Una fecha antes del final de las clasificatorias al Mundial de Rusia 2018 algo quedó claro: la del Ecuador fue la peor selección de fútbol de Sudamérica el año 2017. Por resultados y desempeño: Ecuador perdió los cinco partidos que jugó. Un contraste terrible frente a lo que parecíamos demostrar en 2015, cuando ganamos los cuatro primeros encuentros de estas eliminatorias. El fracaso ecuatoriano es una historia de contradicciones inmensas que dejan un sabor demasiado amargo y muchas interrogantes sobre el futuro.
La pesadilla puede contarse numéricamente: en 2015 ganamos 12 puntos de 12 posibles. Éramos los líderes de la tabla. Comenzó con la victoria inédita en Buenos Aires, pasando por sólidas presentaciones en casa ante Bolivia y Uruguay y de visita en Venezuela. Pero desde entonces, pasamos primero a mediocre y luego a pésimo. En 2016 conseguimos 8 de 24 puntos posibles (o lo que es lo mismo: como si hubiéramos empatado todos los partidos). En 2017, el descalabro fue total: perdimos 5 de 5. Fuimos el epítome de la “carrera de caballo, parada de burro”. Empezamos a sufrir una bipolaridad deportiva: pasamos del exitismo que nos hacía pensar a fines de 2015 en comprar pasajes a Moscú, a la ruindad presente de una eliminación anticipada al Mundial, que veremos solo como espectadores y no como protagonistas. Esos extremos parecen no encontrar un punto intermedio que nos permita pensarnos a futuro. ¿De verdad fuimos tan buenos en 2015? ¿Somos así de malos en 2017?
¿Qué diablos somos?
En esta ocasión la eliminación es quizás más dolorosa. Para las clasificatorias sudamericanas de los Mundiales 1998 y 2010, que siguieron el formato de todos contra todos y de los cuales también quedamos fuera, llegamos a la última fecha con alguna opción de clasificación. No obstante, en ninguno de esos procesos vivimos periodos tan distintos entre un comienzo estelar y un cierre horrendo. Desde 1998, hasta las de Rusia, en todas las clasificatorias habíamos tenido cierta estabilidad, gracias a la solvencia en la cancha del Atahualpa. Eso había abierto la idea de que nuestro mejor jugador era la altura de Quito. Pero cuando en 2015 ganamos igual número de partidos dentro y fuera del Atahualpa, pensamos que la selección de Gustavo Quintero había encontrado la forma de superar el mito de la ventaja de los 2800 metros de la capital ecuatoriana, plasmando en la cancha un estilo de juego agresivo que se imponía sin importar el lugar. En 2017, entendimos que el mito no ganaba solo: las derrotas ante Colombia y Perú (con la que no perdíamos hacía 40 años) demostraron que la altura ayuda solo cuando el equipo funciona.
¿Qué volvió disfuncional al equipo? No hay una respuesta simple.
En cierta medida, el éxito del inicio condicionó el resto de las eliminatorias. El hambre que la selección pareció tener en 2015, dio la impresión de dejar satisfechos a jugadores, cuerpo técnico y dirigencia. Ese saldo favorable dio paso a una especie de blindaje que impidió hacer un ejercicio autocrítico o plantearse una perspectiva de largo plazo. Desde 2016 carecimos del sentido de urgencia que significa tratar de conseguir el objetivo lo más pronto posible, para no tener que depender de nadie más que de uno mismo. A este aspecto de carácter motivacional, se sumó el ruido ambiente de la crisis institucional que vivió la Federación Ecuatoriana de Fútbol, tras los escándalos de corrupción que gatillaron la salida de Luis Chiriboga en 2016.
De nuevo, pero desde la lógica institucional, los abusos que provocaron la salida del presidente de la FEF, no dieron paso a ninguna mirada interna que significara autocrítica y renovación. Todo lo contrario: parecieron reafirmar la necesidad de continuidad del chiriboguismo —o los dirigentes que lo acompañaron durante dos décadas— para sostener un proceso clasificatorio, que hasta fines de 2016 parecía exitoso cuando en la fecha 12 estábamos terceros en la tabla sudamericana.
En lo deportivo como a nivel institucional, la selección estaba al borde de un cortocircuito. Pero parecía como si nadie reconociera el peligro, porque teníamos posibilidades fundamentadas para clasificar. El objetivo parecía plausible, aunque a la postre fuera una ficción: la seguidilla de derrotas experimentadas en 2017 rompió la burbuja. Entre las fechas 13 y 17 de las eliminatorias sudamericanas, todas las selecciones se jugaron la clasificación a Rusia 2018. Los casos más notables fueron los de Perú (6 puntos por debajo de Ecuador a fines de 2016) y Paraguay (5 puntos menos), que en 2017 lograron 11 y 9 puntos, respectivamente, y hoy tienen opciones de clasificar directamente o en el repechaje.
Las clasificatorias han sido tan disputadas que, con excepción de Brasil, las otras selecciones que ocuparon las cinco primeras plazas a fines de 2016 (Uruguay, Chile y Argentina) hicieron —junto con Venezuela y Ecuador— la menor cantidad de puntos en 2017. El resultado es una tabla de posiciones muy apretada, que va a provocar un final de suspenso este martes 10 de octubre para seis selecciones. Excepto la de Ecuador.
Este final anticipado debe dejarnos varias enseñanzas. Necesitamos reforzar la palabra proceso. La idea de que la clasificación es parte de un esfuerzo continuo es fundamental para poder concretar futuras aspiraciones mundialistas. Esto significa sostener las ambiciones y las energías para clasificar a un Mundial, sin las bipolaridades como las vividas para Rusia 2018. Si bien Perú y Paraguay son ejemplos de un buen remate final, lo que hizo Brasil desde que Tite está al mando de la canarinha demuestra que sostener las convicciones y el hambre de triunfos, de local y de visitante, logra holguras que evitan dolores de cabeza.
Otro aspecto importante es que los procesos van de la mano con la renovación y la oportunidad para nuevos jugadores, sobre todo los más jóvenes. En 2017 Venezuela ha hecho esa apuesta. Los puntos ganados por la selección vinotinto en 2017 se consiguieron con la participación de varios jugadores que alcanzaron este año el vicecampeonato mundial sub-20 en Corea. Sobre la base de sus jóvenes, los venezolanos han jugado bien de local y de visita, y aunque no han conseguido victorias, están dejando abonado el camino para lograr su sueño mundialista para las eliminatorias de Catar 2022. Un sueño en todo el sentido de la palabra: Venezuela jamás ha ido a un mundial.
Nada se podrá lograr si no se renueva la institucionalidad. Si las lógicas con las que ha actuado la FEF continúan, vamos a seguir repitiendo las historias de miopía y frustración como las vividas en estas eliminatorias. El “sí se puede” tiene que repetirse otra vez, de la mano de dirigentes que crean que esta es una convicción basada en objetivos de todo el fútbol ecuatoriano. Y no como un subproducto de intentos personalistas por perpetuarse en el poder.