Hace poco mi hijo Roman volteó a verme mientras leía y me dijo: “Ma, ¿me pasas una cobija? Esta es mi parte favorita del libro y no quiero pararme”.

Cuando veo a mi hijo me veo a mí misma: una incapacidad para tolerar el dolor hasta cuando se trata de temas físicos mínimos; el profundo temor a la oscuridad, a una calle desierta, al insecto raro en el techo; así como el amor intenso y perdurable por la lectura.

Más que nada me veo en su cara, en sus ojos como los míos —el izquierdo un poco más grande que el derecho, sobre todo cuando está cansado— y en la amplia sonrisa que se entrevé hasta en situaciones serias. En todo eso es como yo.

Pero cuando él y yo caminamos por la calle mucha gente parece creer necesario decirme que no se parece a mí, que qué pocos rasgos parecemos compartir, que seguro es idéntico a su padre. Y lo dicen con un tono de autoridad.

Mi hijo es mestizo; su padre es haitiano-estadounidense y yo soy de ascendencia china. Con frecuencia siento que tengo que comprobar que es mi hijo. Todos los días, en nuestro camino a su escuela por lo menos una persona se me queda viendo y luego a él y voltean de nuevo a mirarnos a los dos. Me obligan a ver lo que ellos ven: que la tez de mi hijo es más oscura y su cabello es ondulado mientras que mi tez es clara, con pecas, y que mi cabello es completamente lacio. Si es que esas personas llegan a verme a los ojos notan mi mirada de furia, mi manera de hacerlos darse cuenta de cómo parecen estar juzgando en silencio.

Puede que esté siendo muy dura con estos desconocidos que se hacen preguntas sobre las personas que tienen enfrente, una madre e hijo agarrados de la mano que ven su reflejo en las ventanas del vagón de metro. Pero reconozco también que yo he juzgado como ellos y cada vez que siento las miradas de alguien desconocido me veo obligada a confrontarlo.

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Hace diez años estaba sola en un banquete chino para el funeral de mi padrastro y buscaba dónde sentarme. Tenía siete meses de embarazo; no le había dicho a nadie de los que estaban ahí, pero sabía que harían preguntas por el tamaño de mi vientre. Después de sopesar qué familiares era menos probable que me interrogaran terminé sentada al lado de mi madre, quien me ofreció su silencio.

No estaba casada y estaba por dar a luz: la peor situación en la tradición china. Sabía que mi madre estaba decepcionada, pero yo estaba muy emocionada. Había soñado desde hacía años con tener un hijo, me imaginaba el júbilo que habría por su mera existencia. Me imaginé cómo se sentiría su cuerpo con aroma a leche contra mi pecho; él dormiría y los dos respiraríamos juntos, agotados pero desbordados de amor.

En el banquete funerario comí la sopa sin saborearla y le di vueltas a los pedazos de pescado en el caldo. Mi pareja, Claude, esperaba en casa y estaba limpiando el apartamento para ayudar a prepararnos para los siguientes meses. Se ofreció a acompañarme al funeral, pero le dije que quería ir sola para evitar que preguntaran sobre nosotros, sin explicarle a qué me refería con eso.

Sus padres, que emigraron desde Haití, le enseñaron a estar por encima de los conflictos con una elegancia envidiable. Cuando conocí a Claude no discutimos la posibilidad de tener un matrimonio interracial con hijos mestizos. Yo estaba viviendo como quería, salía con quien quería y seguía mi corazón.

Sin embargo, nunca pensé en cómo mi corazón me haría cuestionarme las profundidades de mis sesgos aprendidos o a preguntarme cómo mi crianza, marcada por una alta estima hacia lo caucásico, se filtraría en los cuestionamientos sobre quién soy yo o con quién elegiría hacer una vida.

Antes de irme al funeral, Claude me preguntó una última vez si no quería su compañía. Sacudí la cabeza apenada y cerré la puerta tras de mí.

Camino al metro pensé en el hombre al que estaba por velar. Cuando estaba creciendo llamábamos a mi padrastro Archie Bunker, como el patriarca de una serie de televisión setentera que decía cosas racistas, pero era mostrado como alguien de buen corazón. Archie era un ejemplo claro de la osadía de muchas personas blancas de hacer ciertos comentarios, una postura que acogió mi padrastro después de emigrar desde Hong Kong a Estados Unidos cuando sabía poco inglés.

Su racismo parecía haber surgido de lo dudoso que se sentía sobre su lugar en un país que se decía orgulloso de la diversidad al mismo tiempo que todas las dinámicas de poder sugerían que no era así.

Mi padrastro vivió basándose en estereotipos y suposiciones, y siempre hablaba sobre sus opiniones de las clases sociales o las razas y etnias que no eran la suya. Durante las cenas él y yo nos peleábamos; yo cuestionaba su intolerancia hasta que mi madre me hacía callar. Cedía porque en la tradición de crianza asiática se enseña a respetar a los mayores sin importar cuál sea el costo personal de hacerlo.

En el funeral de mi padrastro me mantuve cabizbaja, cansada por las memorias que tenía de él. Mi decisión de no llevar a mi pareja a la ceremonia fue un acto extraño de rendirle honor a un hombre que manchó mis ideas del amor. No heredé su racismo, pero este me había hecho actuar en contra del amor que sentía crecer dentro de mí.

Me imaginé la mirada de desaprobación que él habría tenido por mi futuro esposo y por mi bebé solamente por su tez. Me dolía hasta pensarlo. Así que tomé la decisión de que las ideas de un hombre fallecido no controlarían mi vida: reuní a mi familia inmediata para hablar abiertamente con ellos sobre mi amor hacia Claude y mi embarazo.

Una semana después, un día de verano, todos salimos de pícnic juntos. Ahí estábamos bajo árboles de maple: yo con el vientre lleno y mi pareja y familiares intercambiando saludos incómodos. Vi a mi hermano jugar a pasarse el balón con Claude; la ida y vuelta no era como algo entre hermanos, pero parecía que quizá algún día lo sería.

Cada gesto en la reunión, por más pequeño, parecía superimportante. Me toqué el vientre para asegurarle a mi hijo que siempre defendería su presencia y que me arrepentía de habérsela escondido a alguien. Su vida, entonces y ahora, es mi respuesta a la pregunta: “¿En qué crees?”.

Casi diez años después, mientras estaba a su lado cuando leía, me di cuenta de que es casi tan grande como para abrazarme por completo. Recientemente, su obsesión con los libros ha dado cabida a un interés en escribir. Su género favorito es la ciencia ficción; hace novelas gráficas que hablan del fin del mundo con demonios de cinco cuernos y dragones que caen desde el cielo.

En uno de sus recuadros ilustrados noté una figura oscura y solitaria en medio de una multitud de figuras blancas. Debajo había escrito: “¿Quién soy?”.

Me sorprendió. ¿Estaba hablando a nombre de un personaje ficticio en un escenario apocalíptico o estaba hablando sobre él en el presente?

“¿Qué quieres decir con esto?”, le pregunté.

Se encogió de hombros. “Es la historia de un niño que entra a una habitación, se desprende de su piel, sale de regreso al mundo y quiere que adivines quién es”.

Estuve pensnado en sus palabras durante días, con la duda de si había hecho lo suficiente para ayudarlo a entender su individualidad. Pensé más allá de mi padrastro, hasta los ancestros que creía que fueron partícipes de forjar un mundo que habría rechazado a la persona que más quiero.

Ahora desafío muchas de las tradiciones en las que me crié. Rechazo las señales racistas que percibí en mi infancia. Pero también dentro de mi propia familia he visto cambios en cuestiones del amor y cómo se demuestra y acepta. Al ver crecer a Roman, sus preguntas se han vuelto las mías. A medida que reivindica su identidad me siento obligada a hacer lo mismo con la mía.

Cuando un maestro lo regaña con dureza me pregunto si es por su tez. Si sus compañeros no lo invitan a jugar cuestiono si es porque es una persona negra. Cada pensamiento y acción ahora las contemplo con un debate interno en torno a la raza. Soy su espejo y él, el mío.

Es un proceso humano con respuestas que no son definitivas, sino que están en desarrollo. Y él cada día es más fuerte, más capaz de enfrentarse al mundo a su alrededor. Quizá ahora puedo decir lo mismo sobre mí. Crecemos juntos y nos vamos queriendo dentro del ir y venir de nuestros lazos.

Momentos antes de que naciera mi hijo, Claude estaba sentado a mi lado, acariciándome el brazo. De la manera más tierna me dijo que todo iba a estar bien y, al creerle, pude relajarme durante el parto. Roman estaba por llegar.

Y cómo anhelaba que ya estuviera aquí. Luché con mis ancestros para reivindicar mi vida. En medio de un sueño me sentí como un personaje de las historias de ciencia ficción que él escribiría; me sumí en un lodo donde parecía haber serpientes y un océano y un cielo furiosamente gris que quería mantenerme bajo el agua. Les rogué a mis ancestros que me dejaran regresar al mundo real, batallé para regresar con mi hijo.

Aun ahora puedo verlo cómo lo hice ese día, con todos los colores de mis anhelos dentro suyo y el universo esforzándose para que pasara de idea a realidad, él y yo nacidos con la urgencia de la fe. Y llegó, un bebé tan real que pusieron a mi lado. Vivo.


©The New York Times 2019