Amada* nunca fue tímida ni introvertida, aunque sí hubo un momento antes de su transición —hace tres años— en que era más retraída. Las fotos recientes, en cambio, la muestran soplando burbujas y saltando alto. En un video corto, grabado en la mañana deportiva de su escuela, se la ve en la primera fila de las cheerleaders, bailando, cantando y agitando sus pompones con La Pollera Colorá a todo volumen. Ese mismo día, antes de ponerse su uniforme rojo de porrista, había desfilado con un ramo de flores y un vestido tan brillante y turquesa como el de Elsa, la protagonista de Frozen: fue elegida Madrina de Deportes. Sus compañeros, además, la nombraron presidenta de curso el año anterior y, en 2016, la escogieron Estrellita de Navidad. Desde el borde de la cancha por donde Amada caminaba recibiendo aplausos, sus padres, Lucía y Fernando, no dejaban de filmar ni sonreír.
Al día siguiente, sentado en la sala de su departamento, en el sur de Quito, Fernando dice:
—Todo lo que ha pasado ha sido muy importante y nos ha dado fuerzas. La mejor confirmación de que hemos tomado la decisión correcta ha sido ver a nuestra hija feliz.
Esa decisión es haber aceptado que Amada, de 9 años, es una niña transgénero, una identidad que ella, ya desde sus primeros años, empezó a manifestar abiertamente, sin ninguna duda.
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Las personas transgénero tienen una inconformidad entre su sexo biológico y su sexo psicológico. “Es decir, es alguien que fue asignado como hombre al nacer, pero que se percibe como mujer, o viceversa”, explica Édgar Zúñiga Salazar, terapeuta familiar y vocero de la Red Ecuatoriana de Psicología por la Diversidad LGBTI.
Hasta mediados del 2018, sin embargo, esa autopercepción era considerada como un trastorno mental. Recién el 18 de junio, la Organización Mundial de la Salud (OMS) sacó a la transexualidad de su lista de trastornos mentales, la definió como una “incongruencia de género” y la incluyó en un nuevo epígrafe llamado “condiciones relativas a la salud sexual”. Tan solo seis años antes, la Asociación Americana de Psiquiatría la había retirado de su Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales. La APA solo dejó en el listado a la ‘disforia de género’ —la angustia que sufre una persona que no se identifica con su sexo masculino o femenino. Aun así, la transexualidad sigue siendo incomprendida. Y mucho más si quien la vive es un niño o una niña.
En su libro Infancia y transexualidad (2016), el filósofo y antropólogo español Juan Gavilán escribe: «Es raro encontrar a alguien, incluso entre los expertos, que no se extrañe de que los menores puedan tener conciencia de su identidad sexual a partir de los dos años». La razón, según él, es que siempre se ha pensado que los niños son «seres inmaduros, sin conciencia, sin responsabilidad y sin agencia», que no pueden ocuparse de un aspecto tan central como su identidad de género. En las personas transgénero, sin embargo, la autopercepción de su identidad se manifiesta desde la niñez. «La clave para identificarla”, explica Zúñiga, “es que el niño o la niña no dejen de repetir comportamientos y expresiones, cuya represión les causa malestar psíquico, estrés, ansiedad y hasta pensamientos suicidas”.
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Lucía y Fernando se conocen desde su época universitaria. Ella tiene 43 años y él 42. Lucía es bajita, bromista, de nariz respingada. Fernando es más alto, contenido, de voz honda. Ambos nacieron en Quito y estudiaron carreras relacionadas: administración hotelera y turística. Les gusta viajar, hablan inglés, francés, y son católicos. Hace 16 años se casaron y formaron una familia. El primero en nacer fue David, ahora de 12; Amada vino tres años después. “Éramos la familia que todo el mundo quería tener de amigos”, dice Lucía antes de empezar a recordar, un domingo por la mañana, el principio y la continuidad de los cambios.
Cuando Amada nació, Lucía y Fernando le pusieron un nombre masculino, le compraron pantalones, pelotas, capas de superhéroes, y mantuvieron su pelo siempre corto. Nada distinto a cómo criaron a David. Para celebrar sus cumpleaños, además, escogían decoraciones deportivas, de piratas, de príncipes.
Antes de su primer viaje en avión, los niños estaban inquietos y emocionados por el vuelo. Lucía y Fernando, entonces, les dijeron que escogieran sus juguetes favoritos para llevarlos de paseo a Galápagos. David eligió enseguida sus dinosaurios y Amada, de un año y ocho meses, se decidió por las muñecas, sus vestiditos y sus peines. Lucía se los había comprado porque una prima suya, que es educadora, le dijo que no había problema en que los niños jugaran con Barbies, pues eso es más común de lo que se cree.
Para su tercer cumpleaños, Amada les pidió a sus padres una fiesta de princesas. Y aunque no era la primera vez que algo así pasaba, ellos pensaron que ese comportamiento, definitivamente, sería pasajero. “Habíamos negociado con ella para que fuera disfrazada como príncipe. Y ya en el festejo,
para que se le vea más bonito, le pintamos unos bigotes. Y mi hija solo lloró, lloró y lloró”. Hasta ahí llegó la fiesta. “Fue muy duro, y ahora entendemos que le dolió bastante porque no le gustó verse así”, dice Fernando con la mirada a punto de desbordarse.
A los cinco años, Amada estaba encantada con la película Frozen. Y otra vez pidió que, para su cumpleaños, la dejaran verse igual de linda y grácil que Elsa, su heroína. Lucía y Fernando, que aún no comprendían lo que pasaba con su hija, dudaron, lo conversaron y estuvieron a punto de negárselo hasta que David, su hijo mayor, les preguntó por qué había tanto lío en que compraran el vestido.
Su respuesta fue que no sabían cómo iba a reaccionar la gente —los otros padres, sus amiguitos— frente a esa elección. Pero David, convencido, les replicó: «No se preocupen, que yo puedo defenderla».
— Eso nos mató, y ese mismo día decidimos que si alguien tenía que protegerla, éramos nosotros, sus padres.
Dice Lucía, y lo hace con la misma firmeza con la que ahora habla públicamente sobre infancia y transexualidad —dos términos que, hasta hace unos años, ni para ella ni para su esposo, guardaban la más mínima relación entre sí.
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A finales de 2015, cuando David les dijo que sería el defensor de su hermanita, Lucía y Fernando decidieron llevar a Amada al psicólogo. En esos meses habían tratado de entenderla, pero la información que leían a la medianoche, mientras sus hijos dormían, empezaba a ser insuficiente y confusa: googleaban ¿por qué mi hijo dice que es una niña? Y las respuestas, una tras otra, oscurecían aún más sus madrugadas: “tu hijo tiene muchísima imaginación”, “ya encontrará su orientación sexual”, “ese es un problema que va a generar graves deterioros”.
Desesperada y sin certezas, Lucía iba cada semana a la peluquería del barrio para preguntarles a las chicas que la atendían cómo se habían dado cuenta de quiénes eran y desde cuándo. «A veces ya no tenía ni qué hacerme en el pelo ni en las uñas, pero pasaba horas y horas escuchando esas historias que siempre terminaban en maltratos por parte de sus familias».
Lucía le pidió a un compañero de trabajo que le contara cómo fue su infancia para saber si él, que es gay, había vivido lo mismo que su hija. Su colega, sin vacilar, le dijo que nunca se sintió así y le recomendó que buscara un especialista. Por esos días, Lucía no distinguía del todo la diferencia entre transexualidad y homosexualidad. «Ser transexual —como se explica en el manual educativo del Movimiento de Integración y Liberación Homosexual (Movilh,) de Chile— no tiene ninguna relación con la orientación sexual”. Ser y sentirse hombre o mujer no se traduce en una atracción predeterminada hacia personas del mismo o del otro sexo.
Ante la incertidumbre, Lucía empezó a llevar de la mano a Amada a los consultorios de cuatro psicólogos infantiles. Pero los diagnósticos que ahí escucharon no fueron nada profesionales: fueron inesperados, frustrantes, dolorosos. “Me dijeron: su hijo está enfermo, vive una fantasía”. Le dijeron que la sedara, que la medicara. “Y una psicóloga hasta me dijo que todo era mi culpa porque yo no ponía de parte”, dice Lucía mostrando un gráfico hecho por la doctora. En la hoja, llena de garabatos, se lee: depravación, perversión, trastorno.
Fueron noches difíciles. Lucía y Fernando dormían mal, se desesperaban, discutían. No sabían qué era peor: si permitir que Amada se pusiera falda y alas de hada madrina para jugar, o si prohibírselas a pesar de que llorara toda la tarde. Tampoco sabían si la solución era hacer que durmiera en el mismo cuarto que su hermano para que copiara su comportamiento masculino, o si solo debían esperar a que Amada, en algún momento, se olvidara de sus gustos.
Como una de sus últimas opciones, se les ocurrió salir en televisión para ver si, al hacer pública su situación, conseguían el auxilio que buscaban. Uno de los tantos canales a los que llamaron aceptó su pedido y cuadró la entrevista.
El reportaje se tituló Personas transgénero, salió al aire en mayo de 2016 en el programa Día a Día de Teleamazonas y tuvo, entre sus otros entrevistados, a la actriz y cantante guayaquileña Doménica Menessinni, a la madre de otra niña transgénero (también de Guayaquil) y a Édgar Zúñiga Salazar, a quien ellos aún no conocían. El reportaje duró 21 minutos y, después de verlo y grabarlo en su televisor, Lucía y Fernando comenzaron a sentirse menos solos, menos confundidos, más ligeros.
Al día siguiente, a primera hora, llamaron a Zúñiga. Le presentaron a Amada y él, finalmente, les dio las respuestas que nadie, en todos esos meses, supo darles.
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Hubo un momento, antes de que supieran que su hija era transgénero, en el que pensaron dejarlo todo. El plan era mudarse a Estados Unidos para que Amada creciera sin ser juzgada, pero una amiga les advirtió que arrancar en otro país, y con otro idioma, iba a ser complicado. Haber encontrado a Zúñiga, que les daba soporte emocional a su hija y a ellos, también fue determinante: decidieron que no se irían a ningún lugar. Se quedarían, pero no para padecer. Lucía y Fernando, esta vez, apoyarían que su hija sea quien siempre había sido.
Para comenzar, dejaron que su pelo, durante todo el verano, cayera largo, negro, ondulado. Los problemas, sin embargo, continuarían: Amada iniciaba su transición en una sociedad que, pese a ser bastante mayor a ella, tiene muchísimos más miedos.
En las vacaciones escolares de 2016, Amada también empezó a ponerse sus primeras blusas, sus primeras vinchas y sus primeras faldas dentro y fuera de casa. Tanto la familia de Lucía como la de Fernando respaldaron sus decisiones, pero hubo amigos que no las entendieron, se alejaron y dejaron de llamarlos. Ellos, de todas formas, tenían una preocupación más inmediata: una tarde, Amada les preguntó si podría ir a cuarto grado con su nuevo nombre y vestida con esa ropa y ese peinado con los que se sentía tan cómoda.
Ambos eran conscientes de que la escuela en la que estudiaban sus hijos era católica y conservadora, y por eso ni siquiera lo averiguaron y empezaron a buscar una nueva. “Ahí nos volvimos a dar de frente contra un muro. Fue desesperante y agotador. Nos golpeó muy duro, porque nunca habíamos sido discriminados”, dice Lucía dos años después en la mañana tibia de un domingo mientras Amada, a sus espaldas, termina las tareas escolares en la mesa del comedor.
Entre junio y agosto de 2016, Lucía visitó 14 escuelas privadas, muchas de ellas laicas, y en ninguna recibió cupo. Al principio, cuando decía que necesitaba inscribir a dos personas (a su hijo mayor y a Amada), la atendían bien, la asesoraban y hasta le ofrecían descuentos. Pero apenas aclaraba que uno de los cupos era para una niña transgénero, las reacciones eran otras, más agresivas:
— Eso no existe.
— Eso está mal.
— Salga de mi oficina.
—Vuelva cuando ya la operen.
Para el 22 de agosto de 2016, a pocos días del inicio de clases, Lucía aún no conseguía escuela para Amada. “Tuve que pedir un día libre en el trabajo para recorrer las últimas escuelas del sur que me faltaban. Y yo ya iba dispuesta a todo, hasta a pagar una pensión aumentada como me habían propuesto antes”. Fernando, a su lado, dice que la noche anterior rezó con fervor y se encomendó, como tantas otras veces, a Dios.
—Y esta vez tampoco nos falló.
Esa mañana, en la última escuela a la que fue, Lucía esperó una hora hasta que llegara la rectora. Cuando conversaron, finalmente, Lucía le explicó la situación y creyó que iba a ser necesario ‘hablar de negocios’. Pero la rectora tenía nociones básicas sobre transexualidad y, en lugar de pedirle más dinero, le pidió una capacitación sobre diversidad para todo el personal docente, administrativo y de servicio, y le dijo que trajera a Amada y a David esa misma tarde: “Señora, no busque más: ya encontró escuela”.
Para esa escuela, precisamente, eran las tareas que hacía Amada mientras su madre recordaba, en la sala de la casa, lo que había pasado en 2016. Desde su primer día de clases, Amada consta en la lista con el nombre que eligió y usa el uniforme y el baño correspondientes a su género.
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La capacitación sobre diversidad en la escuela de su hija se hizo un sábado por la mañana. Había 30 personas, y fue, sin que ellos mismos lo anticiparan, el inicio de una de las actividades permanentes de la Fundación Amor y Fortaleza, la ONG autofinanciada que Lucía y Fernando fundaron en agosto de 2017 para —según indican en los trípticos y en su página web— «brindar información y asesoramiento a las familias con niñas, niños y adolescentes transgénero y transexuales». Dos años después de haber comenzado su lucha, habían creado el mapa, la linterna, el fortín y el espejo que ellos, en el inicio de su transición, nunca tuvieron.
“Solo el amor que tienes por tus hijos te da la fortaleza para enfrentarlo todo”, dice Fernando para explicar el nombre de la organización. Un año después de su creación, más de 10 familias de niños y niñas transgénero de entre 6 y 17 años —que viven en Quito, Santo Domingo, Ibarra, Cuenca, Guayaquil y Manabí— son Amor y Fortaleza.
Las familias tienen un grupo de WhatsApp en el que comparten noticias, dudas, anécdotas y consejos sobre sus procesos: mientras unos ya empezaron con el cambio de nombre, de ropa y de juguetes, otros aún no se animan a contárselo a sus familiares. «No se van a esconder, van a seguir haciendo las cosas que hacían, pero esta es una etapa en la que van a explicar lo que pasa”, les dice Lucía a los principiantes para que no pierdan el ánimo, “los que entiendan se quedarán a su lado; los que no, que sigan su camino”.
Además de apoyar a los padres y de dar charlas en escuelas, universidades y donde los inviten, los directivos de la fundación también ayudan en el proceso de escolarización de los niños e intentan incidir en leyes y políticas públicas. Para eso tienen aliados como Christian Paula, el abogado de Fundación Pakta que patrocina el caso para que Amada obtenga reconocimiento legal de su identidad. “Tu cédula —dice el abogado—determina cómo te tratan en el espacio público y cómo accedes a derechos. Por eso es importante que Amada obtenga una acorde a su identidad, para que no sea una problema viajar, estudiar o ir al médico”.
Otro nombre, otra foto, otra letra: apenas hacen falta esos cambios para que la vida de Amada no sea —ni tenga que ser —como ha sido la vida de muchos hombres y mujeres trans: sospechosa, marginalizada. Invisible.
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El 15 de enero de 2018 fue un día atípico para Amada y su familia. Lucía, Fernando, David y ella se despertaron temprano, desayunaron, se pusieron chaquetas y vestidos y recibieron a la periodista y al camarógrafo de televisión que los acompañarían durante esa mañana fría. Afuera de su departamento, en el sur de Quito, los esperaba una limusina blanca de techo negro. Los vecinos, desde sus ventanas, espiaban con curiosidad. Amada y su familia cruzarían la ciudad de sur a norte hacia el Registro Civil donde —junto al abogado Paula y un grupo de activistas LGTBI— Amada se presentaría para solicitar el cambio legal de nombre y sexo en su cédula de identidad.
Amada llevaba un vestido blanco sembrado de florcitas negras que combinaban con sus zapatos. Su pelo largo, negro y ondulado estaba recogido como un caracol sobre su nuca: era un moño de princesa.
Para evadir el frío y la llovizna, llevaba la chaqueta que sus padres habían mandado a hacer para la ocasión, con una inscripción especial: Protégeme. La palabra estaba estampada en la espalda, en medio de una bandera de cinco franjas horizontales: una blanca en el centro, escoltada por dos rosadas y dos celestes en los extremos.
Eran los mismos colores que ondeaban en el costado derecho de la limusina alquilada. El conductor, acostumbrado a decorar su auto con banderas de cientos de países, les preguntó extrañado a cuál pertenecía esa. “Cuando le contamos que era la bandera trans, dijo ‘¡ah!’ y se quedó en silencio”, recuerda Fernando tres meses después en la sala de su casa, donde reproduce en el televisor el reportaje que les hicieron ese día. En el video, la periodista le pregunta a su hija —que antes usaba un nombre, ropa y juguetes de varón— si se siente más feliz ahora. «Sí, porque mis padres ya saben cómo soy yo», responde Amada sin titubear.
Ahora saben tanto e investigan todo acerca de quién es ella, que Lucía cuenta que, hace unos días, leyó un artículo sobre las personas de dos espíritus en los pueblos amerindios de Estados Unidos. Bryan Joseph Gilley, autor del libro Becoming Two Spirits (2006), explica que estos hombres y mujeres ocupaban un lugar especial en las culturas nativoamericanas porque «equilibraban el espíritu masculino y femenino». Por esa ventaja, además, eran elegidos como consejeros, embajadoras o chamanes.
En el Ecuador de 2018, sin embargo, a veces no hay sensibilidad legal ni para entender un solo espíritu, menos dos: El 5 de febrero, el Registro Civil negó el pedido de Amada y de sus padres, argumentando, entre otras cosas, que se trata de una menor de edad.
Frente a eso, en agosto, la defensa de Amada presentó una acción de protección acompañada de 10 amicus curiae de organizaciones civiles y entidades como la Defensoría Pública, la Defensoría del Pueblo y el Consejo Nacional para Igualdad de Género para —como explica Paula— demandar al Estado por la «violación de los derechos a la identidad, al libre desarrollo de la personalidad, a la no discriminación, al principio de interés superior del niño…». El juez, esta vez, ordenó un peritaje psicológico para Amada a cargo de una psicóloga del complejo judicial donde se realizó la audiencia, que se retomará en los próximos meses. La finalidad de este requisito es evidenciar que la niña no está siendo forzada por sus padres y que actúa bajo su propia autonomía.
Es domingo, mediodía y mientras la familia espera tranquila hasta la próxima audiencia, en su casa Amada tiene unas cuantas obligaciones por cumplir antes de salir a jugar: terminar los deberes, comer más vegetales en el almuerzo y llevar sus platos al lavabo. «Ella ya sabe que aquí no tiene ninguna corona y que debe ayudar, como todos», dice Lucía riéndose al tiempo que muestra, orgullosa, las bandas escarchadas de Madrina De Deportes y Estrellita de Navidad que su pequeña ha lucido sobre el pecho.
**El 16 de octubre de 2018, Jorge Duarte Estévez, juez de la Familia, Mujer, Niñez y Adolescencia del Distrito Metropolitano de Quito, aceptó la acción de protección presentada por los padres y el abogado de Amada para el cambio de nombre y sexo en su cédula de identidad. El Registro Civil, sin embargo, apeló la decisión y se espera, hasta la fecha, una resolución definitiva.