La sociedad ecuatoriana está conmovida desde hace meses por las reiteradas noticias sobre casos de abuso sexual contra niños, niñas o adolescentes. Estas han movilizado a casi todos los sectores e instituciones del país que exigen y planifican procedimientos más rigurosos y expeditos para la investigación de estos deleznables hechos, el endurecimiento de las sanciones aplicables, y mayor transparencia en el manejo de las investigaciones. Casi porque hay una institución que goza de mejor reputación y mayor credibilidad pero que desde hace años hace todo lo contrario frente a este tipo de casos: la Iglesia Católica. Sus investigaciones carecen de rigor y son lentas hasta la inutilidad. Sus sanciones son risibles. Y, sobre todo, sus procedimientos y resultados son secretos.
En estas semanas en Cuenca y Guayaquil han salido a la luz relatos de muchas de las víctimas de dos sacerdotes que, aprovechando su autoridad como ministros de la iglesia católica y el temor reverencial que la misma inspira en mentes inocentes, abusaron de niños y adolescentes defraudando la confianza que las víctimas y sus familias habían depositado en ellos.
No son los primeros relatos de sobrevivientes en Latinoamérica. Y tampoco, lamentablemente, serán los últimos. No es verdad que los abusadores son unos pocos malos elementos. Las ‘ovejas descarriadas’ de una organización impoluta. Es todo lo contrario: son demasiados y en todas partes del mundo. Lo que existe es un patrón sistemático de abusos y encubrimientos institucionales.
Las víctimas han decidido contar sus historias luego de años, décadas en ciertos casos, de sufrimiento, vergüenza y frustración frente a la inactividad de las autoridades eclesiásticas que tras recibir las noticias de estos terribles hechos, se preocuparon más de apoyar y proteger a los perpetradores para que no enfrenten las consecuencias de sus actos y de ocultar a la opinión pública esta grave situación, en lugar de paliar al menos en parte, el trauma de las víctimas y colaborar con las investigaciones adelantadas por las autoridades civiles.
En la religión católica, los ‘sacramentos’ son ritos con un efecto supuestamente espiritual a través de los cuales, se dice, Dios obra en las almas. Una de las definiciones de ‘sacramentar’, según la Real Academia de la Lengua, es ocultar, disimular o esconder algo. La iglesia siempre se ha tomado muy en serio los sacramentos y al parecer piensa que su misión de administrarlos incluye encubrir a sus miembros que cometen delitos sexuales contra niños, niñas o adolescentes. Han sacramentado el abuso. Esta afirmación parece injusta, excesiva y seguro resultará muy polémica, pero tiene fundamentos.
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La iglesia católica, como institución, tiene su propio ordenamiento jurídico: el derecho canónico. Este regula las relaciones entre la entidad y sus súbditos —los fieles—, en particular aquellos que han optado por la vida religiosa y voluntariamente han asumido una serie de deberes relacionados con el cumplimiento de los fines y el mantenimiento del estatus de la organización eclesiástica. Dicho ordenamiento jurídico incluye, entre otras, una serie de disposiciones ‘penales’ que en realidad no son tales. Son un conjunto de prohibiciones cuya violación acarrea penas —que tampoco son tales en el estricto sentido de la palabra. También contempla procedimientos propios cuya celeridad, rigurosidad y efectividad son por decir lo menos, cuestionables.
La aplicación de las normas canónicas no impide que en forma anterior, paralela o posterior se aplique también a los mismos hechos las normas ordinarias. Por ejemplo, la anulación canónica de un matrimonio no impide la realización de un juicio de divorcio, y viceversa.
El problema es que, como ocurre con otros fueros funcionales —tribunales y procedimientos especiales establecidos para investigar y sancionar las infracciones directamente relacionadas con su función, de personas que integran una institución jerárquica (por ejemplo la Justicia Militar de muchos países)— quienes integran la iglesia católica como institución, no como fe, piensan que someter sus faltas a una investigación canónica y recibir una ‘sanción’ eclesiástica es suficiente y excluyente de una eventual investigación y sanción penal ordinaria.
Muchas víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes y otros religiosos católicos, movidos por su propia fe, acuden en primer lugar a las autoridades eclesiásticas, como lo hicieron algunas víctimas del sacerdote Luis Fernando Intriago que acudieron a la Arquidiócesis de Guayaquil. Las víctimas buscan que las autoridades eclesiales comuniquen los hechos a las autoridades civiles e impongan los primeros castigos a los perpetradores. Sin embargo, esta situación ha sido históricamente aprovechada por la iglesia, como en los casos de abusos del padre Intriago Páez, precisamente para garantizar impunidad tanto en el ámbito eclesiástico como en el civil. Al no instrumentar un proceso rápido y eficiente, y al obstaculizar o directamente impedir las investigaciones penales ordinarias sobre estos casos, la iglesia ha incurrido en su propia responsabilidad como institución.
El encubrimiento asegurado por la iglesia a los responsables de abusos sexuales de niños, niñas y adolescentes no es resultado del azar ni del infortunio, fue resuelto hace mucho tiempo en las más altas esferas del poder eclesiástico, y ha sido noticia (o mas bien escándalo) en diversos países del mundo sin que, hasta ahora, el problema haya sido superado.
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La Santa Sede como sujeto sui generis de derecho internacional —algo muy parecido a un Estado— ha sido invitada a ser parte de tratados internacionales en diversas materias, entre ellos, tratados de Derechos Humanos. Ha aceptado muchas invitaciones y hoy es miembro de algunos como la Convención sobre los Derechos del Niño y la Convención contra la Tortura. Dicha membresia no es solo un estatus, como aparentemente las autoridades de la iglesia habían pensado, sino que implica asumir una serie de obligaciones para garantizar la efectiva vigencia de los derechos de las personas. Tales obligaciones van desde la presentación de reportes periódicos sobre los esfuerzos desplegados para cumplir con los términos del tratado, hasta responder ante los órganos de supervisión internacional respectivos por las violaciones e incumplimientos en que incurra.
La Santa Sede presentó en 1995, con tres años de retraso, su primer informe al Comité de Derechos del Niño sobre el cumplimiento de las obligaciones del tratado. El Comité, muy bondadoso, solo le realizó dos observaciones: una en materia de discriminación debido al sexo y otra de educación en materia de salud reproductiva. La Santa Sede, sin embargo, nunca se ocupó de implementar las recomendaciones del organismo. Ni el Comité ni la Santa Sede abordaron la cuestión de los abusos sexuales al interior de la iglesia católica que para esa época ya era bastante conocida.
Recién en 2012 la Santa Sede presentó su segundo informe, que debió hacerlo en 1997. Esta vez el Comité, notablemente disgustado por la demora, fue mucho más riguroso en el escrutinio de las actividades realizadas por este cuasi Estado para cumplir con las obligaciones del tratado. El 25 de enero de 2014, el Comité adoptó sus observaciones finales y dijo, entre otras cosas, que:
- […] está preocupado por que algunas de las disposiciones del derecho canónico no se ajusten a las de la Convención, en particular las relativas a los derechos del niño a estar protegido contra la discriminación, la violencia y todas las formas de explotación y abuso sexuales.
- Preocupa que la Santa Sede no haya tenido debidamente en cuenta el interés superior del niño como una consideración primordial en sus procedimientos legislativos, administrativos y judiciales, así como en sus políticas, programas y proyectos relacionados con la infancia y que repercuten en ella. En particular inquieta al Comité que, como lo señalaron varias comisiones de investigación nacionales al examinar las denuncias de abuso sexual de niños, la Santa Sede haya preferido sistemáticamente preservar la reputación de la iglesia y proteger a los autores de dicho abuso, y no el interés superior del niño.
- […] expresa su profunda preocupación por los abusos sexuales de niños cometidos por miembros de la iglesia católica que responden a la autoridad de la Santa Sede, en que clérigos han participado en abusos sexuales de decenas de miles de niños en todo el mundo. El Comité está seriamente preocupado por que la Santa Sede no ha reconocido el alcance de los delitos cometidos, ni adoptado las medidas necesarias para abordar los casos de abusos sexuales de niños y protegerlos, y por que ha adoptado, en cambio, políticas y prácticas que han permitido la continuación de dichos abusos por clérigos y la impunidad de los perpetradores.
Luego el Comité enumeró los obstáculos fácticos y jurídicos que la iglesia ha implementado para impedir el esclarecimiento y sanción de los casos de abusos sexuales de niños, niñas y adolescentes: el traslado de los presuntos responsables a otras diócesis, la falta de provisión de información sobre el tema al Comité, el carácter secreto del proceso canónico y las graves sanciones a quienes lo violenten, la falta de denuncia de estos hechos ante las autoridades ordinarias, etc.
Con tales antecedentes, el Comité exhortó a la Santa Sede a investigar estos casos en un proceso que involucre a las propias víctimas y a la sociedad civil, a separar del cargo a quien, se sepa o sospeche, haya cometido este tipo de abusos, a denunciar ante las autoridades ordinarias para que inicien sus propias investigaciones y eventuales enjuiciamientos, y a asegurar un intercambio transparente de información en estos casos. También incitó a reformar la legislación canónica para garantizar que estos abusos sean tratados como delitos y no como simple infracción moral, y para suprimir el carácter secreto de los procedimientos, adoptar políticas y programas de prevención así como planes de recuperación y reintegración social en beneficio de las víctimas. Estas recomendaciones, cuatro años después de emitidas, siguen sin cumplirse.
La Santa Sede, en lugar de reconocer las consecuencias negativas y muy graves de su encubrimiento sistemático de los abusos sexuales en contra de niños, niñas y adolescentes, respondió al Comité mediante un comunicado, el 23 de septiembre de 2014. Dijo que al ser una entidad soberana, se reserva el derecho de interpretar sus propias normas jurídicas y procedimientos —el derecho canónico— en los términos que considere más ajustados al derecho internacional, que los sacerdotes y religiosos abusadores están sometidos a la jurisdicción de los Estados donde ocurrieron los abusos y que son tales Estados los que deben investigarlos, juzgarlos y eventualmente sancionarlos. Respondió también que sólo es responsable de lidiar con los abusos de niños cometidos dentro de los límites de su territorio, la Ciudad del Vaticano, y, como si esto no fuera suficiente, invocando su soberanía al más puro estilo de los Estados represivos, cuestionó las conclusiones del Comité y sus motivos, desconoció la autoridad del organismo para emitir ciertas recomendaciones como la reforma del derecho canónico o la adopción de políticas de prevención. Finalmente anunció que evaluaría soberanamente la pertinencia de cumplir o no con las demás recomendaciones.
El tercer informe de la Santa Sede al Comité de Derechos del Niño debió presentarse el 1 de septiembre de 2017. A la fecha aún no ha sido remitido.
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La Santa Sede también firmó un tratado para erradicar la tortura y, como parte de sus obligaciones, entregó su primer informe al Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas. Este comité, el 17 de junio de 2014, escribió sus observaciones finales y expresó su preocupación por:
- […] que el Estado parte no haya proporcionado los datos solicitados sobre el número de casos en los que facilitó información a las autoridades civiles en los lugares en que sucedieron esos casos y en los lugares en los que los sacerdotes en cuestión están actualmente. [y …] los informes de que funcionarios del Estado parte se resisten al principio de información obligatoria de esas denuncias a las autoridades civiles.
- […] los numerosos informes de casos en los que los sacerdotes acusados o condenados por las autoridades civiles por esos delitos fueron trasladados a otras diócesis o instituciones en las que permanecieron en contacto con menores y otras personas vulnerables, y que en algunos casos cometieron abusos en sus nuevos lugares de destino.
- […] que el Estado parte no haya señalado hasta la fecha ningún caso en que haya enjuiciado a una persona responsable de la comisión de una violación de la Convención o de
complicidad o participación en ella.
- […] los informes que ha recibido sobre casos en los que el Estado parte se ha negado a facilitar a las autoridades civiles información relacionada con procedimientos sobre denuncias de que miembros del clero habían cometido violaciones de la Convención, a pesar de que, desde 2001, la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la Santa Sede, tenía la responsabilidad de recibir e investigar toda denuncia de abuso sexual de menores perpetrado por miembros del clero.
El Comité instó a la Santa Sede a investigar adecuadamente estos casos, denunciar los hechos ante las autoridades civiles, transparentar la información que disponga sobre el tema y reparar a las víctimas. Tales recomendaciones, en general, tampoco han sido cumplidas.
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En marzo de 1962, el papado de Juan XXIII emitió una carta dirigida a la jerarquía del clero titulada Criminis Solicitacionis que contiene instrucciones para encubrir casos de abuso sexual y amenaza con la excomunión a aquellos que den a conocer algo sobre las investigaciones. Su artículo 11 establece un “deber de silencio” en estos términos:
dado que en estas causas se debe mostrar un mayor cuidado y preocupación de que se traten con la mayor confidencialidad, una vez tomada una decisión y ejecutada, están cubiertas por silencio permanente.
La instrucción prohibía expresamente la entrega de tal información a las autoridades civiles.
En abril de 2001, casi 40 años después, El Papa Juan Pablo II promulgó la carta Sacramentorum sanctitatis tutela que sustituyó la instrucción de 1962. Bajo ella, el abuso de niños se convirtió en un ‘delito grave’, lo que significó que su investigación estaría a cargo directo de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Esta oficina vaticana estaba bajo la dirección del Cardenal Ratzinger, señalado desde inicios de la década de los 90 como uno de los principales orquestadores del encubrimiento sistemático de los casos de abuso sexual al interior de la iglesia católica, y cuyo hermano, también religioso, es hoy centro de una polémica de abusos sexuales. La carta de 2001 plantea la necesidad de que tan pronto sean conocidos estos casos se avise a las autoridades civiles. Sin embargo, hasta ahora no existen disposiciones explícitas en el derecho canónico que obliguen a los obispos que conocen los procesos canónicos o las denuncias a remitir inmediatamente a las autoridades civiles los casos de presunto abuso sexual de niños. Tal remisión se ha vuelto más bien opcional de cada diócesis que desarrolla sus propias guías de actuación.
Hasta la fecha, la iglesia católica global no ha realizado esfuerzo alguno por crear una base de datos sobre casos de abuso sexual como su propia Academia Pontificia para la Vida le recomendó en el 2003. Esto, además de la intención deliberada de ocultar información a las propias víctimas, a sus familias, a las autoridades y a la sociedad en general, sobre las dimensiones del problema, y sobre sus responsables tanto por acción como por omisión.
En abril de 2010 el Vaticano publicó su nueva guía para tratar casos de presunto abuso sexual por parte de religiosos. La “Guía para comprender los procedimientos fundamentales de la CDF cuando se trata de las acusaciones de abusos sexuales” establece que el asunto debería derivarse a las autoridades ordinarias y que “el obispo local siempre tiene el poder de proteger a los niños mediante la restricción de las actividades de cualquier sacerdote de su diócesis”. No obstante, ni lo uno ni lo otro se cumple en la práctica pues el Código de Derecho Canónico, que describe el procedimiento ‘penal’ aplicable a estos casos, prevalece sobre la guía, y dicho código no contiene provisiones específicas sobre entrega de información a las autoridades civiles o protección cautelar de las víctimas, sino más bien un deber de secreto y una priorización del interés de la persona sometida a investigación.
En mayo de 2011, el Vaticano envió una carta a todos los obispos: “Subsidio para las Conferencias Episcopales en la preparación de Líneas Guía para tratar los casos de abuso sexual de niños por parte del clero”. Esta dio autonomía a los obispos y no tomó medidas contra aquellos que supervisan a los clérigos abusadores y que no cumplieron con las directrices de 2001 y 2010. Sólo recomendó a los obispos que remitan los casos a las autoridades laicas si se hace “sin prejuicio del foro interno o sacramental” y enfatizó en la supremacía del juicio de los obispos sobre los mecanismos de investigación, juzgamiento y sanción civiles.
En julio de 2013 el Papa Francisco emitió un nuevo decreto papal que amplía la definición de la categoría “delitos contra niños”. Este sólo obliga a los aproximadamente 5 mil miembros del clero y laicos que viven y trabajan en la Ciudad del Vaticano, y desde el punto de vista de jerarquía normativa, es inferior al Código de Derecho Canónico, por lo que en caso de contradicción prevalecería este último.
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A pesar de tanta carta y decreto no ha ocurrido mayor cosa. Denuncias recientes evidencian que la práctica sistemática de encubrimiento persiste. El Papa, pese a haber declarado públicamente su cometido de combatir el fenómeno de abusos sexuales al interior de la iglesia, ha tildado de calumnias algunas de las valientes denuncias de sobrevivientes de estos actos, se ha rehusado a reunirse con víctimas, y ha defendido públicamente a religiosos señalados como abusadores, generando tanto escándalo que después ha debido retractarse.
La frecuencia y cantidad de abusos sexuales cometidos por religiosos y la práctica de encubrimiento por parte de la iglesia ha motivado también que expertos internacionales planteen que dichas conductas, dada su sistematicidad —por su carácter planificado— y generalidad —por el número de víctimas perjudicadas— caracterizarían un crimen de lesa humanidad. La responsabilidad de estos crímenes recaería en las más altas autoridades de la iglesia por su rol de mando sobre los miembros de las diversas órdenes religiosas en todo el mundo que han participado por acción u omisión en estos actos, o al menos, violaciones de derechos humanos que exigen medidas de reparación por parte de la Santa Sede.
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El Código de Derecho Canónico de 1983, en el canon 1395 sección 2, ‘castiga’ hasta con la separación del estado clerical, al sacerdote que cometiere un ‘delito’ contra el sexto mandamiento en perjuicio de un menor de edad. Dicha ‘pena’ no es la natural de la falta, es decir, el obispo que conozca el proceso y resuelva el caso podría aplicar alguna medida menos ‘severa’, como su simple traslado a otra diócesis. El Código Orgánico Integral Penal del Ecuador, en cambio, sanciona los delitos sexuales cometidos en perjuicio de niños, niñas y adolescentes con penas que oscilan entre los 5 y los 26 años de prisión, atendiendo a la gravedad de la falta.
Como sociedad deberíamos preguntarnos qué preferimos: un pecadillo sometido a análisis de un colega de profesión del agresor sexual, en el marco de un procedimiento largo, tedioso e inútil que culmina en un remedo de sanción cuya verdadera finalidad no es reprochar la conducta de abusadores como los sacerdotes Cordero e Intriago (sino garantizarles impunidad), o un grave delito investigado de manera expedita y especializada por fiscales, que lleven a estos individuos ante tribunales de justicia de verdad, con un procedimiento de verdad, que ponga en el centro de la escena a las víctimas con sus necesidades y expectativas, y en el que se imponga sanciones que constituyan un verdadero reproche moral y jurídico de actos tan graves.
En cualquier caso debemos tomar una decisión pronto pues el silencio cómplice frente a estas injusticias sea por la fe ciega, por la devoción y respeto inquebrantable a la institución eclesiástica, o por el deseo de no incomodar a nuestra familia y amigos al señalar públicamente la responsabilidad que le cabe a la iglesia en este tema tan delicado, nos convierte en culpables indirectos de estas miserables acciones y de esta sacramentación del abuso.