Es una historia archiconocida: un monarca que busca comprar el vestido más hermoso de todos, y es embaucado por dos tejedores que le venden un traje que no podían ver aquellos que fuesen estúpidos, incompetentes, pero indignos de su posición. En realidad, no han cosido nada: solo engañan al emperador y sus aduladores: el rey estaba desnudo y nadie se atrevía a decírselo, para no caer en su desgracia. Es el retrato de la ceguera que causa el poder. En el cuento de Andersen, solo la ingenua sinceridad de una niña es capaz de gritar lo evidente: el rey que se pavonea entre sus súbditos va sin ropa. Se desencadena una risa generalizada, y el monarca se ve como está, ataviado solo con su ridículo. Los huevos que le cayeron a Correa y su comitiva tuvieron algo de ese momento de catarsis popular.

El Traje del Emperador es una metáfora extraordinaria acerca del poder, que no solo genera una adicción dura, de la que es difícil desintoxicarse. El poder también nubla la vista ante lo evidente: su temporalidad. Pero cuando el poder se extingue, ya no hay motivos para no reaccionar ante quienes lo ejercieron abusivamente. Entonces, la gente reacciona —y el talante de esa reacción podría ser motivo de otra discusión.

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En varios países los exmandatarios dejan de participar de los debates contingentes. Ese ha sido el caso, hasta la llegada de Trump, de los ex presidentes de Estados Unidos y sigue siéndolo entre los ex primeros ministros británicos y alemanes. No solo porque saben que su tiempo en el poder pasó, sino que también están conscientes de que ese paso provoca apoyos y detractores. La investidura presidencial (o como primer ministro) es un ropaje momentáneo que se acaba apenas ese poder es traspasado al nuevo mandatario. Es una suerte de pasaje de transición —imagino que difícil—, en que se abdica de un poder enorme que impacta en el día a día y en el futuro de los ciudadanos de un país. Por ende, existe una consciencia en los (buenos) políticos acerca de la necesidad de ejercerlo con mesura y de tener la templanza necesaria con o sin ese poder. Es una idea que data de la antigua Roma, cuando un esclavo sostenía la corona de laureles (símbolo de victoria) detrás de los generales triunfadores, a quienes repetían Respice post te, hominem te esse memento: mira atrás y recuerda que sólo eres un hombre.

Durante su década en el poder, Correa habló recurrentemente de la majestad de su investidura como presidente. Ante lo que consideraba agravios a esa majestad, inició juicios, persecuciones e intimidaciones. Tanto en las sabatinas como en las oportunidades en que paraba a las comitivas presidenciales para apresar al transeúnte que le mostraba un dedo medio en señal de protesta, Correa buscaba darles lecciones a esos ‘majaderos’.

Lo que su majestad presidencial olvidaba era el favor que le hacían sus críticos y detractores. Le recordaban su ser falible y su humanidad: estaban justo detrás de él. En definitiva, sus detractores le hacían ver, mediante la crítica, la temporalidad del ropaje majestuoso que Rafael Correa vestía. Él nunca lo entendió así. O no lo quiso entender: como tampoco quiso ver su desnudez el emperador del cuento.

Desde el 24 de mayo de 2017 quedó claro que las formas autoritarias que sembró Correa, cosecharon anticuerpos. Ya no hay empacho en recordarle lo desnudo que está. Y, sobre todo, lo patética de esa desnudez, que se vuelve cada vez más evidente en tanto el poder se le ha ido escurriendo como arena entre los dedos.

Todo comenzó con su primera venida, aquel ejercicio de popularidad para tratar de cortar los avances de la descorreización propiciada por Lenin Moreno. Más allá de un tema de números acerca de cuántos simpatizantes asistían a sus mítines, lo concreto fue que el expresidente perdió casi todo su poder en el andamiaje institucional estatal. Perdió hasta su partido, del que terminó desafiliándose. Lo que queda del correísmo duro, sobre todo en la Asamblea, es una presencia cada vez más reducida, condenada a la marginalidad.

Su segunda venida, para apoyar el No en tres preguntas de la consulta de febrero de 2018, se ha convertido en el capítulo más difícil que le ha tocado vivir a Rafael Correa desde que abandonó Carondelet. Porque, más allá de los huevos que le lanzaron en varios cantones, lo cierto es que estos eventos ponen en entredicho varios de los dogmas de fe de la narrativa correísta.

Uno de ellos, la majestad del poder, parece haber desaparecido, al menos temporalmente. Y tiene pronóstico de desaparecer de manera permanente si el SÍ gana en la pregunta sobre la reelección.

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Rafael Correa se parece cada vez más al emperador desnudo: sin su séquito de guardaespaldas y agentes secretos cuidándolo y amedrentando al resto. Los huevos que le lanzan sus detractores, cuando la caravana correísta cruzaba el país, no son más que señales que evidencian aún más su desnudez. ¿Se habrá dado cuenta Correa de lo desnudo que está? ¿Ya lo saben los cada vez más escasos correístas duros?

Lo que quizás nadie repara acerca del cuento de Andersen es que, paralelamente, darse cuenta de la desnudez del emperador viene de un evento que hoy sería calificado como bullying. Reírse de una persona desnuda, y que no sabe que lo está, puede parecer chistoso al comienzo, pero resulta doloroso y triste, al final.

Porque, convengamos: el emperador no puede darse cuenta de su desnudez. Está convencido de que está bellamente vestido y obliga al resto a estar igual de convencidos.

La violencia real y simbólica que utilizó Rafael Correa durante su mandato, produjo una violencia similar en sentido contrario. Pero ninguna de las dos formas de violencia son sanas para el proceso de reconstrucción de las relaciones institucionales, políticas y ciudadanas que necesita el país.

Un final necesario para el cuento es que alguien, con una manta o un abrigo, se acerque y le diga al rey que está desnudo y lo lleve a un lugar donde pueda vestirse, para evitar el ridículo. El equivalente, en el caso de nuestro país, es no repetir el lenguaje ni las acciones que el correísmo implantó para defender la majestad de su poder.

Y, a pesar de lo difícil que parezca, llamar a Rafael Correa y a los suyos a mirar el daño que provocaron, e invitarlos a hacer los esfuerzos necesarios para no repetirlo. Quizás ahora —que tienen mucho menos poder— tengan más posibilidad de verse tal como quedaron.