Hace unos años, en el salón de juegos del club de fútbol Sporting de Lisboa, un chico se pasaba el tiempo apuntando con un dardo al centro de un tablero. Los adolescentes que compartían la sala se divertían a su alrededor con el futbolín y la mesa de ping-pong. Él tenía doce años y una cara de estreñido, el ceño fruncido y los labios apretados: le daba rabia fallar. El director de la escuela, Aurelio Pereira, aún recuerda esa cara de enfadado. La misma de cuando le ganaban en ping-pong, la misma de cuando lo derrotaban en billar. El gesto irritado de un niño que no se permitía perder. Semana tras semana, el chico insistía en lanzar el dardo al centro del blanco. El ojo calibrando la puntería certera. El pulso firme y el ángulo preciso del antebrazo. El envión justo y balanceado. Hasta que un día se volvió casi infalible. Pereira, su primer maestro, a quien el ex alumno visita cada vez que pasa por Lisboa, descubrió en este acto su perfil obsesivo. Todos eran trabajadores. A ningún otro chico le importaba perder a la hora del descanso. Salvo a Cristiano Ronaldo.

Los fans de Ronaldo en redes sociales son un país casi veinte veces más poblado que Portugal. Es el atleta más activo en internet y un pionero en los contratos publicitarios que incluyen redes sociales. Gracias a la marca de champú Clear, que lo auspicia, los fans de Ronaldo podían elegir el próximo peinado de su ídolo. Estos contratos, según Forbes, lo convierten en el segundo futbolista que más ha ganado en el mundo después de David Beckham: recibió noventa y tres millones de dólares en 2017.

Como Beckham, Ronaldo es vanidoso. Se repeina con gel y posa en los partidos cuando la cámara lo enfoca. El delantero inglés Wayne Rooney bromeó diciendo que instalaron espejos más grandes en el vestuario del Manchester United cuando el portugués llegó al equipo, procedente del Sporting de Lisboa.

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Aurelio Pereira detiene el auto cada vez que divisa en el camino a niños jugando fútbol. La obsesión del maestro de Ronaldo, Figo y Nani es educar talentos. Hoy es el coordinador de reclutamiento del Sporting Clube de Portugal y dice que su trabajo es encargarse de dar confianza a los chicos que llegan al equipo.

El Sporting no es el club más rico de Portugal. Ni el que despierta las mayores pasiones. En un país que divide su corazón entre el Benfica de Lisboa y el Porto de Oporto, el Sporting es el equipo tímido que gradúa estrellas directo a los mejores clubes de Europa. En su escuela, considerada una de las mejores del mundo, se entrenan, estudian y duermen chicos de todo Portugal.

Algunos dicen que su arma secreta es Aurelio Pereira, un lisboeta que habla con calma y camina resuelto. En sesenta y cinco años, las entradas han ampliado su frente y enmarcado sus ojos azules.  Cuando conoció a Ronaldo, este era un chiquillo desnutrido. Después de seis años bajo su tutela, el Manchester United pagó quince millones de euros por su alumno, que apenas era mayor de edad. De allí Ronaldo pasaría al Real Madrid a cambio de la mayor cifra jamás pagada por un futbolista.

El niño despeinado que cuando debía descansar de jugar contra los demás competía contra sí mismo frente a un tablero de dardos, se convirtió en un joven de cabellera engominada que hoy no se avergüenza de decir que es el mejor jugador de fútbol del planeta. Un futbolista excepcional con fama de arrogante.

Aurelio Pereira —como tantos en Portugal— no entiende por qué ven al chico al que educó durante años como un arrogante. Fuera de Portugal no caen bien las declaraciones autosuficientes de Cristiano Ronaldo, ni su falta de timidez para declarar que se merece los premios que ha ganado.  Pereira no se explica por qué le reprochan la pose, la mirada, el peinado, la ropa, las respuestas cuando le preguntan por él mismo, la obsesión por ganarlo todo. «Al contrario de lo que se piensa, es un chico extremadamente humano», dice Pereira.

Paulo Cardoso también fue profesor de Ronaldo. Era el técnico del equipo infantil del Sporting. Hoy también rechaza la idea de que CR7 sea arrogante. De los primeros tiempos de Ronaldo en el Sporting, cuenta que cada día se preguntaba: «¿Cómo educamos a alguien así? ¿Diciéndole que es igual a los otros?». Dice que entendió que esa fórmula no funcionaría. «No podemos esperar que quien desde niño es considerado el mejor, no tenga autoconfianza o una autoestima altísima. ¿Para qué la falsa modestia?». Pereira dice que su labor con los chicos es enseñarles a respetar y a nunca despreciar a los otros. Porque eso no es de portugueses. En el Sporting, Pereira y Cardoso exigieron a Cristiano Ronaldo más desde que era chico y condujeron su carácter obsesivo a la búsqueda de la perfección.

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La ilusión de Aurelio Pereira era ser maestro de primaria. Sus padres, preocupados porque tuviera un buen salario, lo empujaron a una carrera técnica. El fútbol lo devolvió a su vocación. Tras cada jornada de trabajo, se ponía la camiseta de entrenador y preparaba a los chicos de su barrio. Después volvió al Sporting, donde había jugado a los catorce años, y como su director técnico llevó al equipo a ganar el campeonato portugués en los años noventa.

Mientras Cristiano Ronaldo vivió en Lisboa, Pereira fue su maestro. El Míster —como se llama en Portugal a los directores técnicos— tiene un modo de estar tan calmo como su voz. Su bigote se curva con una sonrisa mientras muestra en su teléfono celular los mensajes de texto que intercambia con sus discípulos. Es un día de verano de 2012, en Portugal el fútbol está de vacaciones y toda la hinchada está atenta a la Eurocopa en Ucrania y Polonia. Mientras camina frente a las canchas de la Academia del Sporting, Aurelio Pereira se ajusta los lentes y muestra uno de los últimos mensajes recibidos. Es de su ex alumno Silvestre Varela, seleccionado de Portugal, que le escribió desde Ucrania después de anotar el gol que definió el partido. En un país de diez millones de habitantes, Pereira es el único entrenador al que diez de los convocados portugueses a la Eurocopa 2012 han llamado Míster.

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Cristiano Ronaldo tenía la libertad de un niño de la calle, de esos que roban fruta del árbol del vecino, escalan muros, juegan pelota en el camino hasta que es hora de dormir. Con su madre trabajando el día entero como cocinera, él y sus tres hermanos estaban casi solos.

CR7 iba a la escuela en Funchal, la capital de Madeira —un archipiélago portugués más cerca de Marruecos que de Europa—, y después salía a jugar fútbol con sus primos y también con los amigos de su hermano Hugo, diez años mayor. Quizás ahí fue construyendo su estilo de correr: bien estirado, como para parecer más alto.  En la cancha hay jugadores que corren como desesperados. Otros lo hacen con gesto aburrido. Cristiano Ronaldo avanza erguido, con la columna vertebral alargada hacia el cielo, y brazos y piernas se difuminan con la velocidad. Mientras la pelota está entre sus pies, es imposible mirar a otro lado. Cuando Cristiano Ronaldo corre, es el pavo real más veloz del mundo.

El número 7 del Real Madrid terminaría un maratón en el minuto setenta y cinco de un partido de fútbol si lo corriera a la misma velocidad con que driblea en la cancha. Sobre un césped y rodeado de defensas, según la revista alemana Der Spiegel, en 2012 el jugador alcanzaba los 33.6 kilómetros por hora. Cinco años después, su velocidad seguía siendo la misma, según la BBC.

CR7 en Portugal.

Durante mucho tiempo, la prensa portuguesa criticó el desempeño de Ronaldo con la selección de su país. Fotografía de jenta/depositphotos.

Con ese estilo de correr llegó en 1997 a probarse en la cancha del Sporting. Los entrenadores de divisiones menores, Paulo Cardoso y Osvaldo Silva, vieron a un chiquillo flaco y débil en cuyo cuerpo no se adivinaba al atleta de 1.85 metros de altura y ochenta kilos de peso en que se convertiría. Pero cuando la pelota llegó a sus pies, la cancha se convirtió en su autopista. Era una premonición: hoy ese terreno lo cruza el Eje Norte-Sur, la vía rápida que atraviesa Lisboa. «Comenzó a fintar a los otros a una velocidad increíble. Miré a Osvaldo Silva. Él me miró. Y nos preguntamos: ‘¿Qué es eso?’», recuerda Cardoso, un cuarentón jovial con las primeras canas asomando entre sus cabellos negros. Al final de la práctica, los adolescentes rodearon al recién llegado y le preguntaron quién era.

El chico veloz que corría erguido tenía once años y —según el primer documento del club que menciona a Cristiano Ronaldo dos Santos Aveiro— era un «jugador con un talento fuera-de-serie, técnicamente muy evolucionado. Se destaca su capacidad de drible en movimiento o parado».

Al día siguiente de aquella primera prueba lo citaron en una cancha mayor, porque se había corrido la voz de un prodigio. Ése fue el día en que Aurelio Pereira vio a su discípulo por primera vez. Era su segunda prueba y jugaba de nuevo con adolescentes. Uno de ellos lo marcaba con insistencia y se le pegaba a la espalda. Él detuvo el balón y le dijo: «Oye, chico, ten calma». Pereira recuerda que eso le pareció una gran muestra de carácter. También que pensó que nunca habían tenido un alumno tan joven de interno en la escuela. Los chicos llegaban a los catorce o quince. Con un informe, el maestro convenció al director financiero de aceptar la propuesta del Nacional de Madeira, donde jugaba Ronaldo: cambiarlo por los cuatrocientos cincuenta mil escudos de la época —unos veinticinco mil euros de hoy—, que debían al Sporting. Nunca habían pagado tanto por un niño.

Meses después, Cristiano Ronaldo se mudó a Lisboa. Había cambiado la libertad de las calles de Funchal por los horarios de una academia.  «Pronto nos dimos cuenta de que necesitaba de cariño, de apoyo. Estaba lejos de su mamá y el ambiente le era totalmente extraño», dice Cardoso. Lloraba todas las noches y se dormía junto al balón como si éste fuera su peluche. Era un niño de doce años que compartía habitación con muchachos de quince. En Portugal continental, quienes llegan desde los archipiélagos son vistos como gente cerrada. Los isleños tienen una coraza.

Así apareció Cristiano Ronaldo ante los ojos de los otros. Bruno Militão, quien en aquella época también corría detrás de la pelota en las categorías infantiles, recuerda a un chico a quien sus contrincantes gastaban bromas por su fuerte acento madeirense, un portugués cerrado, con labios que casi no se despegan. Al final de aquella primera temporada, Cristiano Ronaldo ganó todos los premios de Mejor Jugador en todos los campeonatos. Con los años, Militão lo vio dejar la timidez, convertirse en un bromista y despojarse de aquello que no lo dejaba encajar: empezó a hablar como un lisboeta. Sus maestros describen a Cristiano Ronaldo como un niño tímido que aprendió a abrirse, un chico querido por sus compañeros y un alumno humilde pero insatisfecho.

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Dicen que Maradona no se despegaba nunca de la pelota, ni aunque la práctica no incluyera balones. Del basquetbolista yugoslavo Drazen Petrovic, sus entrenadores decían que no lo sacaban de la sala de entrenamiento ni con un fusil. Al niño Cristiano Ronaldo solían encontrarlo de noche medio escondido en el gimnasio del Sporting haciendo amagues con el balón, llevando dos pesas en cada pie. Más de una década después, el Wall Street Journal contó las horas que había jugado en un año y declaró a Ronaldo como el deportista que más trabaja.

En 2010 su obsesión por la perfección fue tema de un comercial. «Yo no pierdo en nada», decía para promocionar las tasas de interés del Banco Espirito Santo. Las imágenes se abrían con Ronaldo que lanzaba un dardo y acertaba en el centro del tablero. No era un truco de cámara. El chico al que Aurelio Pereira vio fallar docenas de veces tirando dardos en su tiempo libre ahora es capaz de ensartar sin dificultad un tiro al blanco para un comercial donde bastarían sólo su rostro y su voz.

Al final de uno de los partidos de la Eurocopa 2012, Bruno Prata, un conocido periodista portugués, pidió un psicólogo para Cristiano Ronaldo. «Cuando esté menos obcecado con las victorias, con los goles y con él mismo, todo será más fácil», escribió. Volvió sobre un punto común en las críticas locales al delantero: su exagerada obsesión por ganar. Unos días después, la selección nacional perdería las semifinales en tanda de penales frente a España. La llegada de Portugal a la final de esta Eurocopa se frustró cuando uno de sus jugadores falló el cuarto tiro penal. Cristiano Ronaldo, el siguiente portugués en la lista, no alcanzó a patear.

Fue un golpe para alguien que a los veintiún años había declarado que estaba dispuesto a todo para ganar. Algunos periodistas creyeron que Ronaldo se había reservado a propósito el último lugar en la lista para patear los penales, y lo interpretaron como un calculado acto de vanidad: para ellos, CR7 había especulado con anotar el gol para salir en las fotos de la llegada de Portugal a la final. Pero el entrenador portugués, Paulo Bento, declararía que él había decidido mucho antes el orden de los pateadores de penales.

Cristirano Ronaldo

Los ingleses lo apodaron ‘Cocky Ronaldo’, algo así como fanfarrón. Fotografía de Maxisports/depositphotos

Además de su obsesión por triunfar, la prensa local había acusado a Ronaldo de nunca jugar bien en los partidos importantes. Se decía que no sabía jugar en las Eurocopas, que tampoco funcionaba en los Mundiales, que no jugaba en equipo, que no aparecía cuando se le necesitaba, que solo servía para jugar por el club que le pagaba el sueldo, que no hacía nada en la selección porque ahí no ganaba millones. En el repechaje para la Copa del Mundo 2014 no se escucharon esas críticas. Ronaldo anotó todos los goles y fue el capitán que la prensa deportiva portuguesa había pedido durante años.

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Fuera de su país, Ronaldo se ha hecho fama de antipático. La prensa china lo llamó egoísta y arrogante por ser apático en sus respuestas y poner cara de aburrido. Los ingleses le llaman ‘Cocky Ronaldo’, algo así como fanfarrón. Algunos jugadores brasileños suelen bailar después de anotar un gol, y ese hábito es considerado un rito celebratorio. Pero cuando Cristiano Ronaldo bailó con su compañero brasileño Marcelo la canción «Ai se eu te pego», los españoles tomaron su festejo como una muestra de arrogancia. En España hay equipos que se quejan de que, cuando el Real Madrid va ganando, CR7 hace pases sin mirar y toda suerte de piruetas de exhibición que no haría si el partido estuviera empatado.

Aún en sus momentos más críticos, la prensa de Portugal ha acusado de todo a CR7, excepto de arrogante. Pero arrogante no es una palabra desterrada del vocabulario portugués. Según el Priberam, el diccionario de la lengua portuguesa, es arrogânte quien desprecia al oponente. Así llamaron a Drogba, cuando dijo que estaba «temblando de miedo» porque el oponente de su Chelsea en la Liga de Campeones era el Benfica de Lisboa. En la liga local, también se ha hablado de la arrogancia de Hulk, el brasileño que fue figura del Porto, quien se mostraba como un superhéroe, no hacía pases a nadie y fue acusado de golpear a un guardián del estadio del Benfica.

Mohamed Alí afirmó que no existía arrogancia si la podías sostener. El doctor House dijo que la arrogancia debía ser ganada. A Ronaldo lo llaman arrogante porque está convencido de que es extraordinario. «En este momento —dijo cuando le preguntaron quién era mejor jugador, si Messi o él— creo que soy yo». El Real Madrid acababa de ganar la Liga española de 2012. Ronaldo no estaba solo en su convicción. Durante la Eurocopa disputada ese mismo año en Polonia y Ucrania, Santiago Segurola, del diario español Marca, escribió que Ronaldo le recordaba al Maradona del Mundial de 1986. En la misma fecha, el propio Maradona declaró al Times of India que Cristiano y Messi eran los mejores jugadores del mundo, y que a Ronaldo deberían hacerle una estatua en el centro de Lisboa. Una idea nada compatible con el discreto espíritu portugués, donde el mayor ídolo del fútbol, Eusebio, se ganó en vida una modesta estatua en una de las entradas del estadio del Benfica.

Casi nada en Cristiano Ronaldo es discreto. Sus goles de cabeza son publicidades para champú. Cualquiera gesto suyo de frustración en el campo es cinematográfico. Durante temporadas pareció que escogía prendas apretadas con colores que lo hicieran resaltar entre la multitud: rosas, celestes, rojos y gamas fosforescentes. En un comercial de Nike, donde aparece junto a otros futbolistas, su papel es hacer de sí mismo: entrena en el gimnasio, busca en el vestuario una camiseta tamaño infantil y después sale a la cancha con pose de modelo y ombligo al aire.

Ronaldo es capaz de burlarse de su propia fama de vanidoso. Pero él sabe que no siempre fue vanidoso. También lo sabe su mejor amigo, Fábio Ferreira, un ex jugador que hoy atiende mesas en un restaurante en el sur de Portugal y que fue su compañero en los primeros años del Sporting de Lisboa. Hay una foto de 1998 del equipo donde Ferreira abraza a un niño despeinado y bajito que aprieta la boca y cierra los ojos. Casi todos son más altos que ese niño. y sonríen con la boca abierta, hinchan el pecho adornado con el escudo del león, ensayan poses de crack. Todos menos Ronaldo, el único de aquella promoción que se convertiría en estrella. El único al que en ese entonces molestaban por su acento isleño. El mismo que todavía hoy visita a Ferreira en Portugal y que pide la aprobación de su madre para sus novias. El profesor Cardoso dice ahora que una prueba de la humildad de Ronaldo es que cuando regresa a Lisboa prefiere reunirse con sus viejos amigos y buscar a sus antiguos maestros antes que juntarse con el jet set de la capital.

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Al futbolista al que una marca de champú le pagaba por cambiarse de peinado para cada partido le gusta conservar en su vida a la gente que lo critica. «Me alegro de cada vez que me jalaron de las orejas —dijo en la televisión española—. Si no fuera por mis primeros profesores, no sería el jugador que soy ahora». Saber perder es una materia poco explorada en el fútbol. El entrenador colombiano Francisco Maturana repite que «perder es ganar un poco». El español Luis Aragonés, dijo alguna vez que en el fútbol «hay que ganar y ganar y ganar y volver a ganar y ganar y ganar». Guardiola sentenció: «El miedo a perder es la razón fundamental para competir bien».

Al futbolista mejor pagado siempre le ha dolido perder, aunque fuera una convocatoria. En el tramo final de un campeonato juvenil de inicios de siglo XXI, el Sporting de Lisboa viajaba a Madeira. Ronaldo contaba los días para jugar frente a su familia. Era la primera vez que competiría allí. Leyó la convocatoria cuatro veces, pero no se encontró en la lista. Se puso a llorar. Cuando fue a reclamar, Aurelio Pereira le explicó que era la consecuencia de una indisciplina en el colegio. El Míster lo dejó en Lisboa, castigado.

A ningún entrenador le gusta ver perder a su equipo, pero Pereira prefirió arriesgar algunos puntos por la estrella ausente que la disciplina de sus jugadores. Esa vez, el niño que hoy es dueño de un segundo Balón de Oro le dijo que entendía. Ronaldo dice hoy que es una de las lecciones más valiosas que le han dado.

Durante años, Cristiano Ronaldo ha sido visto como un ícono de la arrogancia. Su porte al correr es una postal decorativa. Los cinco pasos que retrocede antes de patear un tiro son una escena teatral. La forma que tiene de apretar los labios es su sello de insatisfacción. A fines de junio de 2012, Cristiano Ronaldo quiso darle un regalo a su hijo, que cumplía dos años. Después de anotar de cabeza el gol que puso a Portugal en las semifinales de la Eurocopa, salió corriendo hacia un extremo de la cancha, rodeado por sus compañeros, que reían y lo abrazaban. Después, corrió hacia la cámara de televisión gritando «¡Para ti, para ti!» y mandó un beso con las dos manos. En Twitter, en seguida aparecieron los mensajes rabiosos de quienes creyeron leer en sus labios un «Messi, Messi», igual que el cántico que le dedican las tribunas adversarias.

Leo Messi es una lección pendiente para Ronaldo. Desde que las barras de los equipos adversarios descubrieron que cantarle ese nombre lo molesta más que citar a su madre y a su nacionalidad, el argentino se le aparece en todas las canchas.

John Carlin, un periodista inglés que escribe de política y deporte, dice que el Ronaldo que juega en la Liga española es ejemplo de un chico humilde y buena persona. En especial por los insultos que aguanta desde las gradas. En 2011, le preguntaron a Ronaldo por qué las barras le silbaban y le dedicaban el cántico ‘Messi, Messi’. «Yo creo que por ser rico, por ser guapo, por ser un gran jugador las personas tienen envidia de mí. No tengo otra explicación». Acababa de salir de un partido y tenía tres puntos recién cosidos en el pie. Era un mal día y dijo lo que pensaba.

En la Eurocopa 2012, la barra de Dinamarca le cantó ‘Messi, Messi’ cada vez que tocaba la bola o erraba un gol. Al final, le preguntaron por los cánticos. «¿Saben dónde estaba Messi a estas alturas en Copa América? ¡Eliminado, en su país! ¿No es peor?», contestó. Después de ese partido, los lusitanos hicieron un voto de silencio con la prensa que quebraron al llegar a semifinales. En Colombia, a Messi le preguntaron por el comentario de Ronaldo. «No tengo nada que decir sobre él», zanjó el argentino.

En 2012, Aurelio Pereira viajó a Madrid, donde Cristiano Ronaldo lo recibiría en su casa. En estos años el Míster se ha vuelto amigo de la madre del jugador y, como en las primeras épocas, sigue pendiente de CR7. El maestro se sigue preocupando por él, como cuando le dieron la banda de capitán siendo todavía demasiado joven.

En esa visita a España, Ronaldo y Pereira se sentaron a conversar varias horas. Charlaron sobre una preocupación compartida: hacía más de diez años que el Sporting no salía campeón en Portugal. Si Pereira repite un elogio sobre Ronaldo es sobre su capacidad de escuchar. También hablaron sobre Messi. El argentino se había convertido en su gran rival, en el obstáculo por vencer. En 2007, cuando el brasileño Kaká ganó el FIFA World Player y Messi fue segundo, Ronaldo quedaría en tercer lugar, frustrado como cuando los dardos de su infancia no llegaban al blanco. Al año siguiente acertó: se ganó el Balón de Oro y el FIFA World Player, dejando otra vez a Messi de segundo. En los años posteriores, el jugador del Barcelona ganaría cuatro veces el Balón de Oro. Durante su visita a Madrid, el Míster le dijo a Ronaldo que Messi era bueno para él. «Si no tuvieras un jugador con quién competir, podrías adormecerte. Hoy te despiertas con un objetivo. Messi es tu desafío permanente». El alumno estuvo de acuerdo. El maestro Pereira había dado una última lección.

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La prensa portuguesa ya no le cuestiona a Cristiano Ronaldo sus actuaciones en la selección. Se elogia su liderazgo, su generosidad en la cancha, el respeto que inspira a sus compañeros. Ronaldo ha dejado de vestir colores escandalosos y de cambiar de novia cada verano. Se convirtió en el padre de familia que recoge a su hijo mayor, Cristiano Jr, en la puerta de la escuela, que lleva a la piscina a sus gemelos Mateo y Eva, que arrulla a su bebé Alana Martina y que no suelta la mano de su novia, la modelo Georgina Rodríguez.

En 2013 Cristiano Ronaldo lloró al ganar su segundo Balón de Oro. Sus lágrimas ocuparon las portadas de los diarios y recorrieron el mundo. Se dijo que el detonante fue ver a su madre llorar. El jugador del Barcelona Gerald Piqué dijo que las lágrimas de Ronaldo podían haber sorprendido al mundo, pero no a él: “Tiene esa fama de durillo, de estar por encima del bien y del mal, y fue bueno que le saliera esa reacción. Le importaba de verdad, había sufrido, y le salió”. Para Scott Moore, periodista deportivo inglés, CR7 “no es el hombre arrogante y el crack enmascarado que mucha gente imagina. Hace poco, ya mostró su carácter al proteger celosamente de los policías a un hincha que invadió el césped para abrazarlo”.

Entre sus agradecimientos al recibir el Balón de Oro 2013, Ronaldo recordó a Eusébio, el ídolo histórico del fútbol portugués, quien acababa de morir. Al día siguiente, el diario Público fue en busca de un psicólogo para que explicara el llanto de CR7, quien diagnosticó que eran lágrimas de alivio. Luego de recoger su trofeo, Cristiano Ronaldo dijo que se trataba de un premio especial, porque era la primera vez que su hijo lo veía recibirlo. Después de su consagración, en una entrevista con France Fotball, admitió que se había equivocado años atrás al declarar que le tenían envidia por ser rico, guapo y un gran jugador. Había vuelto a ser el chico de Madeira que, después de tantos esfuerzos, acertaba un dardo en el blanco.


***Esta historia se publicó originalmente en Etiqueta Negra 117

Sabrina Duque 100x100
Sabrina Duque
(Ecuador, 1979) Periodista y escritora. Finalista del premio Gabo de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano. Su primer libro, Lama, relata la historia de los sobrevivientes de la mayor tragedia minera de la historia, ocurrida en Brasil.
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