Soy Adriana, mamá de Agustín, un precioso bebé de 14 meses que nació con síndrome de Down. En 2018, justo en estas fechas, ocurrió algo que me marcó profundamente. Y no, no fue la condición de mi hijo sino darme cuenta del mundo al que me empezaba a enfrentar. Un mundo que no conoce, ni entiende, qué es este síndrome.

En ese entonces mi bebé tenía dos meses y yo, en posparto y aún en shock, deletreando todos los días en mi cabeza s-í-n-d-r-o-m-e-d-e-d-o-w-n con miedo del impacto que tendría en mi hijo y en mi familia. Con miedo de cómo todo cambiaría. Lloraba catorce horas al día cuando empecé a llevarlo a terapias por recomendación de “los entendidos” del tema. En ese momento yo no entendía nada pero hacía lo que tenía que hacer por él (o al menos lo que me decían que tenía que hacer por él). Iba a terapias para fortalecer el cuerpo de mi bebé, buscando de alguna manera fortalecerme también.

Entonces llegó el 21 de marzo y en la clase grupal de psicología, la psicóloga nos dijo —y cito casi textualmente: “que era el día del síndrome de Down y pues que en realidad no era un día para celebrar, porque nadie va a celebrar que su hijo nazca así…”. Me quedé atónita. Me puse a llorar (más de lo que ya lo hacía todos los días), pero aún con mi poquísima experiencia sentía que esa mujer estaba equivocada. Pude reconocer que a pesar del llanto y la confusión, ya me sentía inmensamente feliz al abrazar a mi bebé y estaba profundamente agradecida por su vida. Agustín nació “así”. Tenía síndrome de Down. Y “así” yo lo amaba.

Entendí rápidamente que esa psicóloga hablaba de “los niños así” enmarcada en los prejuicios socialmente impuestos para las personas con síndrome de Down: que son más lentos, que todo les cuesta más, que no son capaces de ser independientes. Y esto para la sociedad actual es negativo porque al final se piensa que son menos aptos para competir en el ritmo acelerado en que vivimos.

Y sí, es cierto que la mayoría tiene una discapacidad cognitiva que va de leve a moderada y esto hace que su aprendizaje sea más lento, pero ¿qué tiene de malo bajar el ritmo?

Hoy sé que aunque es distinto no tiene nada malo, a este ritmo hay más tiempo para saborear cada etapa, los retos son grandes pero así de grandes son también las enseñanzas y satisfacciones.

El dolor que me causaron las palabras desatinadas de aquella psicóloga detonó en mí algo inesperado: el deseo de demostrar que ella estaba equivocada, que la vida de mi hijo merecía ser celebrada y que un cromosoma extra no hacía la diferencia en el amor que yo sentía por él y el valor que él tenía para mí y para el mundo.

Desde ese día mi actitud empezó a cambiar, me sequé las lágrimas y pude ver la luz en los ojos almendrados de mi bebé y descubrir a Agustín más allá de su diagnóstico: vi su dulzura, su curiosidad, descubrí su tenacidad para ir logrando objetivos pese a su hipotonía muscular —una condición que hace que sus músculos sean más débiles y su progreso motriz más lento—, una característica común en ellos.

Empecé a informarme para enfrentar los retos uno por uno. Atender su salud se volvió mi prioridad, consciente de que hay complicaciones asociadas al síndrome. Luego me enfoqué en la estimulación necesaria para fomentar su desarrollo y que pueda vivir una vida plena siendo así, tal como es.

Leyendo aprendí que se trata de una condición genética que sucede en 1 de 700 nacimientos en todo el mundo. Que no hay causas claras pues es un evento aleatorio que se da en la división celular cuando en el par 21 de cromosomas aparece un cromosoma adicional. Por eso también se le llama trisomía 21. Y por eso las Naciones Unidas eligió el 21 de Marzo (21-3) como el Día Mundial del síndrome de Down. Un día que miles de familias alrededor del mundo celebran.

Sí, celebramos lo extraordinario de las personas con síndrome de Down. Su perseverancia para conseguir lo que al resto se nos puede dar más fácil. Su inocencia. Su autenticidad. Celebramos su vida y su individualidad. Sus capacidades diversas y sus talentos únicos. Celebramos pero también luchamos por romper los mitos que durante años les han limitado oportunidades de ser incluidos en la sociedad y enriquecerla a través de la diversidad.

Hoy en mi casa la situación es muy distinta al año anterior, las alegrías que ha traído nuestro hijo han superado las lágrimas derramadas durante los primeros meses. Nuestra vida cambió. Pero cambió para bien porque la discapacidad de mi hijo nos hizo a todos más capaces de luchar por construir un mundo más tolerante a las diferencias y más abierto a la inclusión.

La vida de mi hijo recién empieza, pero hoy, como todos los días, celebramos ese cromosoma extra que hace que Agustín sea nuestro Extraordinario Tin.