Todavía recuerdo cuando a los dos años mi hija me robó un par de compresas y se las pegó en la espalda. Decía que eran sus alas. No le dije entonces que estaba jugando a volar con algo que algún día aguantaría su propia sangre, algo que le recordará que, en una mujer, cuerpo y destino son la misma cosa. No puedo pensar en algo más simbólico que el hecho de que ese día haya llegado para mi hija en la misma semana del 8 de marzo (8M), el Día de la Mujer.

Aunque menstruar nos ha expuesto siempre a discriminaciones, no son tantas como las que deben soportar las mujeres transgénero, quienes sangran de muchas otras maneras: son a quienes más matan y las que menos esperanza de vida tienen. En América Latina, 80 por ciento de las mujeres trans mueren a los 35 años o antes.

El gran mensaje del 8M, algo que me gustaría contarle a mi hija un día como hoy, es que hay muchas maneras de ser mujer, algunas más duras y dolorosas que otras.

Mi hija y yo vamos a unirnos a mujeres muy distintas y a encontrarnos en las calles para mostrar y celebrar que la categoría “mujer” no es homogénea. Eso que celebramos no es algo esencial ni biológico. También hemos conseguido que no sea otra fiesta de consumo capitalista más: pese a los intentos de absorción al sistema, el 8M no es la Navidad de las mujeres. Serán muy pocos los que compren flores ese día para felicitar a una mujer sin que acaben tirándoselas por la cabeza.

El 8M es otra cosa: en los últimos años ha adquirido una fuerza política y reivindicativa global que se traduce en una defensa de la igualdad también en lo social, en llamamientos a huelgas laborales masivas, a combatir los feminicidios y el sistema de justicia patriarcal (como demostró, apenas el año pasado, el caso de la Manada en España), a derribar los estereotipos de género y también a reflexionar sobre la economía y el trabajo no remunerado, que seguimos realizando sobre todo las mujeres.

El movimiento de mujeres está trabajando por dar más espacio a nuevos sujetos políticos, que no son los privilegiados, y por otras formas de hacer, de decir y de organizarse, porque al final la violencia patriarcal nos atraviesa a todas: en los primeros treinta días de 2019, al menos 282 mujeres fueron asesinadas en América Latina y el Caribe solo por el hecho de ser mujeres. Esa vulnerabilidad que nos pone al margen de las prioridades estatales y la falta de políticas que nos contemplen en nuestra diversidad es lo que hoy nos une.

Hay muchas maneras de ser mujer, algunas más duras y dolorosas que otras.

Tuvieron que venir las mujeres negras a decirles a las mujeres blancas que sus experiencias no necesariamente eran las mismas. Tuvieron que venir las proletarias a decirles a las mujeres de clase media que de ninguna manera vivían igual. Tuvieron que venir las migrantes para recordarles a las que tiene papeles que ellas cargan con sus propios dolores. Tuvieron que venir las putas para reclamar que ellas también tienen derechos. Tuvieron que venir las mujeres trans, las indígenas y tantas más para enriquecer nuestra definición de “mujer” y ampliar el catálogo de experiencias y reclamos.

Ninguno de estos colectivos de mujeres, sin embargo, representa por sí mismo y exclusivamente al feminismo o al 8M. Aunque la palabra interseccional suena rara y complicada, lo que importa es lo que contiene: el feminismo nunca ha sido uno solo, ni puede serlo. Las luchas son múltiples como las opresiones. Y eso es lo que me gustaría que mi hija vea esta tarde: que el nuestro no es un bloque uniforme de gente, que lo que nos une a veces es lo que nos separa y esa no es una mala noticia, porque la diversidad no le resta potencia a nuestro reclamo de ser vistas, de que nuestras voces sean escuchadas.

El feminismo del siglo XXI que sale a las calles este 8M debe seguir alimentándose de sus disidencias, mantenerse incómodo, inmoderado y haciéndose las preguntas urgentes, con más ternura que dureza. Y lo digo porque yo misma he sido demasiado dura y reactiva en mis textos o en mis reclamos. Me gustaría que nuestra palabra sirviera más para reflexionar juntas y menos para deslegitimarnos o silenciarnos, para no acabar desactivadas por nuestras propias contradicciones. Que conversemos y debatamos no para quitar carnets de feministas a las que no siguen la ruta hegemónica, sino para seguir ampliando y asumiendo los temas que aún están abiertos como parte de la naturaleza diversa de nuestra lucha.

Ojalá mi hija pueda volar hoy con esas alas-compresas, o con las que elija. Y lo hará porque antes que ella existieron otras mujeres que no se resignaron y no dejaron de reclamar derechos cuando no los teníamos. Cuando salgamos a la calle, me gustaría que mi hija pudiera sentirse parte de ese colectivo tan diverso que sigue exigiendo más derechos y más libertad.

Si hay algo que celebrar este día es que todas esas mujeres —capaces de trabajar juntas y crear sus fortalezas desde la diferencia, que trabajan por encontrarse y entenderse— estamos cambiando el mundo.


©The New York Times 2019