|Si quieres recibir nuestro contenido en tu bandeja de entrada, regístrate aquí.|

En otoño, mientras colgaba cuadros y fotografías en nuestra nueva casa, decidí usar clavos en vez de cinta adhesiva. Mi familia se acababa de mudar de California a Brooklyn. Era la cuarta mudanza en cinco años. Con tantos cambios era difícil sentirnos instalados, pero mi trabajo era intentar que así fuera.

Quería crear un ambiente de estabilidad mientras mis hijos, en ese entonces de 8 y 11 años, tenían la suficiente inocencia para creer que la vida puede ser estable. Quería crear un sentimiento de esperanza mientras mi marido, Jonathan, seguía siendo lo suficientemente joven para saber que podía volver a empezar.

Yo apenas tenía 45 años, pero mi salud precaria me había enseñado a aprovechar mi tiempo. Ese día tenía agendado asentarnos en nuestro nuevo hogar, un edificio de ladrillo con grandes ventanas, como siempre quise. Los reflejos de la luz en los muros blancos hacían de la casa un espacio familiarmente pacífico. Jonathan desempacaba mientras yo me decoraba; sonaba como una tarea frívola, pero yo sabía que no lo era.

Mientras los niños estaban en el colegio me senté en la mesa de la cocina a buscar entre las cajas. A lo largo de los años había tomado miles de fotografías para documentar cada momento de nuestra vida juntos, que cada uno se extendiera por el mayor tiempo posible. Buscaba fotografías que tuvieran el poder de convertir un recuerdo amargo en uno dulce. Imágenes que parecieran decir: “Te quiero más que nada”; imágenes que susurraran: “No hay palabras para expresar lo triste que estoy de tener que despedirme”.

Fui al segundo piso con las manos repletas de fotos, los clavos y un martillo. Cada uno de mis hijos tenía su propia habitación, cada una con vista hacia el jardín. Iba a empezar mi día ahí antes de recorrer el resto de la casa. Para que cuando regresaran de la escuela a su nuevo hogar, iba a estar lleno de recuerdos acogedores. Si no podía estar ahí para hacer sentir a salvo a mi familia, podía crear ese sentimiento acogedor de esta manera.

Revisé las opciones de fotografías buscando aquellas donde hubiera contacto como abrazos y grandes sonrisas, algo que transmitiera intimidad alegre; una de nosotros acampando que sugiriera el ciclo natural de la vida, y una de ellos con otros familiares y amigos para demostrarles que el amor siempre está al alcance.

§

Cada día me preparo. Tomo un montón de medicamentos y suplementos. Voy al doctor, al psíquico, luego rezo. En mi auto, en mi mochila y al lado de mi cama  tengo nitroglicerina. Tengo una mochila empacada con lo básico en caso de hospitalización. Después de ocho ataques cardíacos ya aprendí a estar lista.

Jonathan se asomó. “¿Cómo va todo aquí?”.

– “Me asustaste”, le dije.

– “Pues ya me ha tocado asustarme por ti”, respondió.

Jonathan es siete años mayor que yo. Tiene un trabajo estresante. No toma vitaminas ni hace ejercicio con regularidad. Aun así, mi salud ha sido el foco a lo largo de nuestro matrimonio. Nada puede competir con la disección espontánea de arterias coronarias, condición descomunal e incurable que tengo en las arterias derecha, izquierda y circunfleja. Mañana podría tener un ataque cardíaco fatal… o no. Mi vida está marcada por el presente justamente porque no sé qué sucederá mañana.

“¿Qué te parece así?”, le pregunté a Jonathan mientras sostenía un marco de madera contra el muro. En esa foto mi hija sale de bebé, dormida en mis brazos. Estoy dándole un beso en la frente y envolviendo mi suéter sobre su cuerpo miniatura. Recuerdo bien ese momento y, como se lo he contado una y otra vez, ella también.

– “No está solo bien”, dijo. “Está bastante bien”, me respondió. Tenía razón.

Desde que sufrí mi primer ataque cardiaco a los 32 años nos hemos abierto el uno con el otro en maneras que antes parecían imposibles. Ya no hay indulgencias sobre no cumplir expectativas o aceptar menos. Estamos siempre presentes y moviéndonos juntos para adelante. Nos ayudamos mutuamente para enfrentar lo que se presente. Con la incertidumbre nos hemos vuelto una pareja muy confiada.

La primera vez que tuve un ataque cardíaco nadie me tomó en serio. Los médicos en la sala de emergencia dijeron que seguramente era un ataque de pánico. ¿Qué más podía ser si estaba recién casada y tenía un cuerpo tonificado por el pilates?

Nadie me prestó atención hasta que la prueba sanguínea de troponina arrojó resultados positivos. Las troponinas son proteínas que se sueltan cuando el corazón ha tenido algún daño. Se me quedaron viendo y me preguntaron si consumía cocaína.

Uno a uno, los médicos buscaron cómo alejarse de mi caso; me prescribieron medicamentos para presión arterial alta y para colesterol alto, problemas que no tenía.

Nosotros convertimos a la crisis en una oportunidad. Pensamos que el universo nos estaba invitando a tener la vida soñada. Jonathan y yo nos mudamos a China, adoptamos a dos hijos. Empezamos un negocio y escribí un libro. La vida era una aventura glamorosa; conseguí todo lo que creía querer.

Luego, ocho años después de la vida perfecta, tuve otro ataque cardíaco. Mi corazón se detuvo por diez segundos.

Si los cuentas en voz alta diez segundos no parece tanto tiempo. Mis hijos no pueden amarrarse los zapatos en diez segundos. A veces me toma diez segundos recordar dónde estacioné el auto. Pero diez segundos es tiempo suficiente para ver qué hay del otro lado de la vida; sentir que ahí está mi abuelo, ver aquella luz, sentirme en paz.

Esos diez segundos cambiaron todo. Después de la experiencia de casi morir nos mudamos de regreso a Estados Unidos. Cerré mi negocio. Nunca regresé a mi vida anterior; no quería hacerlo.

Por mi condición siento una urgencia constante de ayudar a mi familia a entender quién soy y en qué creo. Al descartar nociones anteriores sobre el trabajo y el éxito he podido enseñarles qué es lo que más me importa y he estado presente mientras ellos exploran qué es lo que más les importa.

Vivir así es laborioso. Requiere dosis dobles de espiritualidad, optimismo y pragmatismo. Cada día practicamos. Hablamos sobre cómo sería la vida sin mí; hacemos bromas sobre si soy la Reina de la Salud; oramos. Su confianza es mi mayor logro. En nuestra burbuja solo soy una madre y una pareja; estoy orgullosa y agradecida por ello.

A lo largo de los años he compartido con ellos sobre vida y sobre mis experiencias cerca de la muerte. Hemos aprendido a aceptar lo que es y a soltar lo que no es. Hemos tenido que hacer planes para esta vida y al mismo tiempo hablamos abiertamente sobre querer seguir siendo familia en la próxima vida. Después de esta encarnación nos gustaría ser halcones.

Hasta ahora hemos tenido suerte; me he recuperado de todos los paros cardíacos. La capacidad de mi corazón para bombear sangre incluso aumentó después de los últimos cinco ataques. Su fracción de eyección pasó de 47 a 36 y luego a 50. El rango normal es de 55 a 65. Con tanta incertidumbre hay espacio para los milagros.

§

Por la ventana alcancé a ver cómo mi vecino le daba de comer a decenas de ardillas y pájaros. Nuestro perro salió corriendo hacia la reja. “¡No les ladres!”, le grité. Toqué en la ventana para atraer su atención.

Cuando grito, mi pecho se siente tenso. Siento los paros cardíacos mucho antes de que un doctor pueda preverlos. He aprendido a confiar en mí misma y eso hago. Dejé las herramientas, me senté en el borde de la cama de mi hija. Los ataques cardíacos me han tocado cuando estaba ejercitándome, buscando casas, durmiendo, preparándome para una sesión de yoga y ayudando a mis hijos a hacer sus deberes. Mi corazón no da garantías.

El sentimiento apretujado en mi pecho se esparció como una banda elástica. Sentí un pellizco cerca del desfibrilador que tenía implantado cerca del corazón. Fue un nuevo malestar, pero no un paro. Cuando mi corazón se relajó, regresé a la selección de fotografías.

Más que decorar estaba seleccionando mi legado. Estas imágenes iban a rodear a mi familia la siguiente vez que yo fuera hospitalizada y les iban a dar confort si no regresaba. Estas imágenes iban a ser invaluables.

“Te amo de aquí a París y a Ubud”, les digo a mis hijos cuando los acuesto para dormir, con referencia a ciudades a las que hemos ido antes de que pusimos el ancla en este hemisferio. Mis intereses ya no son tan abarcadores. Me quedo con mis hijos hasta que se quedan dormidos y en la mañana ellos se trepan a nuestra cama por un rato. Somos muy afortunados. No le daría la espalda a esta intimidad por nada del mundo.

Para quedarme con mi familia me he atado a nuevas maneras de hacer las cosas. Dejé de comer y dormir como quisiera hacerlo. Me ejercito más y luego menos, luego no hago nada de ejercicio. He aprendido a depender más de los médicos, luego menos, luego nada. He buscado posibles curas con afán, luego menos, luego nada. Lo que más importa ya está frente a mí.

Este corazón me ha dado claridad, se ha vuelto un instrumento confiable para enfocarme. El miedo es una distracción; el amor y la gratitud son mi propósito. Esa mañana todo lo que podía hacer era mantener el foco en lo que más importa. Recogí el martillo y los clavos. Ya podía ver cómo iba a quedar: un hogar lleno de recuerdos felices, un lugar para asentarnos.


©The New York Times 2019