Hace cinco años, una mujer brasileña en trabajo de parto fue detenida por la policía y obligada a parir por cesárea.
La mujer, Adelir de Goes, ya había tenido dos cesáreas previas (un procedimiento demasiado común en mi país) y esperaba parir a su tercer hijo vía vaginal, pero su bebé venía de nalgas. Los médicos pensaron que un parto vaginal podría poner en riesgo la vida del infante.
Obtuvieron una orden judicial para practicar una intervención quirúrgica forzosa. De Goes había dilatado casi por completo y se preparaba para ir al hospital cuando nueve policías tocaron a su puerta para llevársela. En el hospital, fue anestesiada y operada sin su consentimiento. Los grupos que defienden los derechos de las mujeres denunciaron el procedimiento como un ataque a su autonomía y una violación de su derecho a tomar decisiones informadas respecto a su salud y la de su bebé.
El caso de De Goes fue especialmente conocido, pero está lejos de ser el único. De acuerdo con una encuesta de 2010, una de cada cuatro mujeres brasileñas ha sido maltratada durante el trabajo de parto. A muchas de ellas se les negaron analgésicos o no se les proporcionó información sobre el procedimiento que se les iba a practicar. El 23 por ciento de ellas fue violentada verbalmente por un profesional de la salud; uno de los insultos más comunes fue: “Na hora de fazer não chorou” (“No lloraste así cuando hiciste al bebé”).
Otra encuesta descubrió que, en 2011, el 75 por ciento de las mujeres en trabajo de parto en los hospitales de Brasil no recibió agua ni comida (el año pasado, me convertí en una de ellas), a pesar de que la práctica de no ingerir nada no está sustentada en evidencia científica. La Organización Mundial de la Salud recomienda que las mujeres en trabajo de parto con embarazos de bajo riesgo coman y beban a voluntad.
Algunos médicos, sin embargo, no reconocen que el término “a voluntad” también aplica para las mujeres. Cuando los doctores se enfrentan a una mujer que rechaza algún procedimiento, lo practican de cualquier modo. “Yo mando aquí”, insisten.
Indignadas ante este abuso permanente, las latinoamericanas en las últimas décadas han contribuido a identificar y definir jurídicamente un tipo distinto de violencia hacia las mujeres: la violencia obstétrica. Este concepto se refiere al trato irrespetuoso, abusivo o negligente durante el embarazo, el parto, el aborto y el posparto.
La episiotomía es un ejemplo. Se trata de un corte quirúrgico en la vagina que se realiza durante el parto y que ha demostrado no ser efectivo e incluso perjudicial cuando se hace de forma rutinaria. Los médicos en Brasil la siguen practicando con o sin el consentimiento de la mujer. Cuando es momento de suturar, en ocasiones incluyen una puntada extra para, supuestamente, apretar la vagina para el placer del hombre: lo han llamado “el punto para el marido”. (Hace cinco años, en Río de Janeiro, un ginecobstetra fue captado en video preguntándole al esposo de una paciente: “¿La quieres pequeña, mediana o grande?”).
La lucha en contra de la violencia obstétrica en Latinoamérica comenzó en la década de 1990 con los esfuerzos de activistas para divulgar prácticas que sí fueran basadas en evidencias respecto al cuidado materno infantil. Tales esfuerzos se respaldaron en un documento de la Organización Mundial de la Salud en 1996 (Cuidados en el parto normal: una guía práctica), que advierte del peligro de convertir un suceso fisiológico normal en un procedimiento médico, por medio de “la adopción, sin crítica previa, de toda una serie de intervenciones inútiles, inoportunas, inapropiadas y/o innecesarias, además, con frecuencia, pobremente evaluadas”.
Unos años después de la publicación del documento, Uruguay (2001), Argentina (2004), Brasil (2005) y Puerto Rico (2006) aprobaron leyes que garantizaban el derecho de la mujer a estar acompañada durante el trabajo de parto y el alumbramiento. Brasil y Argentina también desarrollaron una legislación más amplia que fomenta el llamado parto humanizado o respetado.
En 2007, Venezuela se convirtió en el primer país en tener una ley específica para atender la violencia obstétrica. Dos años después, Argentina promulgó una ley similar; le siguieron Panamá, varios estados en México, Bolivia (con una ley que aborda la “violencia en contra de los derechos reproductivos” y la “violencia en servicios de salud”) y El Salvador (cuya ley hace un llamado a un trato digno en los servicios de salud maternos y de salud reproductiva).
Llamar a la violencia obstétrica por su nombre es el primer paso para combatirla y, en consecuencia, por supuesto, los médicos han comenzado a contraatacar.
Estas leyes tardaron demasiado en ser creadas. Los reportes de violencia obstétrica en América Latina han sido ampliamente documentados. Incluso se han convertido en algo esperado, como si ese fuera el precio que tiene que pagar una mujer por ejercer su sexualidad. Las formas más comunes de maltrato consisten en procedimientos no consensuados (incluyendo la esterilización), intervenciones que se practican sin base en evidencias como las episiotomías rutinarias, así como la violencia física, verbal y sexual.
No queda más que preguntarnos por qué la violencia obstétrica está tan presente en Latinoamérica, un lugar donde la maternidad con frecuencia es santificada. Quizá sea precisamente por eso. En nuestras sociedades conservadoras y patriarcales, se considera que la verdadera vocación de una mujer es ser madre. Debemos sacrificarnos para cumplir con nuestro destino biológico. Esto significa someterse a la voluntad de esposos y médicos; la abnegación y la devoción son nuestras cualidades más preciadas. Si permanecemos como santas dolientes no podemos tener conciencia sexual ni autonomía sobre nuestro cuerpo.
Llamar a la violencia obstétrica por su nombre es el primer paso para combatirla y, en consecuencia, por supuesto, los médicos han comenzado a contraatacar. El año pasado, el Consejo Federal de Medicina de Brasil calificó el término “violencia obstétrica” como una agresividad hacia los médicos que raya en la “histeria”. Notemos que el consejo no condenó la violencia en sí misma, sino únicamente la elección de palabras de las víctimas. Me pregunto si usaron el término “histeria” a propósito.
En febrero, el Consejo Médico Regional de Río de Janeiro publicó una resolución que prohibía a los ginecobstetras avalar los planes de parto personales con el alegato de que es una “moda” perjudicial. El consejo también arguyó que el parto es riesgoso y exige que los médicos tomen decisiones rápidas sin miedo a las repercusiones legales. Declaró que “no hay tiempo de explicar qué se hará o de revocar los planes de parto”. De acuerdo con el consejo, la violencia obstétrica es “otro término inventado para difamar a médicos”.
Es decepcionante ver que algunos médicos están más preocupados por la forma en que esta agresión semántica daña su prestigio que por la realidad concreta y espantosa del abuso que predomina en contra de las mujeres durante el parto, no solo en América Latina, sino en todos lados. Es evidente que resienten la limitación de su autoridad.
No obstante, el embarazo no es una excepción al derecho de un paciente apto para tomar decisiones informadas acerca de su propia atención médica. Los proveedores de salud no deben “explicarles” a las mujeres embarazadas qué procedimiento se les practicará; deben hablar con sinceridad de las opciones y respetar nuestra autonomía corporal.
Además, elegir un término distinto como “falta de respeto durante el parto” en lugar de “violencia obstétrica” no suavizará las atrocidades que cometen con frecuencia los proveedores de cuidado, refugiados detrás de la frase “El médico sabe lo que hace”.
©The New York Times 2019
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