Mi nombre es Carla Heredia y tengo 28 años. Mis papás me dicen Carlita, algunos amigos Carla, otros gran maestra. A veces alguien en la calle me dice “usted es la niña del ajedrez”. Para la gran mayoría, el ajedrez es el deporte con el que le he dado triunfos al Ecuador. Para mí, es mucho más que eso: fue mi guarida, ha sido y será mi salvavidas. He hablado brevemente de esto pero es la primera vez que escribo al respecto.
Esta columna (quizás sea más una carta) es para las niñas quienes como yo (hasta el día de hoy) son tildadas de raras. A quienes les cuestionan, de forma absurda, su físico y sus aficiones. Hoy me siento empoderada y libre para hablar en contra del bullying. Pero no siempre fue así.
No puedo negar que fui una niña atípica. No me gustaba lo que a la mayoría de mis compañeras sí. Nunca disfruté las barbies y a pesar de que me las seguían dando, jamás les agarré gusto. En los recreos de la escuela, era la única que jugaba fútbol. La mayoría de mis amigos eran niños. Fui la que detestaba y cuestionaba usar falda para ir a la escuela porque no le hallaba sentido a una prenda tan incómoda y que me impedía jugar fútbol. Siempre preferí un calentador. No usé jean hasta que fui adulta. Puede parecer trivial pero no lo fue. No lo es. En ese entonces y aún hoy existen muchos estereotipos sobre cómo se deben vestir las niñas (y los niños) y qué juegos debería jugar cada uno.
Yo elegí jugar ajedrez. Aunque no es un deporte popular en Ecuador, cuando tenía siete años mis padres me inscribieron, como extracurricular, a aprenderlo junto a la gimnasia. El ajedrez me llamó la atención desde el principio porque era un deporte donde niñas y niños jugaban y entrenaban juntos (dejé de ser la única en el grupo de niños, como en el fútbol). Tuve compañeros y compañeras que se destacaban en el ajedrez y en la escuela. Y pronto noté que crecer siendo una niña atípica no pasa desapercibido ni por algunos compañeros ni por algunos familiares ni por algunos padres de familia. No fue fácil escuchar seguido cuestionamientos sobre mi apariencia y gustos: desde por qué no era igual a la mayoría de niñas hasta que es “raro” que pida por navidad un carrito a control remoto (veía bastante la fórmula 1) pasando por escuchar susurros de adultos sobre mis elecciones de ropa. Para mí el atuendo, quizás hasta hoy, es solo un accesorio y no le presto demasiada atención.
El ajedrez fue mi guarida. Se volvió mi escudo ante el mundo. Aún me cuesta ver fotos de niña y recordar cómo solo intentaba mejorar para que nunca nadie más me pregunte sobre por qué llevo el pelo así o la ropa así. Por lo general vestía calentadores, gorra, zapatos cómodos y llevaba el pelo largo. Nunca me interesaron los vestidos o ropa normalmente asociada con niñas. En la adolescencia, no me sucedió lo que a la mayoría de mis compañeros: querer salir con alguien, arreglarse más. Para ese entonces, ya había hecho un nombre en el ajedrez, pero no faltaba quien cuestione por qué no usaba maquillaje como otras adolescentes. Se siente extraño cuando una y otra vez te recuerdan que no calzas con la norma. Por eso, cuando me enfrentaba a esos comentarios y miradas, pensaba en el ajedrez y las ganas de superarme.
Cuando cumplí quince no pedí una fiesta rosada. Una vez más, cuestionaba lo establecido porque no entendía su propósito. En vez de eso, pedí salir del colegio para estudiar a distancia y dedicarme al ajedrez para cumplir mi sueño de llegar al equipo Olímpico de Ecuador. Luego de meditarlo mucho, mis padres me lo permitieron. Una de las tantas veces que me apoyaron. Gracias al ajedrez pude viajar, conocer otras culturas mientras perfeccionaba mi técnica en el juego ciencia y sobre todo, quizás sin saberlo, me iba empoderando más. Llegué a entender que no existe una manera única de ser mujer y que jamás volvería a sentirme menos por no entrar en la norma. Hoy a veces uso vestido o maquillaje. Lo hago cuando quiero y no por calzar. La mayoría del tiempo prefiero un look relajado, me sigue encantando el fútbol y compito en el ajedrez ya no para esconderme sino porque me gusta. Me emociona darle una alegría a Ecuador. Me gusta motivar a más niñas, niños y jóvenes a luchar por sus sueños sabiendo que más que cualquier medalla, tienen el poder de crear un mejor país.
Cuando tenía 18 años llegué al equipo olímpico de Ecuador. En el 2008 jugué mi primera olimpiada en Alemania. Hoy ya suman cinco. En 2010, fui la primera ecuatoriana en la historia en llegar a un mundial femenino y en 2012 alcancé el título de gran maestra. Me gané una beca en la universidad de Texas Tech donde me gradué del pregrado de Psicología en 2016 y en 2018 terminé una Maestría de gerencia deportiva. Ha sido un reto compaginar los estudios con el ajedrez pero con dedicación fue posible.
A partir del 2012, empecé a salir de la burbuja del ajedrez y me empezaron a interesar causas por las que muchas personas y grupos luchan para que Ecuador sea un país más justo e igualitario. Sé que mi aporte puede ser poco pero también sé que desde cada espacio donde nos encontremos, podemos cambiar las cosas.
Creo que una de mis grandes causas es el respeto. Creo que las palabras que decidimos usar importan y es porque sé lo hiriente que puede ser una frase, en especial para alguien que está creciendo. Soy soñadora y me imagino un futuro donde cada casa, escuela, institución pública o privada esté libre de odio, de chistes machistas, de xenofobia, de homofobia y de todo lo que no contribuya al crecer como país.
Cuando era niña muchas veces me costó ver esa “luz al final del túnel” y lloré incontables veces en mi cuarto sin entender porqué era “rara” maldiciendo sobre por qué no era igual a otras niñas a las que le gustaban las muñecas, la moda o el maquillaje. Aún a mis 28 años, recibo comentarios absurdos sobre si debería salir maquillada en la foto o arreglarme más o vestirme más así… o por qué no me veo tan “mujercita”. Afortunadamente, con los años y muchas experiencias en mi vida, he logrado saber que solo yo puedo definir quién soy, y que usar determinada ropa o accesorio no me hace ni más o menos.
Detrás de todas mis medallas hay mucho esfuerzo. Pero detrás de varias hay una niña que se escondía de un mundo hostil. Ojalá ningún niño o niña tuviera esa sensación de ser “raro” y supiera que todos somos únicos e irrepetibles.
Si pudiera decirle algo a mi yo de 8 a 14 años o alguien que está viviendo algo similar a lo que yo pasé, sería que no existen juguetes, ni colores de niños y otros de niñas. No existen niñas raras o normales, solo existen niñas. Cuestiónalo todo, sé valiente, y sé simplemente tú, que así eres genial.
Con cariño,
Carla
Esta columna es parte del proyecto Hablemos de Niñas que se hace gracias al apoyo de