Hacer ciencia en el Ecuador es un gran desafío. Hacerlo como mujer, uno mayor. Ser científica y mujer implica superar obstáculos invisibilizados por la sociedad y por nosotras mismas.

Soy la primera hija de cuatro hermanos. Crecí dentro de una familia de clase media que esperaba que cumpla los roles establecidos. Siempre fui la callada, tímida y bien comportada de la familia. Durante mi adolescencia me encantaba leer y mis clases favoritas eran Biología y Química. Todo indicaba que la medicina era mi futuro. Pero en mi último año de bachillerato, tuve la suerte de tener a una bióloga como profesora (y no un médico como era lo usual). Así surgió mi interés por la Biología. Empecé a averiguar junto a mis padres e ingresé a Biología Pura en la Universidad Católica del Ecuador. Siempre tuve el apoyo de mis padres pero sentía que para ellos, la medicina era la mejor opción para mí. Que no la haya elegido, les generaba preocupación sobre mi futuro. Secretamente tenían la esperanza de que me case con un abogado, un médico o un ingeniero que me apoye en mi carrera científica. No se esperaban que en mi futuro estaría otro biólogo.

Desde que empecé mi carrera varias profesoras me repetían que estábamos ahí para ser investigadoras. No tenía muy claro en ese momento a qué se referían, pero me sentía a gusto con el comentario. Los comentarios de ciertos profesores hombres me ayudaron a comprenderlo. Aunque el 50% de los estudiantes de Biología éramos mujeres había quienes  cuestionaban nuestra presencia en la Universidad: “No sé qué hacen aquí, si esto no es para mujeres”; “Las mujeres son de la casa”; “Mejor vayan a pelar papas”. Algunos incluso comentaban que “nuestro único objetivo en la universidad era conseguir marido”.

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Uno de los ejes de Biología es realizar prácticas en el campo. Cada vez que había una salida, mi familia y amigos pensaban que me iba de paseo. En realidad eran dos, tres o cuatro días de más de 12 horas de caminatas por el bosque o pantano, colecciones de insectos, plantas, observación de aves, mamíferos, análisis e informes. En las salidas, descubrí que era física y psicológicamente más fuerte de lo que pensaba y que realmente me gustaba caminar y estar en contacto con la naturaleza.

Pero pronto empecé a notar que existían diferencias.

Con el paso de los semestres, las chicas escogíamos más materias relacionadas al laboratorio y los hombres, al campo. Las mujeres elegíamos trabajos de investigación enfocados en plantas e insectos en lugares cercanos a nuestra casa. Los hombres preferían estudiar murciélagos, serpientes, o monos en los sitios más recónditos de nuestro país. Inconscientemente seguíamos replicando los roles establecidos por temas de seguridad, familia o logística. En mi caso, terminé aprendiendo de todo y buscaba cómo combinar el trabajo de campo con el laboratorio.

Más tarde entendí que estas diferencias entre científicas mujeres y hombres no solo se dan en el Ecuador sino en diferentes partes del mundo. Hay ciertos roles generalizados en muchas sociedades: el manejo y las finanzas de la casa, el cuidado de los hijos, de padres o familiares son actividades realizadas principalmente por las mujeres. El hombre viaja, la mujer cuida la familia. El hombre provee, la mujer organiza. El hombre decide, la mujer apoya la decisión. El hombre genera conocimiento, la mujer aprende. La ciencia no es vista como un espacio de mujeres sino de hombres.

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En mi primer trabajo como bióloga, me enfrenté a una cruda realidad que, en ese momento, estaba tan normalizada que casi no la noté. Formaba parte de un equipo consultor que debía hacer un levantamiento de datos sobre una zona petrolera explotada hacía más de 20 años. El equipo estaba conformado por cuatro hombres y una mujer. Yo. Para llegar al sitio necesitamos el apoyo de guías indígenas de la nacionalidad Waorani. El punto de encuentro fue un pozo petrolero. Desde ahí iniciamos una expedición de diez días dentro del parque Nacional Yasuní, el área protegida más grande del Ecuador continental.

Al verme, el hombre Wao más anciano llamó al jefe de nuestro equipo y le recriminó mi presencia. Dijo que ya había traído a su hijo menor para que sea el cocinero, y no entendía por qué había otra cocinera en el grupo. A pesar de los intentos de mi coordinador, fue difícil  explicarle mi presencia como parte de un equipo científico y no como apoyo logístico. Fue un momento tenso. Les incomodaba mi presencia. Hablaban entre sí y su lenguaje corporal me decía que no era bienvenida. Durante las primeras horas sentí sus miradas inquisidoras, y sus burlas. Al atardecer, paramos para organizar el campamento, los guías salieron a cazar y regresaron con dos pavas de monte. Uno de ellos, me las entregó y me pidió que las cocinara. Regresé a ver al coordinador del grupo y él asintió dando su aprobación al pedido. Me levanté, pelé y las cociné frente a las miradas cómplices de mis colegas.

Llegada la noche surgió otro obstáculo. Yo tenía que compartir la carpa con uno de mis compañeros y eso generaba bromas de doble sentido sobre mi presencia en la expedición. Ahora sí “entendían” para qué había ido. También, al ser la única mujer del equipo, hacer mis necesidades biológicas o bañarme era toda una aventura. Cada día tenía que demostrar a mis colegas y a los guías mi capacidad física y profesional. Al final terminé con una buena relación con todos.

Fueron diez días de trabajo que me enseñaron las claras diferencias entre colegas, aunque en ese momento lo tomé como una aventura más. En retrospectiva, tuve que adaptarme a las circunstancias, y al ser mi primer trabajo tuve que demostrar mis capacidades. En ese momento no lo vi como un tema de género sino como un asunto de jerarquía, no tenía experiencia y era una de las investigadoras asistentes. Ahora me doy cuenta lo que fue: una clara experiencia de desigualdad de género.

Hoy no estaría dispuesta a repetirla.    

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Esa discriminación que viví en mi primer trabajo, aún la siento día a día después de haber obtenido una maestría y PhD en reconocidas universidades de Estados Unidos. Como mujeres científicas, todo el tiempo tenemos que demostrar nuestra capacidad y justificar nuestras acciones.

En el trabajo, al entrar a una reunión, es común que los colegas me traten con frases que menosprecien mi capacidad profesional como “mija”, “reina”, “princesa”,“flaca” o diminutivos como “Doctorita” frente a mis compañeros, los “Doctores”. Es común que me hagan cumplidos sobre mi vestido, mi maquillaje, mi corte de pelo. Una vez establecida la reunión, alguien sugerirá que la secretaria sea la mujer o una de las mujeres que estamos allí porque “tenemos bonita letra. Ya en la desarrollo de la reunión, mi jefe dirá: “Como buena dama, esperamos que…” motivando una acción de mi parte dentro de lo esperado por él y los colegas. En otra ocasión mis ideas u opiniones serán escuchadas pero frecuentemente no serán tomadas en cuenta hasta que sean repetidas por un compañero. Y ahí serán incluidas en el análisis.

Al ser invitada a un panel, frente a mi silla estará mi nombre con el “Señora” delante, mientras que el resto de los panelistas tendrá su título universitario o su maestría, independientemente que mis credenciales académicas sean mejores.  

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Dentro de la familia y frente a la sociedad, las mujeres dedicadas a la ciencia tenemos que justificar nuestra decisión de estudiar, de viajar, de no tener hijos, de ser diferentes. Estos desafíos, estereotipos y sesgos de género afectan nuestra autoestima dentro del ámbito personal y laboral. Y eso se refleja también en nuestra producción científica: las mujeres publicamos menos artículos como primeras autoras. Apenas un 21% de los artículos publicados tiene a una mujer como contacto de correspondencia. Tenemos una baja representación en comités editoriales,  revisores de las revistas y evaluadores de proyectos, lo que genera menos artículos o un menor número de propuestas científicas aceptadas. Existe una tendencia a una menor  participación de mujeres en charlas magistrales, paneles, talleres, y congresos científicos cuando no es explícita una política de igualdad de participación. Todo esto lleva a que no se conozcan nuestras investigaciones, logros, y por lo tanto recibamos menos reconocimientos.

En el Ecuador, solo un 18% de las rectorías de universidades están ocupadas por mujeres, la mayoría de nosotras ocupamos cargos subalternos con altos porcentajes de gestión y muy poco de decisión. Apenas un 30% de los docentes del Sistema de Educación Superior con PhD somos mujeres. Esto es por las barreras sistemáticas durante nuestra carrera que nos van filtrando y también porque el porcentaje de mujeres contratadas es menor.

La ciencia y la academia son  un reflejo de la sociedad y el manejo de poder, como lo afirma Neil Degrasse Tyson —quizás el científico contemporáneo más popular del mundo—: “La ciencia es un espacio dominado por hombres blancos… donde no existen igualdad de oportunidades”.

Las diferencias existen y las vivimos todos los días. Muchas son sutiles y otras trágicamente claras. Pero hemos vivido tanto tiempo con ellas que están normalizadas, no solo por los hombres sino por las mujeres.

Estos temas no se discuten. Se disimulan. Se niegan. Porque para ser una mujer en ciencia reconocida  debes seguir los mismos estándares ya establecidos por un sistema jerárquico y machista, que perpetúa el problema. En los últimos años se han realizado investigaciones que demuestran la falta de equidad dentro de la Academia y la Ciencia, y lo que debemos enfrentar. Esto ha generando una preocupación mundial sobre la falta de niñas y mujeres en estos campos. En los últimos años han surgido iniciativas que motivan la presencia de niñas y mujeres en la Ciencia y la Tecnología: se han creado redes de apoyo y difusión de la ciencia como la Red Ecuatoriana de Mujeres Científicas, Red de Investigadoras en Chile, Red Colombiana de Mujeres Científicas. Son organizaciones  que se enfocan en visibilizar los problemas de sesgo de género para aprender de ellos y compartir esa información.

Al contar estas historias nos daremos cuenta que son mucho más comunes de lo que creemos. Que está en cada uno de nosotros provocar un cambio en nuestro comportamiento para lograr una sociedad más incluyente, diversa e igualitaria,  con más niñas y mujeres en ciencia que aporten al desarrollo del país.


Esta columna es parte del proyecto Hablemos de Niñas que se hace gracias al apoyo de
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