Ana se gana la vida cuidando a los niños de una familia que vive cerca del Quito Tennis y Golf Club. “Ya tengo dos años con ellos. Son estrictos, pero pagan bien”, me dijo cantando cada una de las vocales en un hermoso acento de la sierra colombiana, mientras cuidaba que su uniforme no se mancharan con el polvo y tierra que destilaban los puestos de venta de papas del mercado San Roque. Dicho trabajo le permite poner parte de la comida en la mesa familiar y comprar los uniformes escolares y útiles a sus hijos. También, piensa que la hace esclava de los designios de terceros que a veces ven en ella a un simple peón.

Unos días después de conocerla, circuló en redes sociales un cartel del Marclub S.A. en Punta Blanca, un balneario ecuatoriano. El aviso pedía a los socios del club que sus empleados domésticos no hicieran uso de las instalaciones bajo ningún pretexto, y que de ser posible mientras estén dentro usen sus uniformes.

Es en el trato a las personas que prestan servicios domésticos donde se ven las mayores evidencias de la desigualdad que impera en el Ecuador.

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La sociedad ecuatoriana es una de las más desiguales en el mundo en materia económica y social, según un informe de 2004 del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef). Para aquel entonces, el veinte por ciento del sector más rico percibía la mitad de todos los ingresos nacionales. El veinte por ciento más pobre, apenas el cinco por ciento.

El ingreso diario de los sectores pobres era de 2,70 dólares, y el de las personas indigentes era de 1,30 dólares. Unicef obtuvo estos datos de una encuesta del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Inec) a 120 mil hogares. La Unicef también dijo que la amenaza más grande para las niñas, niños y adolescentes ecuatorianos era la creciente desigualdad social, lo que obligaba a muchas familias a emigrar a países como Estados Unidos y España.

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Catorce años después, la situación ha mejorado un poco. El 27 de octubre de 2017, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) realizó el Seminario Internacional de Desigualdades urbanas en América Latina y la Región Andina. En él, varios especialista —entre ellos, Fernando Carrión— dijeron que en las grandes centrales urbanas del país, Quito y Guayaquil, la desigualdad social ha retrocedido: un 33% de la población de estas ciudades tiene a su alcance el 50% de la riqueza del país. Sin embargo, en las regiones rurales se mantienen los mismos números que Unicef mostraba en 2004.  

La falta de equidad, según lo explicaba la Secretaría Nacional de Planificación y Desarrollo (Senplades) en octubre del 2012, es la distancia que hay entre ricos y pobres, las polarizaciones que existen dentro de una sociedad. Son mucho más complejas de desmontar. Fander Falconí, actual ministro de Educación, decía en 2012 —cuando era Secretario Nacional de Planificación y Desarrollo— que antes del gobierno de Rafael Correa, la pobreza afectaba a un 37,6% de la población. En junio de ese mismo año, Falconí también anunciaba que esa cifra se redujo al 25,3%. La extrema pobreza en el país bajaba a un dígito: en el mismo periodo analizado (2006-2012) de 16,9% a 9,4%. A pesar de estos números, Falconí recalcó que los problemas de pobreza e inequidad en el Ecuador no se habían solucionado: son falencias estructurales de la sociedad ecuatoriana, un mal que comparte con la región —según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, nuestra región es la más desigual y con índices de inequidad del mundo.

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Ana no conoce estas cifras. Ella sólo sabe del horario de siete de la mañana a seis de la tarde que mantiene con sus empleadores, que no hay excusas para no llevar el uniforme, incluso antes de entrar a la casa. Ana debe comprar los alimentos para hacer su propio almuerzo porque no le está permitido usar la alacena de la familia, y sólo puede movilizarse entre los cuartos de los niños, la cocina y los jardínes. Entrar en cualquier otro sitio podría acarrear fuertes regaños y sanciones. Y a pesar de todo eso, lo que Ana sí sabe es que ninguna de estas reglas, que acata para poder llevar el pan a  su hogar, la ponen en inferioridad. “Yo les sirvo, pero no soy su sirvienta”, me dice.

Cuando le comenté el caso de Marclub a un profesor universitario en Guayaquil, que lleva más años que yo viviendo en Ecuador,  me dijo que estas situaciones son comunes. En especial, en los países donde se ha pretendido dar un ‘proceso revolucionario’ para la democratización de la cultura y economía, pero se conservaron los mismos ejes de poder. Puso como ejemplo a Río de Janeiro, donde el gobierno regional tuvo que aprobar una ley para que las empleadas domésticas pudiesen decidir su atuendo de trabajo y no fuesen obligadas a usar un uniforme que las identificara del resto al acompañar a sus patrones a cualquier club social. Una práctica característica de la época en que la esclavitud era ley en América Latina. Donde obligaban a los dueños de estas personas a marcarlos o identificarlos de alguna manera cuando salieran al público: los negros en el Virreinato del Perú, por ejemplo, los halaban con cadenas desde una argolla de metal atada a su cuello -como si fueran perros- y a los indígenas les colocaban bozales.

También, al hacer una búsqueda por las hemerotecas, foros digitales y redes sociales de los distintos medios impresos de Ecuador, se consiguen muchas opiniones acerca del clasismo latente del país. Desde profesores universitarios que han visto truncadas sus oportunidades para tener un empleo fijo porque no poseen el apellido adecuado, hasta inmigrante catalogados como “ciudadanos de segunda” por no tener los recursos necesarios para desarrollarse en el Ecuador.

Edubal Cortina, cubano residente en Ecuador y profesor universitario dijo en la red social de preguntas y respuestas Quora que “existe tanto racismo como clasismo y he tenido la “oportunidad» de experimentar ambas personalmente. Según Cortina, sabe de casos de agresiones a niños en colegios “por su condición de migrantes”. Los padres, dice, han preferido cambiarlos de escuela. “Los niños repiten lo que escuchan en casa y si en la base de la sociedad, que son los hogares, se desarrollan sentimientos de racismo o clasismo será muy difícil lograr un cambio de mentalidad. Es como intentar apagar un incendio con cucharas”.

A pesar de que la Constitución del Ecuador, prohíbe cualquier tipo de discriminación, aún la encontramos a diario. Escrita en carteles como el del Marclub —que en ningún momento emitió algún tipo de comunicado para explicar el porqué de su mensaje—, o reflejada en vivencias con las de Ana. La inequidad aún reina en el Ecuador. Y el clasismo es su consorte.


**Nombre cambiado a petición de la entrevistada