Lo poco que Fátima recuerda de su parto, en septiembre de 2010, es una pregunta instigadora de uno de los médicos:

— ¿Pudo abrir las piernas antes pero ahora no?

Estaba en una camilla del hospital y no quería que la examinaran. Tenía 13 años. Para ella era doloroso, física y emocionalmente. Un año antes, en su ciudad, en Guatemala, el director de la Secretaría de Bienestar Social, un funcionario estatal encargado de velar por el respeto y la promoción de los derechos de la niñez y la adolescencia, había abusado de ella.

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Fátima se calló por miedo a que no le creyeran, enfrentándose a la culpa y vergüenza creada por el estigma social en su pueblo: el agresor era una persona reconocida por su profesión y tenía un estatus social como funcionario público. Ese miedo aún no ha terminado. Fátima teme encontrárselo porque aún sigue libre.

Nueve años después del crimen, tuvo la valentía de contar esta historia ante el presidente del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, a más de 9.000 km de su tierra natal, en Ginebra, Suiza. Esto ocurrió el pasado miércoles 29 de mayo, un día histórico para las niñas y adolescentes de América Latina.

Fue el 3 de marzo de 2010 cuando le confirmaron que tenía 13 semanas de embarazo. En consecuencia, profesionales estatales y la organización Mujeres Transformando el Mundo (MTM) le dieron atención psicológica, una medida que recientemente quedó definida en la Ruta de Abordaje Integral de Embarazos en Niñas y Adolescentes menores de 14 años.

Aunque Fátima dijo desde el inicio que no se sentía capaz de tener y criar a un bebé, y los informes psicológicos resaltaron el impacto del embarazo no deseado en su salud física, mental y social, los diferentes funcionarios estatales con los que habló no le ofrecieron  información sobre la posibilidad de interrumpir su embarazo.

El momento de enterarme fue fatal. No entendía muy bien lo que era un embarazo y cuando me explicaron caí en depresión. Tenía un miedo terrible a enfrentar el mundo. Muchas veces pensé en matarme.

Aunque el Código Penal de Guatemala permite el aborto para evitar un riesgo en la vida o  salud de las mujeres o niñas, el año pasado se registraron 2.256 nacimientos de bebés cuyas madres fueron niñas menores de 14 años, la mayoría de ellas producto de una violación. Estos embarazos son considerados de alto riesgo para las niñas, pues su cuerpo no está preparado ni física ni mentalmente para la maternidad. Por eso, diversas organizaciones defensoras de derechos de la mujer insisten que negarles su derecho a decidir las obliga a la maternidad, las revictimiza y perpetúa ciclos de pobreza que les impide gozar de una salud integral para que puedan seguir con sus vidas y cumplir sus sueños.

Su mamá fue quien puso la denuncia y, solo dos meses después, las autoridades dictaron orden de aprehensión contra el agresor. Pasado un mes se hizo el primer allanamiento, pero el agresor ya no estaba en su domicilio. La Fiscalía no ha sido proactiva en la búsqueda del agresor y por eso, luego de 9 años, sigue prófugo y el proceso penal en total impunidad.

Según el expediente de su caso, hoy en manos del Comité de Derechos Humanos de la ONU, el Estado de Guatemala le falló a Fátima al no brindarle atención integral y protección como niña víctima de violencia sexual, al no garantizarle acceso a sus derechos sexuales y reproductivos y atención adecuada, suficiente y oportuna para la interrupción voluntaria del embarazo. También obstaculizó su desarrollo como niña, lo cual incluye pensar en aspectos físicos, mentales, espirituales, morales, psicológicos y sociales, que le garantizaran una vida digna.

En otros casos donde el abusador es un familiar y con el pretexto de protegerlas, el Estado guatemalteco saca a las niñas de su casa para meterlas en albergues, donde solo pueden salir hasta que se garantice que el agresor no está en su entorno.

La presión ante la ONU

Como el relato de Fátima, otros cientos fueron documentados en Ecuador, Perú, Nicaragua y Guatemala, por el informe Vidas Robadas: Un estudio multipaís sobre los efectos en la salud de las maternidades forzadas en niñas de 9–14 años, realizado durante el 2015 por Planned Parenthood, una organización que brinda atención a la salud reproductiva en el mundo.

Ximena Casas, subdirectora de Estrategia Regional de Incidencia de esta organización y quien apoyó la documentación de varios de estos casos, cuenta que una de las cosas que más le impresionó, después investigar este tema durante cinco años, es la naturalidad con la que se les habla a las niñas embarazadas como si fueran adultas, a la vez que se las trata como niñas sin capacidad de decisión y autonomía. “Tenemos metido en el ADN que la maternidad es lo perfecto, sobre todo en el rol latinoamericano. Pero se olvida que siguen siendo niñas”, dice Casas.

El estudio de Vidas Robadas evidenció que, aunque los países latinoamericanos tienen legislaciones diferentes, las vulneraciones en las niñas se repiten una y otra vez y no hay una respuesta efectiva desde los Estados que las deberían proteger.

Por esta razón, el pasado 29 de mayo, Planned Parenthood y el Centro de Derechos Reproductivos, junto cuatro organizaciones latinoamericanas, colocaron una petición ante el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas (ONU) solicitando cambios estructurales en las políticas de la región para que los Estados respondan a su obligación de garantizar los derechos sexuales y reproductivos de las niñas y les aseguren una vida libre de violencia y discriminación.

Para ello, presentaron cuatro casos de niñas latinoamericanas, que siendo menores de 14 años fueron víctimas de violencia sexual y a quienes se le negó el acceso integral a salud, obligándolas a tener embarazos forzados. Dos de ellas —Fátima y Norma, que hoy son mujeres jóvenes— contaron su historia, con la esperanza de que su verdad no siga siendo ignorada.

Catalina Martínez, directora Regional para América Latina y el Caribe del Centro de Derechos Reproductivos, explica que se hicieron dos peticiones principalmente: que el Comité de Derechos Humanos reconozca la violación a la vida y el trato cruel e inhumano ocurridos en estos cuatro casos y que se garantice el acceso a la interrupción legal, segura y voluntaria del embarazo para niñas sobrevivientes de violencia sexual, entendido como un servicio de salud necesario para evitar riesgos físicos, mentales y sociales en sus proyectos de vida.

“Los Estados no quieren verse internacionalmente como los que violan derechos humanos y no los reparan”, explica Martínez. “Esta estrategia manda un mensaje muy fuerte y es que, inclusive cuando fallan en asumir sus obligaciones de servicios de salud y una justicia adecuada para solucionar estas controversias, la ciudadanía sigue contando con recursos internacionales para exigirle al estado que cumpla con sus obligaciones”.

Cuerpos que no están preparados para la maternidad

El parto de Fátima era riesgoso, pero el bebé sobrevivió. Un privilegio que no tienen todos los hijos de niñas madre. En los países de ingresos bajos y medianos, los bebés de madres menores de 20 años tienen un riesgo 50% superior de morir en las primeras semanas de vida al de los bebés de mujeres de 20 a 29 años, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).

En este arduo proceso, las niñas sufren violencia obstétrica, en la que se les culpa de su situación o se les hace más tortuoso el acceso a los chequeos de seguimiento.  

El litigio estratégico ante la ONU busca que no se sigan repitiendo casos como este, que al igual que la gran mayoría de niñas-madres, sufren vulneraciones en su salud integral. Como medida de reparación se espera que niñas, niños y adolescentes, tengan acceso oportuno a educación sexual, anticoncepción y servicios de atención prenatal para detectar complicaciones tempranas. Cada año, cerca de 2000 jóvenes de 10 a 24 años mueren por causas relacionadas con la maternidad en la región de las Américas, según la Organización Mundial de la Salud.

La transición a la maternidad durante la niñez también causa depresión, ansiedad y estrés post-traumático porque las niñas no están preparadas para el sexo, el matrimonio ni el embarazo, aún menos si no es consensuado. Así lo explican estudios como Niñas Madres. Embarazo y maternidad infantil forzada en América Latina y el Caribe, realizado por el Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de la Mujer (CLADEM). Las condiciones socioeconómicas desfavorables también generan baja autoestima, altos niveles de estrés o falta de apoyo de la pareja o familia. Es tanta la afectación emocional que el suicidio es una de las causas de mortalidad materna en la adolescencia, según Unicef.

José Andrade, psicólogo clínico ecuatoriano y quien ha trabajado con niñas sobrevivientes de violencia sexual comenta que el rol de la maternidad llega con frustraciones, debido a que empiezan a asumir responsabilidades de adultas que no les competen. “Se frustran y se sienten culpables”, le explicó al equipo periodístico de GK, en Ecuador.  

Las vulneraciones del embarazo temprano también tocan el ámbito social y sus proyectos de vida. Fátima tuvo que desescolarizarse y trabajar para asumir los gastos de su hijo, en un empleo en el que no alcanza a ganar el sueldo mínimo. Tampoco recibió ningún apoyo del Estado para poder vivir en condiciones dignas.

Una de cada cuatro adolescentes que vive en zonas rurales y en situación de pobreza no asiste a la escuela y trabaja en labores domésticas o de cuidados no remunerados, según Unicef. Pero además, el Fondo de Población de las Naciones Unidas (Unfpa) ha señado que las niñas están cinco veces más expuestas a matrimonios infantiles o a una unión temprana en entornos de pobreza y vulnerabilidad. La evidencia científica en sus informes demuestra que se trata de un problema cíclico porque en la mayor parte de los casos, sus madres también han sido víctimas de violencia de género o fueron madres tempranas con bajo nivel escolar.

Impedir el derecho a la educación afecta el tiempo de ocio y se convierte en una carga económica que las niñas no pueden y no deberían asumir.

niñas madre Latinoamérica

Ilustración de Catalina Vásquez (@kathiuska)

¿Cómo entender el problema sin poderlo medir?

La falta de información y su difícil acceso es otro de los asuntos detectados y de las peticiones ante la ONU. Los Estados tienen que monitorear con claridad el impacto de la maternidad forzada.

Hasta ahora, las Encuestas Nacionales de Salud de cada país, la principal fuente de información sobre el tema, muestran que el embarazo adolescente en Latinoamérica se ha medido fundamentalmente de los 15 años en adelante. Sin embargo, son las menores entre 10 y 14 años quienes están el lugar más vulnerable e invisible.

En este grupo poblacional hay un bache de información completa y confiable, que impide entender el problema, con estadísticas regionales y nacionales que, además, incluyan datos sobre comunidades urbanas, rurales y pluriétnicas. Esto aumenta la posibilidad de que sus necesidades sean desatendidas.

Así lo reflejaron las aterradoras cifras expuestas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por trece organizaciones de la región y un consorcio que aglomera a otras 150, en octubre de 2017. En México, de cada 10 violaciones 4 son de menores de 15 años; en Ecuador de 10 denuncias sobre violencia sexual 8 son de niñas menores de 14 años; en Colombia cada hora una niña entre los 10 y 14 es víctima de violencia sexual; en Guatemala, cada día se registran 5 embarazos de niñas menores de 14 años y en Argentina cada tres horas una niña de 14 años o menos se convierte en madre. En Honduras, 21.150 niñas menores de edad dieron a luz en los diferentes hospitales públicos del país, durante el 2017, según la Secretaría de Salud, lo que representa un promedio de 58 partos de menores de edad cada día.

Según explica Lorna Jenkins, oficial del Fondo de Población de las Naciones Unidas (Unfpa) uno de los motivos para que los países de la región no hayan recolectado esta información en el pasado es que no era un indicador prioritario en sus políticas. Según cuenta, Colombia es el único país que ha empezado a hacer preguntas desde los 13 años en las Encuestas de Demografía y Salud. “Estamos en un proceso de educar a los países para que vean lo importante de visibilizar a estas niñas en sus encuestas”, comenta.

El Observatorio de Salud Reproductiva (OSAR) de Guatemala, por ejemplo, del cual el Congreso de la República forma parte, registró que en 2018 hubo 1,050 partos de niñas entre 10 y 14 años y 2,256 inscripciones de nacimiento. Más niños inscritos que partos. ¿Por qué?

Mirna Montenegro, médica cirujana, doctora en sociología y directora del OSAR, explica que esto sucede porque la mayoría de niñas menores de edad no acceden a centros de salud para tener a sus hijos. Como el embarazo en menores de 14 años es considerado un delito, la familia prefiere mantener el parto en el hogar y no asistir al sistema de salud ya que en muchos casos, los agresores son sus padres o algún familiar.

Además explica que no existe un control estricto sobre los datos de embarazos en niñas del Ministerio de Salud Pública. Y eso, evidentemente, genera muchas imprecisiones. Por ejemplo, según cuenta, algunos centros de salud registran como embarazo molestias estomacales. En otras ocasiones, cuando una niña embarazada asiste a tres centros de salud distintos, se registra el mismo caso, tres veces.

Los agresores están en su espacio más seguro

Norma, la otra joven que el miércoles pasado compartió su historia ante los comisionados de la ONU, compartía casa con su madre, sus hermanos y con el que resultaría su violador: su propio padre. Tenía 12 años cuando las noches se le convirtieron en una pesadilla.

Desde los primeros años, había sido testigo de la violencia doméstica y sexual en su propio hogar. Su mamá huyó de la casa por las agresiones del papá, cuando ella apenas tenía cuatro años. Un año después, su papá fue acusado de violar a una prima de apenas 12 años.  

A raíz de esa situación, el extinto Instituto de la Niñez y la Familia de Ecuador (INFA) la envió a vivir con una tía, con una prima y luego con una amiga de la prima. Como si fuera un objeto prestado, de casa en casa. Finalmente, a sus siete años, la dejaron con su madre y su nuevo padrastro, sin imaginar que este también era un violador: había abusado de la hermana de Norma y la dejó embarazada a los 11 años.

De este entorno de violencia la rescató su hermano mayor, quien la llevó a vivir con sus abuelos paternos durante dos años. Hasta que la abuela se enfermó y de manera irresponsable fue puesta de nuevo con su papá biológico.

Ahí fue el primer abuso sexual y el comienzo de esa tortura. Su padre la mantenía encerrada, obligada a encargarse de las labores domésticas, sin poder estudiar.

Esta realidad se refleja en varios casos analizados en Ecuador por el informe Vidas Robadas, donde el 12% de los casos documentados en ese país reportan como agresores a los padres de los recién nacidos. En Perú, el 83% de las niñas quedaron embarazadas de su pareja, de un familiar o de un vecino. Y en Nicaragua, el 93% de los agresores tenían alguna relación con la adolescente, ya sea de parentesco, sentimental, de guía espiritual, de guía educativo o de vecindad, con edades entre los 18 y los 60. En estas relaciones desiguales, donde la pareja por lo general es mayor que ellas y se niega a usar preservativos o prohíbe el uso de cualquier método anticonceptivo, las niñas se ven más expuestas a enfermedades como el VIH, según lo ha documentado la Organización Mundial de la Salud, en un informe de 2009.

Norma nunca recibió educación sexual en sus pocos años de estudio, a pesar de que la Constitución ecuatoriana requiere que todas las entidades educativas la impartan.

De acuerdo a información de la CEPAL, en catorce países de la región existen legislaciones, programas o políticas públicas en temas de educación sexual: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, el Ecuador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Paraguay, Perú y Uruguay. Si bien existen políticas públicas escritas que respondan a acciones de promoción y prevención, en la realidad es difícil acceder a educación sexual y anticonceptivos y existe a su vez un vacío informativo propiciado por las escuelas. La salud sexual y reproductiva se sigue entonces tratando como un tabú.

Norma tampoco sabía que la ausencia de menstruación era señal de embarazo. Con los meses y los dolores agudos en el vientre logró que su hermana la llevara a un centro médico, donde le dijeron que tenía siete meses de gestación.

Aunque se enfrentó frecuentemente a ideas suicidas y no quería tener un hijo que pondría en riesgo su vida y su desarrollo, la médica que la atendió le negó la interrupción voluntaria del embarazo (IVE). Le dijeron que “ya era muy tarde”. El personal médico no escuchó su voluntad.

La ley ecuatoriana no estipula plazos para acceder al aborto y permite su uso cuando se trata de evitar un peligro para la vida o salud de la mujer o niña embarazada o si el embarazo es consecuencia de una violación en una mujer que padezca de discapacidad mental. Y aún así la forzaron a ser madre. Las vulneraciones a su salud siguieron. Como no quería que la revisaran por el trauma del abuso sufrido, la amenazaron con trasladarla a otro hospital. Su tía tuvo que acudir a la Fiscalía para lograr un parto por cesárea y como consecuencia de toda esa violencia psicológica, Norma no quiso ver ni amamantar al niño.

La Ley Orgánica de Salud, además, reconoce como problemas de salud pública el embarazo adolescente, la mortalidad materna y el aborto riesgoso y tiene que garantizar el acceso a los servicios públicos de salud sin costo para las usuarias. Pero a Norma la discriminaron y le negaron sus derechos.

A pesar de que en Ecuador, desde 2008, existe un Plan Nacional de Prevención del embarazo en Adolescente, como Norma 56.298 niñas entre 10 y 19 años parieron al menos una hija o un hijo en 2017 y se registraron 32 casos de muerte materna entre los 15 y 19 años, según el Ministerio de Salud de este país.

Las instituciones de su país fallaron en garantizarle una niñez segura, en la que pudiera cumplir su sueño de estudiar. Al contrario, para poder mantener a su hijo tuvo que empezar a trabajar como empleada doméstica y a estudiar solo los domingos.

Virginia Gómez de la Torre, directora de la Fundación Desafío y quien acompañó la documentación de 16 casos en Ecuador, afirma que la respuesta del Estado no ofrece a estas niñas asesoría, apoyo psicológico o información para que tomen decisiones autónomas. “El Estado es cómplice y vuelve a violar sus derechos porque no le da la posibilidad de decidir si quiere o no continuar con el embarazo”.

Además explica que el sistema de adopción en Ecuador tiene que agotar todas las posibilidades para que el niño o la niña quede preferentemente con los familiares. “Supuestamente sería el mejor escenario para un niño, pero en ese marco la interpretación que tenemos es que el sistema está diseñado para que las mujeres se queden con la responsabilidad de los hijos a toda costa. El sistema no ayuda a que se puedan dar en adopción.”

Como pasa la mayoría de veces, el proceso penal no avanzó. El agresor tenía una denuncia previa por violación —lo que convertía a Norma en potencial víctima de violencia sexual— y en la denuncia se entregó la identidad y ubicación del victimario. Pero eso no fue suficiente para encontrarlo. Cuando la policía fue a buscar al padre, ya había huido. Y unos años después falleció de cáncer.

El proceso de indagación continúa abierto y en impunidad. Tanto para Norma, como para su prima.

—A veces me da pena cómo me pasan las cosas y me pongo a pensar por qué mi papá me hizo esto— dice su testimonio.

Un problema que tiende a crecer

Según un informe de 2017 del Guttmacher Institute, durante el período 2010–2014, la región de América Latina y el Caribe tuvo la tasa de embarazos no planeados más alta de cualquier región en el mundo: 96 por 1,000 mujeres en edades de 15–44.

Además, niñas menores de 14 años son obligadas a ser madres porque no tienen la posibilidad de interrumpir su embarazo, dejándolas ante un mundo clandestino de aborto o adopciones ilegales. En Nicaragua, El Salvador, Haití, República Dominicana, Surinam y Honduras se prohíbe absolutamente en todos los casos. En Antigua y Barbuda, Dominica, Paraguay, Venezuela y Guatemala solo para salvar la vida de la mujer o la niña. En este sentido, el informe Embarazo no planeado y aborto inseguro en Guatemala: Causas y consecuencias, del Guttmacher Institute, explica que la mayoría de abortos no son practicados en este país por profesionales capacitados: el 49% de los abortos los practican comadronas parteras tradicionales y tan solo el 16% lo hacen los médicos.

Brasil, Chile, México y Panamá lo permiten también en caso de violación. En Perú está prohibida la distribución de la anticoncepción de emergencia por parte del Estado. En contextos con más opciones legales como el de Cuba, Puerto Rico y Uruguay no hay restricción en cuanto a la razón. Y en otros como México, el aborto está despenalizado hasta la semana 12, por voluntad libre de la mujer. En Colombia existen tres causales que lo permiten, pero miles de niñas embarazadas siguen siendo tratadas como si su única opción en la vida fuera parir.

En el 2017, 5.804 niñas menores de 14 años fueron madres en Colombia. Técnicamente, todas abusadas sexualmente, pues el Código Penal colombiano prohíbe las relaciones sexuales con menores de esta edad. Todas tenían derecho a terminar voluntariamente su embarazo, gracias a la sentencia C-355 de 2006 que despenalizó el aborto en tres causales: cuando el embarazo es producto de una violación, cuando la salud de la madre está en riesgo o el feto tiene malformaciones. Sin embargo, una investigación de Mutante constató que solo 146 niñas menores de 14 años tuvieron abortos en 2017, muchos de ellos espontáneos, tan solo el 2,5% de las niñas que quedaron embarazadas ese año. Es decir, el acceso al aborto sigue siendo más una promesa de papel.

En esta línea, Mariana Ardila, abogada de Women’s Link Worldwide, una organización internacional que lucha jurídicamente por los derechos de las mujeres y las niñas  explica que obligarlas a continuar estos embarazos cuando no lo desean es continuar la violencia de la que ha sido víctimas. Y agrega que las afectaciones vienen en cadena. “Como no hay educación sexual integral, se les impide conocer su cuerpo y determinar cuándo hay una caricia o un tocamiento inadecuado. Al no tener acceso a un anticonceptivo de emergencia o al aborto mismo, se hace difícil garantizar métodos seguros, especialmente para las niñas, que no están preparadas ni física ni psicológicamente para una maternidad”, explica.

El caso de Norma refleja la negligencia estatal a la hora de acceder a un aborto terapéutico. Su caso refuerza una de las peticiones ante la ONU: que los Estados Latinoamericanos dejen su indolencia y promuevan la construcción y socialización de rutas específicas de atención para estas niñas y capaciten a sus funcionarios judiciales y médicos en atención integral con una perspectiva de género y derechos humanos.

Aunque algunos gobiernos latinoamericanos han intervenido y hecho esfuerzos por avanzar en la creación de planes, programas, leyes, las barreras de acceso a la institucionalidad son tan reales como constantes. Pero además, queda una pregunta: ¿Las posibles soluciones gubernamentales se centran en las niñas como problema y tratan de cambiar su conducta como solución, sin tener en cuenta el rol de los hombres y los niños en la prevención del embarazo adolescente?

Brenda Álvarez, coordinadora del área legal de Promsex, una organización peruana para la defensa de los derechos en salud sexual y reproductiva, expuso ante la CIDH que las barreras más grandes en la atención se deben a la implementación inadecuada de protocolos, a los estereotipos de género en los prestadores de salud, a la falta de personal capacitado y la demora en la atención a niñas. “En muchos casos, las propias leyes penales señalan requisitos desproporcionados, como por ejemplo la existencia de una denuncia previa por el delito de violación o incluso que la denuncia se haya presentado antes de tener conocimiento del embarazo”, explicó en octubre de 2017.

La última vez que alguien se tomó el trabajo de sistematizar las cifras de la región —la Cepal, hace nueve años, sumando las cifras de sólo once países— estableció que unas 60 mil niñas latinoamericanas eran madres cada año. La cifra hoy es considerablemente mayor. La mayoría de ellas, no están preparadas y tienen hijos producto del abuso de poder. Y una vez embarazadas, sus respectivas sociedades las tratan como si su único destino fuera reproducirse: en los países más represivos, las persiguen si abortan; en los países más liberales, los operadores de salud, bienestar y justicia no les informan lo que les garantiza la ley.

Por eso a Norma y a Fátima no les queda de otra que esperar a que la Comité de la ONU se pronuncie. Ellas más que nadie saben que el futuro de miles de niñas se  juega cada día en América Latina.


Este reportaje es parte de #NiñasNoMadres, la primera conversación regional sobre el impacto del embarazo forzado de niñas en América Latina. Una alianza entre GK y Wambra Medio Digital Comunitario (Ecuador), Mutante (Colombia), Ojo Público (Perú), Nómada (Guatemala) y Managua Furiosa (Nicaragua).