No sé qué es el arte. Tampoco me interesa una definición a estas alturas del partido. Me interesa, eso sí, nuestra relación con el arte, con lo que consideramos valioso, con los artistas que amamos. Sobre todo cuando somos unas máquinas para justificar las acciones detrás de aquellos que amamos porque no podemos concebir un mundo en el que lo adorado sea también vehículo de crueldad.

O, mejor aún, hacemos el ejercicio de asumir que cualquier crítica a un artista, alrededor de la confección de una obra—como si la estética estuviera peleada con la ética— es un ataque a la libertad creadora o un pedido de censura. Como si ser un consumidor activo, reflexivo y crítico significara limitar la creación.

Como si la crítica, como acción individual, atentara contra la creación artística. Como si hacerlo fuese una acción clara de censura. Es complicado, desde luego. Mejor es evitar el pensamiento, la discusión u otra lectura en función de nuevas sensibilidades. Por eso lo ignoramos, lo reducimos, no le damos importancia.

Parece difícil asumir que detrás de una obra de arte que consideramos imprescindible se esconda un desgraciado o desgraciada, como si los hijosdeputa no hicieran arte.

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Lo primero que pensé al enterarme de la muerte de Bernardo Bertolucci fue la escena de la violación con mantequilla de El último tango en París. En pantalla vemos cómo Paul (Marlon Brando) penetra analmente a Jeanne (Maria Schneider) en contra de su voluntad; detrás de pantalla y con las declaraciones que han ido apareciendo a lo largo de estos años, esa parte del metraje se vuelve complicada para mí.

En 2007, Schneider aseguró que se sintió violada haciendo la escena: “Debí llamar a mi agente o tener a un abogado en el rodaje porque no puedes forzar a alguien a hacer algo que no está en el guión, pero yo no lo sabía”. Años después, Bertolucci diría que se puso de acuerdo con Brando para realizar la escena. No hay claridad sobre qué estaba o no escrito en el guion, pero al menos todas las partes han dejado en claro que el uso de la mantequilla fue convenido por los dos hombres antes del rodaje, pero no con Schneider:  “Me porté de una manera horrible con Maria, porque no le dije nada de lo que iba a suceder. Quería su reacción como niña y no como actriz, quería que reaccionara al acto de la humillación. Quería que María sintiera, no actuara” dijo en 2013 en una entrevista.“Me siento culpable, pero no arrepiento. En las películas, para obtener algo creo que tenemos que ser completamente fríos. No quería que María fingiera su humillación, quería que Maria sintiera, no actuara. Por eso me ha odiado toda la vida”.

Esa escena complica mi relación con Bertolucci. Sí, un maestro. Little Buddha fue una revelación para mí cuando era adolescente.

Incluso esa escena inicial de El último tango en París me sigue pareciendo brutal.

Pero mi relación con Bertolucci en este momento es complicada y así la acepto. No puedo moverme como consumidor de arte de la manera en que sermoneó Maradona —la pelotudez de que “la pelota no se mancha”—, como si no hubiera otras posibilidades en mi experiencia ante la obra.

Ya no se puede ser tan ignorante. Hay circunstancias, datos, contextos que afectan nuestra forma de ver el mundo, nuestra manera de consumir. Hay otras sensibilidades que explotan en mí y me colocan de una manera particular ante obras nuevas y obras que ya viví antes. No es revisionismo. Es una forma de consumo.

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Entre formas de consumo lo que queda es el diálogo, la discusión. Una perspectiva crítica que afecte a varios espacios de la sociedad y nos haga entender otras cosas. ¿Eso significa censurar una obra? No, se trata solo proponer otras lecturas. Y ya.

En este momento de la historia no todos consumimos todas las obras artísticas producidas por la humanidad. No hay cuerpo ni vida que lo soporte. Entonces, ¿cuál es el drama en que miremos críticamente las acciones de Bertolucci en medio de la creación? ¿No hacemos eso siempre con todo? ¿No consumimos desde nuestras pasiones?

Si no hay empatía no hay nada. Y mi empatía se mueve por Maria Schneider, porque ella se sintió violada, porque sus lágrimas fueron reales, porque dos hombres —y qué hombres, ambos nombres en la industria— se pusieron de acuerdo para que ella hiciera lo que ellos querían, sin tomar en cuenta cómo se sentiría y, fundamentalmente, sin su consentimiento. Eso se llama violencia. Simple y llana violencia sexual. Y Bertolucci dijo no arrepentirse. Dijo que hay que ser frío en las películas para conseguir algo. Es realmente estúpido verlo así —y es realmente estúpido no contextualizar la película ante estas declaraciones.

Una obra de arte que parte de la violencia sexual no me dice nada, es accesoria, no vale la pena.

Pero ese soy yo. Hablo por mí. Si por eso soy un censurador, un tipo que está al borde de definir qué arte hay que consumir, pues estás equivocado. Que cada cual consuma lo que quiera, pero estamos en la obligación de saber lo que consumimos.

Eso no significa que no se deba ver El último tango en París. Solo significa que podamos discutir estas películas y quienes las quieran ver, que las vean. Pero conociendo y aceptando lo que ven.

No sé si vuelva a ver películas de Bertolucci. Ahora no lo sé. No tengo necesidad de hacerlo. No sé mañana. Sin embargo, cuando lo haga sabré qué estaré viendo, y no voy a ser tan ingenuo para suponer que una obra de arte es el ejercicio humano más grande solo por ser arte. Porque no es así. Nunca fue así, nunca será así.

Hay una humanidad más razonable y justa que podemos ejercer desde varios niveles. Hasta como espectadores de películas.