproduce en su partitura los ritmos de ese proceso; o cuando se refiere a la dendrocronología simula musicalmente los aros concéntricos que crecen en el interior de los árboles.

Mancuso no cesa de ensayar maneras de narrar esos otros seres vivos, que —de tan presentes— no hemos visto durante millones de años. Las plantas son tan raras, según nuestros parámetros antropocéntricos, que están diseñadas para ser comidas por los animales. Así logran que éstos las protejan, las cultiven, las alimenten, las hagan viajar.

Sus estrategias de supervivencia y de adaptación han sido, desde siempre, totalmente distintas de las animales, porque las plantas apostaron por las raíces, por el sedentarismo. Su necesaria relación con las especies motrices siempre se basó en la seducción. Las plantas nos seducen sobre todo por su fruto, a través de él se aseguran de que las cuidaremos y las difundiremos. Como dice Mancuso: “El tabaco invierte un 30 por ciento de su energía, más o menos lo que un ser humano invierte en su vivienda, en producir nicotina, con el único objetivo de generar dependencia en los animales que lo consuman”.

El error es pensarlas “como animales minusválidos, a quienes les falta algo, movimiento, cerebro, mirada”. Y concluye: “Hay que acercarse a ellas al revés, sin el prejuicio animal: son una forma increíble de inteligencia, como de otro planeta”.


©The New York Times 2019