Estamos en la cocina de nuestro departamento y empieza a anochecer. Pongo los platos sobre la mesita y él revuelve una sartén sobre la hornilla. Se acerca, me acaricia el cabello, me muerde suavecito el labio inferior y hace ese ruidito que amé desde la primera vez: una especie de silbido hacia adentro. Él propone que nos tomemos un tequila, y sale hacia el dormitorio en busca de su  trago favorito. Corto los limones. Pongo la sal en un plato. Todo es tan cotidiano, tan hermoso, tan familiar, pero el ruido de una selva lejana me advierte que estoy por echar a perder la única posibilidad que tengo de hacer que Paúl se quede conmigo.

Quiero concentrarme, pero ya es tarde. El aguacero empieza a golpear a la puerta y oigo pasos sobre hojas secas, pasos que se estrellan sobre charcos de agua. Paúl vuelve con la botella y dos vasos en la mano. Lleva botas de caucho, en uno de los bolsillos de su pantalón cuelga una linterna. Me mira y su sonrisa se corta a medio camino. “¿Por qué lloras, amor?” me pregunta mientras sirve.

Lloro porque empiezo a sentir que estoy acostada en la cama y que los ojos se me entreabren. Lloro porque hasta en sueños el mundo es cruel. “Estoy aquí, quédate conmigo” susurra mientras me besa. Yo me cuelgo de sus brazos, le clavo las uñas en la espalda, coloco mi nariz en su cuello. El lugar se llena de vegetación, la lluvia nos empapa. Escucho el rastrillo de una pistola que se activa detrás de él. Despierto.

§

Otras veces, el escenario es una carretera infinita en medio de un arenal. Camino sin prisa. Paúl hace lo mismo, pero va en la vereda contraria. Nos miramos, nos sonreímos. No hace falta que hablemos porque decirnos cuánto nos amamos y nos extrañamos está implícito en nuestro silencio.

El camino, la arena, las montañas al fondo, el color del cielo, la forma de las nubes, el viento, el frío, todo es sublime. Pero la selva y sus sonidos vuelven al acecho, miro hacia abajo y camino sobre yerba mojada. Paúl se detiene, advirtiendo que ya me di cuenta de que estamos en un universo onírico. “Quédate conmigo” grita desde el otro lado de la carretera. Yo le digo que un día voy a lograr no volver a abrir los ojos para quedarme con él en medio de las montañas, pero que debo despertar porque la lluvia ya empieza a caer y no quiero ver lo que va a pasar, no quiero escuchar la detonación, no quiero ser testigo de los seis impactos de bala que están a punto de llegar a su cuerpo.

§

No quiero” le dije al coronel Fausto Olivo, jefe de Criminalística de la Policía Nacional cuando me pidió que le describiera el lado izquierdo del rostro de Paúl. Tenía un lunar cerca del ojo, unas pequeñas cicatrices producidas por el acné junto a su nariz, cejas marcadas. La piel de su cara era una delicia al tacto.

Nuestra vida juntos se constituyó de 1460 noches en las que dormimos juntos, la misma cantidad de mañanas en las que despertamos abrazados y probablemente la misma cantidad de besos —sin contar con aquellos que surgían durante el día– que planté en su mejilla izquierda.

Esos rasgos particulares que miré a menos de un centímetro la mañana del 25 de marzo cuando desperté y empecé a llorar preguntándome qué sería de mi vida si en aquella cobertura rumbo a la frontera le pasaba algo; cuando por un minuto dejé mi ateísmo para pedirle a lo que fuera que gobierne el mundo que lo proteja. Esos rasgos particulares no podían servir para cotejarlos con las fotos de un hombre que yace sobre su lado derecho en medio de la vegetación humedecida, con la noche como fondo, con disparos en su cabeza. Llegaron el 12 de abril de 2018 a la redacción del medio colombiano RCN como prueba de su asesinato a manos de las disidencias del frente Oliver Sinisterra.

“No quiero” como si negándome a mirar las fotos o a ofrecer una descripción la confirmación de su muerte no llegaría. Siempre fui así: una máquina de posponer cosas, de hacerlas en la última noche, en el último minuto, cuando voy en el taxi camino a una reunión, pagando las cuentas al filo del plazo.

Paúl lo detestaba, así como odiaba que nunca tuviera dinero en efectivo y resolviera todo con la aplicación del banco descargada en el teléfono, porque a veces pasaba que la transacción se demoraba y el reloj marcaba las 00:01 y nos quedábamos sin luz o sin agua o, peor, sin Internet y por consiguiente sin Netflix. Aquello desencadenaba ataques de ansiedad, porque no se podía dejar de ver Dr House, que era una regla de la casa elevada a ritual por él.

§

Esa noche, mientras decenas de peritos trabajaban en el reconocimiento de las fotos, yo me aferraba a las posibilidades y a la negación. Lo primero fue creer en las palabras del exministro del Interior, César Navas, cuando juraba que sus informantes le habían dicho que se trataba de una maniobra de presión y manipulación. Lo segundo fue salir de la sala en la que la madre de Javier Ortega y el hijo de Efraín Segarra lloraban, caminaban de una pared hacia la otra, hacían llamadas o se quedaban con la mirada fija en la ventana. Javier y Efraín habían sido secuestrados junto con Paúl en la frontera entre Ecuador y Colombia, mientras realizaban una cobertura periodística. Javier era periodista, Paúl, fotógrafo, Efraín, conductor.

Siguiendo con mi naturaleza de retrasarlo todo, durante tres meses pospuse la confirmación de su muerte. Me vestí de negro apenas una semana porque luego pensé que no debía guardar un luto si su cuerpo no me había sido entregado. Me negué a hablar de Paúl en pasado.

Cuando viajaba a Cali para hacer el reconocimiento de los cadáveres que fueron encontrados en una zona rural del departamento de Nariño rezaba para que entre los hallados no estuviera él. Cuando el fiscal general de Colombia, Néstor Martínez, empezó a dar su informe sobre el sujeto dos —1,80 centímetros de altura, el más alto de los tres, 45 años, collar con un dije de guitarra con 100% de certeza de ser el hermano de Ricardo y el padre de Carolina— traté de no escuchar, llené mi cabeza de imágenes nuestras en una playa, en las montañas, en las lagunas.

Cuando ingresé a la sala de velaciones y encontré un ataúd con su nombre me resistí a abrazarlo, a hablarle, a pensar que ese era el reencuentro. De pie frente al agujero en la tierra, mirando cómo la caja descendía, me negué a despedirme.    

A veces lo vuelvo a hacer: sigo creyendo que las pruebas de ADN están mal, que el collar fue colocado en otro cuerpo. Que su carisma, su sonrisa, sus ganas de seguir vivo sirvieron para que los disidentes le perdonaran haber ido a la frontera a hacer su trabajo. Que un día va regresar, que en diez años volverá como esos rehenes históricos de las guerrillas.    

Desde ese día, desde el 26 de marzo de 2018, hace ya un año, son muchas las veces en que creo ser parte de la obra de Calderón de la Barca, sin entender qué corresponde a los sueños y qué a la realidad. Me siento como el protagonista de Vanilla Sky, tratando de controlar a mi mente para que piense que Paúl está aquí a mi lado mientras escribo una ficción y suenan nuestras canciones favoritas y el cielo se tiñe de rojo y naranja y púrpura.

Quiero que Dom Cobb ingrese a mi subconsciente e implante un Origen, uno que diga que la vida que vivo no es real, que si coloco mi cabeza sobre los rieles del tren cuando éste se acerca entonces despertaré y Paúl abrirá la puerta de la casa con la cámara colgada al cuello.     

§

Hay tantos sueños de los que no quiero despertar, como aquel en que yo llego a un aeropuerto y me recibe con mordidas en el cuello. O aquel en el que estoy en una fiesta sentada mientras juego con las flores de mi vestido y su mano se extiende y me invita a bailar. O ese sueño en el que sacamos la ropa de la secadora y la regamos por la cama para que se caliente. O cuando estamos haciendo las compras en el supermercado y llenamos el carrito de cosas inútiles.

O de aquel sueño del 12 de abril de 2018: estoy en la Plaza Grande, gritamos que nadie se cansa, que vivos se los llevaron y vivos los queremos, que nos faltan tres y queremos que vuelvan ya, que buscamos respuestas. Una mano toca mi hombro y ahí está Paúl, flaquísimo, con el cabello largo, con una camiseta azul con el sello de Hard Rock Café en el centro. Yo grito y lloro y toco sus manos y quiero llevarlo al centro de la manifestación para que lo vean.

Pero me detiene. Me seca las lágrimas. Me dice que ya todo terminó. Que está en paz. Que ya nada le duele y ríe, ríe como si no hubiese mañana, hace que giremos, me acerca a su pecho, acaricia mi cabello, me pide que deje de llorar, me dice que me ama, que nunca fue más feliz y que siempre va a cuidarme.

Un día lo voy a lograr. Un día voy a quedarme con él en medio de las montañas, un día la lluvia dejará de ser amenaza y dejaré de escuchar los sonidos de la selva. Un día no voy a despertar.