Una pantalla muestra el rostro de Julian Assange con la melena y la barba largas y absolutamente blancos. Está en la esquina de la sala, al lado izquierdo de la mesa en que se sienta la jueza Karina Martínez, quien debe decidir sobre la acción de protección planteada por Julian Assange contra el Estado del Ecuador. La medida jurídica pretende echar abajo el protocolo para regular la conducta del huésped australiano en la embajada ecuatoriana en Londres. En la primera fila de la sala de audiencias del undécimo piso del Complejo Judicial Norte, un moderno edificio construido y acondicionado para que, al menos en teoría, funcione el sistema de justicia del Ecuador.  Es 25 de octubre de 2018 y varios simpatizantes de Assange, algunos detractores del correísmo, y ciertos periodistas entran. En la puerta de ingreso, se agolpan camarógrafos y fotógrafos intentando captar una imagen del fundador de Wikileaks.Cerca de los abogados de Assange, está el personaje que se llevará el protagonismo. Se llama Patricio Villota y es el traductor asignado por el Consejo de la Judicatura.

— Soy la persona que se encargará de traducir todo lo que pasa en esta audiencia.

El hombre debe bordear los 60 años, lleva un terno gris y parece orgulloso de traducir a Julian Assange. Su cabello canoso está ligeramente despeinado, y tiene un bigote igual de blanco, debajo del cual mueve pausadamente los labios para pronunciar las palabras sin mucha claridad y arrastrando las últimas sílabas. Assange, lo documenta la pantalla, se irrita al verlo hablar y no se esfuerza por disimularlo. Sus ojos se achican, sus labios se contraen, agita las manos y habla con el abogado español que lo acompaña en la videoconferencia. Parece impaciente.

— Es una pena que usted tenga que estar aquí defendiendo sus derechos.

Dice el traductor en inglés, saliéndose su función de decodificador de lenguas y transmutando a opinador político. Pero nadie parece inmutarse, ni siquiera la jueza.

Assange está impaciente. Han pasado 30 minutos y la audiencia no ha podido instalarse porque hay problemas técnicos: no funciona bien el sistema de audio y Assange no escucha—ni funciona tampoco la traducción.

En cuando la jueza logra instalar la audiencia, apenas puede avanzar durante 15 minutos.

— Esto no es traducción simultánea, como usted lo ha anunciado.

Dice el procurador General del Estado, Íñigo Salvador.

— Esto es traducción consecutiva; es decir que alguien habla y el traductor traduce, alguien habla y el traductor traduce. Eso quiere decir que una audiencia que podría durar 3 horas, durará 6 o más.

—Parece que hay problemas con la traducción porque el señor Assange tiene un acento australiano y nuestro traductor certificado no está familiarizado con el acento.

Dice la jueza Martínez. Un traductor certificado, en teoría, tiene la capacidad de traducir el idioma independientemente del acento, pero la jueza no parece particularmente incómoda. El Procurador Salvador sí. Hay un nuevo receso.  

Nadie sale de la sala y cambian de ubicación al traductor. Ahora está en la misma mesa que la jueza, pero al otro extremo, a su derecha. Allí han instalado un micrófono y los problemas de audio aparentemente se resolvieron. Hay un murmullo generalizado en la sala, la gente se mueve de un sitio a otro, usan incluso sus teléfonos celulares, algo prohibido durante las audiencias. Assange le dice al traductor que le hará una prueba. Quiere estar seguro de que su traductor entiende su acento.

El volumen es muy bajo y no se logra entender las frases que, pausadamente, Assange va repitiendo a Villota. Deja luego un espacio para que él repita textualmente lo que dijo. El ejercicio se repite durante un par de minutos. Finalmente se logra escuchar un breve diálogo:

— ¿Está bien el sonido?, le pregunta el traductor en inglés

— El sonido está bien, la traducción no lo está, dice Assange.

El traductor, ingenuo, repite la misma frase que Assange, como si aún siguiera en el ejercicio de verificar si le entiende.

— El sonido está bien, la traducción no lo está.

Assange, entre incrédulo y sorprendido ante la ingenuidad del traductor, cuya disposición para complacerlo es evidente, se ríe mientras mueve la cabeza de un lado a otro. Sube sus manos hacia su rostro tapandolo, como si no pudiese crear la escena que presencia. Apenas en ese momento el traductor comprende que no habrá una salida y que el hombre que vive en una embajada hace seis años no estará dispuesto a perdonarle su acento y sus imprecisiones idiomáticas.

— ¡Ah! ¡Usted dice que mi traducción no está bien! Está bien, lamento que no la entienda. Mi acento es ecuatoriano, el suyo australiano, dice.

En la sala, cada quien permanece en lo suyo, ajeno a la conversación entre Assange y el traductor. La jueza no tardará ni cinco minutos más en reinstalar la audiencia solo para informar que se pospone por problemas de traducción. Intenta justificar al traductor, aunque él parece ajeno a la inconformidad de Assange y su defensa, y la diligencia concluye.

A la salida, el traductor, paciente, espera en la puerta del fondo que los medios terminen de entrevistar al procurador Salvador, primero y al abogado de Assange, después. Tiene un sobre manila y otros documentos bajo el brazo. Junto a él, un joven que luego me dirá, es su hijo, está de pie, con la misma paciencia que él. Pasan al menos diez minutos. Villota, bonachón, se explica:

— Los acentos que el señor Assange está acostumbrado a escuchar son distintos al mío.

Con el tono de voz más bien bajo, haciendo pequeñas pausas antes de responder, dice que tiene más de 20 años como traductor y que nunca le había pasado esto. Ve, ajeno a él, el movimiento de los periodistas y de las cámaras. Sin ofenderse, sin molestarse, sin resentirse.