En mis viajes a la universidad, en el bus, solía leer. Era mi ritual. Llevar un libro. No distraerme con nada, enfrentado únicamente a la lectura. No llevaba barba y el mundo me seguía pareciendo un lugar temible —aún lo es—, así que el valor literario de abrir paréntesis al horror de la vida ya era fundamental para mí. Entonces, en una de las paradas, levanté la cabeza y estaba ella, subiendo. No pude continuar leyendo desde ese momento. No entendía cómo me podía gustar o deslumbrar una mujer con solo verla. Y estaba a dos metros de distancia. Al día siguiente, volvió a estar ahí, joven, con un uniforme de trabajo azul oscuro, ojos enormes, flequillo, cabello negro, simetría en ese rostro que no podía dejar de mirar, aunque sea de lado, tratando de disimular con mi lectura. Mi no lectura. No avancé de la misma página del libro en varios días. Pasó una semana y seguía encontrándola a la misma hora, en el mismo lugar. No podía acercarme, me daba terror, vergüenza. Pero necesitaba hablarle, hacerle ver que era la mujer más hermosa que había visto. Quizás hasta necesitaba vencerme un poco para saber hasta dónde podría vivir la vida. Qué se yo, estupideces de joven universitario.

Un mes después me animé. Escribí un poema —malo, malísimo, las endorfinas sirven para poco cuando se trata de escribir para enamorar— y lo imprimí. Esperé que subiera, que la gente vaya desocupando el bus. Respiré hondo diez mil veces. Me levanté. Ella no me vio venir.

—Esto es para ti, le dije.

El poema iba doblado en cuatro partes.

Sus ojos se abrieron como animal salvaje a punto de ser cazado. No supo qué hacer por varios segundos. Yo insistí con el papel. Hizo un movimiento con el que quizás intentó levantarse y salir, pero yo interrumpía su paso. Se detuvo. Me miró. Su mano le temblaba cuando tomó el papel. Bajó su cabeza y dejó de mirarme. Sentí su horror, su desesperación. Decidí que lo mejor era bajarme en la siguiente esquina, cuando todavía me faltaban varios kilómetros para llegar a la universidad. Al día siguiente me desperté más temprano y tomé la unidad anterior a la de siempre. Sentía que no debía verla, que tenía que dejarla en paz.

He tardado muchos años en entender por qué debía dejarla en paz.

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Lo que sucede con las denuncias públicas de acoso y abuso sexual a mujeres es importante. Muy importante. Tanto que estamos obligados a pensarnos como sociedad, salir de nuestras burbujas, de nuestros privilegios o aparentes privilegios para entenderlo bien. No puede pasar únicamente por mi experiencia personal. Debe pasar en un contexto mayor, por una conciencia de lo que sucede a nivel general, fuera y dentro de mi condición como hombre. Un par de trabajos periodísticos levantaron las alertas sobre Harvey Weinstein —otrora poderoso hombre de Hollywood— y eso bastó para que una gran cantidad de mujeres decidieran denunciar, no quedarse calladas, y nombrar a sus abusadores y acosadores.

Estamos obligados a aceptar como un hecho que si una mujer se siente ultrajada, acusa, dice ‘no más’, entiende que ha sido víctima de una presión provocada por el poder masculino, lo debe decir. No tenemos que definirla como exagerada, mojigata, puritana u otros adjetivos que han explotado en estos días. Especialmente por parte de hombres y mujeres que repiten frases como ‘no creo en el feminismo, hombre y mujer se complementan’, o que aseguran que detrás de este movimiento hay una facción radical interesada en volver a la Edad Media. No hay radicalidad en el concepto de feminismo. Es absurdo, ridículo y poco inteligente asumirlo así.

Hay feminismos radicales, claro. Pero el tema es que la radicalidad existe en la vida: en las creencias, en la fe, en las pasiones, en las afinidades. En todo lo que intervenga el ser humano puede existir radicalidad. Hasta en defenestrar al feminismo y acusarlo de una posición puritana hay una radicalidad. En el manifiesto de las intelectuales y artistas francesas que se hizo público a inicios de 2018 hay más de lo mismo, así como en cierta reacción que se regodea y aplaude este manifiesto como algo necesario este momento. Antonio J. Rodríguez lo define mejor en su artículo en Playground, titulado Feminismos vs Feminismo: el momento que todos los reaccionarios estaban esperando. Rodríguez dice:

“El debate surgido a propósito de la respuesta al movimiento #MeToo por parte de personalidades de la cultura francesa es un buen ejemplo de ello, además de una estupenda oportunidad para que cabeceras, entidades y nombres propios escépticos con el feminismo, cuando no directamente promotores de un pensamiento machista, se cobren lo suyo tras varias semanas de merecido hostigamiento ininterrumpido”.

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Si se trata de perder oportunidades, esta parece  a punto de perderse por tocar fibras profundas y creencias poderosas, porque supongo que nadie quiere aceptarse como machista. Es duro. Me costó y me sigue costando.

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Vivo, como hombre, en un país en el que en 2017 hubo 153 feminicidios y se presentaron un promedio de 177 mil denuncias por maltrato físico y psicológico. La media dice que cada 50 horas una mujer fue asesinada por su condición de género. Por alguien cercano, claro. Que actuó con violencia, asumiendo propiedad sobre la mujer, como consecuencia de una construcción cultural que define al hombre como quien decide y entiende qué es lo mejor en una relación. Sí, hay mujeres que matan hombres, hay violencia de mujeres hacia hombres y de hombres hacia hombres, pero negar un hecho cultural, histórico y sistemático es un error, es tomar el problema por el lado más delgado, es comentar desde la excepción.

Es una torpeza.

Este es un país donde se aprobó hace menos de seis meses la Ley Orgánica Integral para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres. Con problemas o no, existe. Y no es necesariamente producto de un lobby, de presiones, de la agenda feminista. Claro que esto es un elemento dentro de las discusiones y aprobaciones de leyes, pero reducir todo el fenómeno a eso es no querer ver lo que pasa delante nuestro.

No porque no te haya pasado a ti o a alguien cercano, la situación no existe.

Cualquier discusión sobre cómo tratamos a la mujeres, como hombres, como sociedad, no va a llegar a ningún lado sin un trabajo de reconocimiento. Desde lo pequeño —mi actitud— hasta lo que socialmente sucede, hay que aceptarlo y entenderlo.

Todo lo demás —mis experiencias personales, mi moral particular— entra en la discusión en la medida que podamos dimensionarlo frente a lo que sucede.

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En 1969, John Lennon y Yoko Ono dieron una entrevista a la revista inglesa NOVA. Para la portada, ambos en una fotografía de la época y en la parte inferior una frase que decía “She: Woman is the nigger of the world”. En muchas ocasiones —como por ejemplo en el concierto que dieron ambos en Nueva York en 1972— , Lennon no perdió la oportunidad de asegurar que le había costado mucho entender lo que su esposa había dicho en ese momento. Porque el sentido profundo de la frase buscaba reflejar el carácter de sufrimiento y de opresión de las mujeres, en todo el mundo, en varias sociedades —especialmente occidentales—, comparándola como pasaba con gente negra en Estados Unidos. Y él no podía con eso. En el programa de Dick Cavett, en 1972, Lennon aseguró que luchaba contra esta idea, que le discutía a Yoko la perspectiva, diciendo que no se podía decir eso, que había otros seres que sufrían y hasta más.

woman is the nigger of world

En una entrevista con la revista NOVA Yoko Onno dijo que las mujeres eran «los negros del mundo». Imagen de cat45

El mismo Lennon tiene un largo historial de misoginia y machismo durante muchos años, sobre todo en la forma que trató a su primera esposa, Cynthia. Pero en algún momento lo entendió. Lennon afirmaba que su sensibilidad se abrió para comprender lo que pasaba con las mujeres y hasta llegó a renegar de mucha de su obra con The Beatles que mostraba la perspectiva del macho molesto por la actitud de la mujer, llegando incluso a amenazarla de muerte, como pasa en Run for your life.

No sé si John Lennon trató de mejor forma a las mujeres desde que lo entendió, en 1972, pero al menos fue capaz de reconocerse misógino, aceptarlo y reconocer la situación de la mujer. Quizás ese sea un buen punto de arranque.

Y con ese reconocimiento apareció esta canción que está en el disco Some time in New York City.

“We make her paint her face and dance / If she won’t be a slave, we say that she don’t love us / If she’s real, we say she’s trying to be a man / While putting her down, we pretend that she’s above us / Hacemos que se pinten la cara y que bailen / Si no se convierte en una esclava decimos que no nos ama / Si ella es real decimos que está tratando de ser hombre / Mientras la presionamos (decepcionamos), pretendemos creer que ella está por encima de nosotros”.

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Quizás este sea el momento de discutir como sociedad muchas cosas y de manera urgente. Hablar sobre lo que es acoso, lo que es la seducción insistente o torpe —como dicen las intelectuales francesas en su manifiesto— y de preguntarnos por qué la insistencia de un hombre al que se la ha dicho ‘no’ puede pasar desapercibida y entendida como algo solo anecdótico. Es hora de enfrentarnos a lo que es la moral particular y lo que debe ser nuestra ética como sociedad.

De entender qué hacemos como hombres.

Hay mucho para pensar. Mucho.