El Mundial de fútbol ya tiene a sus cuatro semifinalistas: todos europeos, todos disciplinados, todos capaces, y todos con grandes porteros: Bélgica tiene a Courtois, Francia a Lloris, Croacia a Subašić e Inglaterra a Pickford. Los cuatro han sido determinantes para que sus equipos estén donde están.

Este Mundial ha reivindicado la importancia del guardavallas, el único jugador al que le es permitido tocar el balón con las manos. Esa ventaja sobre sus compañeros lo ha cargado de una responsabilidad muchas veces demasiado grande. Juan Villoro escribió en el perfil de Robert Enke, el portero de la selección alemana que se suicidó: “Morir a plazos es la especialidad de los porteros.” Ser portero ha sido siempre un rol tan pesado que ha sido asociado a las partes menos felices del juego: es el que mata las alegrías ajenas con sus aciertos, y las propias con sus errores.

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No hay empleo más duro en el fútbol. Lo vimos cuando De Gea dejó que se le escurra un remate inocuo de Cristiano Ronaldo en la fase de grupos. Muslera y Caballero se equivocaron, también, y le costaron a sus equipos dolorosas derrotas. Un mes y medio antes,  el alemán Loris Karius cometió un error infantil en la final de la Champions League europea y reveló que cuando los arqueros ganan partidos son una nota al margen, pero cuando los pierden, pasan muy rápido de las secundarias sombras del anonimato a la villanía.

Quizás Moacir Barbosa, el arquero de la selección brasileña de 1950, sea el ejemplo más elocuente de la infamia con la que tienen que cargar los porteros. Barbosa fue cinco veces campeón estadual con Vasco da Gama, donde fue figura.

Brasil había goleado 7 a 1 a Suecia y 6 a 1 a España en lo que parecía un camino ineludible al título Mundial en su tierra. Pero en el partido final, los Uruguay hizo lo impensado: le ganaron la Copa del Mundo a Brasil en el mismísimo Maracaná. El maracanazo fue una tragedia nacional que encontró su chivo expiatorio en Barbosa, único portero negro del Brasil hasta la llegada de Dida casi medio siglo después.

La vida de Barbosa después del maracanazo no fue vida. Murió por los golpes de la ignominia colectiva, que nunca olvidó esos desgraciados 30 minutos en que los uruguayos labraron su hazaña. La muerte lenta que vivió Barbosa perduró dolorosamente: en 1994 le impidieron saludar a la selección brasileña, para evitar que los «mufara». Juan Villoro escribió sobre él, cuando falleció en el 2000: “El primer arquero negro de la historia de la selección brasileña murió pobre, humillado y condenado. La prensa casi no registró su muerte. Barbosa no se habría sorprendido. La segunda muerte de Barbosa será la definitiva”.

Con excepción de Lev Yashin, la memorable araña negra soviética que se alzó con el Balón de Oro en 1963, ningún guardameta ha recibido el reconocimiento como el mejor jugador a nivel planetario. Y en los Mundiales, solo una vez un portero recibió el premio a mejor jugador del torneo: el alemán Oliver Kahn, en 2002.

En la percepción global, siempre ha primado la idea de que quienes meten más goles o quienes generan más oportunidades de gol, se merecen nuestra admiración. Tiene algo de sentido: después de todo, el gol es —según Eduardo Galeano— el orgasmo del fútbol.

Por eso, la misión de los arqueros es mal vista. Son el equivalente futbolístico a una anorgasmia: la disfunción sexual que impide que hombres y mujeres alcancen el clímax. Todos el mundo quiere decir cuán bien lo pasa en la cama, pero nadie se atreve a hablar públicamente de sus disfunciones. En el fútbol pasa igual: ser arquero es disfrutar de lo que el resto padece.

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Pero Rusia ha sido un Mundial tan inesperado, que ha servido para celebrar el arte de privar a los otros de su clímax futbolístico. En los cuartos de final, los semifinalistas compartieron un hecho sin precedentes: casi no se fabricaron oportunidades reales de gol (ningún equipo tuvo más de tres tiros directos al arco), concretando las pocas que tuvieron con una efectividad impresionante.

Las selecciones de Francia e Inglaterra anotaron las dos oportunidades que tuvieron cada una, Bélgica anotó dos de tres (uno fue autogol) tiros directos al arco, al igual que Croacia. Sumados, los semifinalistas tuvieron 10 tiros que iban al arco, de esas, 8 subieron al marcador. Sus rivales, en cambio, en conjunto tuvieron un total de 21 tiros, con solo 3 goles.

Si bien los cuatro semifinalistas pudieron destacarse por efectivos, los cuartos de final se definieron por los arqueros vencedores. La anorgasmia dio el pase a las semifinales de Rusia 2018. Y todos parecemos contentos.

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El ejemplo más elocuente fue el de Thibaut Courtois, determinante para la victoria belga sobre Brasil. El metro noventa y nueve del golero del Chelsea inglés fue casi inexpugnable: una tras otra, ahogó las alegrías de la que es, quizás, la más temida delantera del planeta.  Neymar, Coutinho, Paulinho, Douglas Costa y Firmino intentaron, sin éxito, vulnerar a un Courtois, que vestido todo de negro parecía la reencarnación de Yashin. Lás cámaras omnipresentes mostraron a Tite, director técnico brasileño, abandonando los piques celebratorios de los goles que Courtois le negaba a su equipo. En la rueda de prensa, Tite llamó a la actuación del gigante belga ‘iluminada’.

La calificación, más que merecida, puede extenderse a otros porteros: Hugo Lloris y Jordan Pickford fueron clave para que sus selecciones mantuvieran el arco en cero en sus partidos de cuartos de final. Aunque los dos tienen trayectorias distintas —un experimentado Lloris es el ancla defensiva del Tottenham y Pickford recién lleva una temporada como arquero del Everton—, los dos mostraron su habilidad contra suecos y uruguayos.  Aunque menos espectacular, la actuación del croata Danijel Subašić ha sido decisiva para que los croatas avancen en las tandas de penales en que derrotaron a daneses en octavos y a rusos en cuartos. Juan Villoro, en el perfil de Enke, dice que Albert Camus fue portero ejemplar. “Acostumbrado a ser fusilado en los penaltis, escribió un encendido ensayo contra la pena de muerte. Su primer aprendizaje moral ocurrió jugando al fútbol.”

Si esto es cierto, de Subašić no deberían extrañarnos futuras y sesudas reflexiones sobre el nacionalismo, el pasado y el conflicto civil. Su equipo que ha ido de más a menos en el torneo, heredero de los grandes futbolistas de la disuelta Yugoslavia, ha sido empujado —como Goycochea empujó a la Argentina en Italia 90— a través de las tandas de los doce pasos por su último hombre.

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Del equipo que quede campeón el próximo domingo, es muy probable que salga el ganador del Balón de Oro del Mundial.

Y, por el encanto de los sonrientes goleadores, de los esquivos mediocampistas,  o por simple repetición histórica, es muy probable que sea un jugador del medio del campo en adelante.

Pero estos cuartos de final se convirtieron en una excelente oportunidad para recordar el valor del arquero. Y de cómo su anorgásmica tarea, puede poner a sus equipos muy cerca de la gloria —y el gran, verdadero y supremo orgasmo— del triunfo final.