Hugh Hefner, el recientemente fallecido fundador de Playboy fue, como su revista, un ícono de la revolución sexual del siglo XX. Empezando por Estados Unidos, se empecinó en exportar al mundo la caída de corsés físicos y mentales. Su timing fue perfecto: las sociedades occidentales bullían de renovación, aupadas por el proceso de reconstrucción posterior a la Segunda Guerra. El resultado generó un producto y una industria, que hizo a Hefner famoso y millonario, pero también lo ató al personaje que quiso representar. Con él pasó igual que con los revolucionarios que se aferraron al poder por mucho tiempo: no supieron envejecer. El personaje que crearon los terminó devorando.

Hefner fue un parteaguas que no dejó indiferente a nadie. Playboy fue amada por hombres de todas las edades y generaciones, que vieron en la revista al medio que plasmaba como ningún otro un imaginario erótico que llamaba a la liberación sexual, con el sonido ambiente de una narrativa bellamente concebida a través de cuentos, artículos y entrevistas escritas por o hechas a los mejores escritores, personajes e intelectuales del momento. Desde el espacio público, Playboy y Hefner enfrentaron la visión conservadora predominante, que se convirtió en su primer gran enemigo.

Su otro adversario fue el feminismo que le imputó a Hefner la cosificación de las mujeres. Esta segunda némesis tenía su cuota de paradoja. Nacidos del seno de una visión más liberal y rupturista del canon social, el feminismo y Playboy apelaban a la liberación sexual promoviendo el uso de anticonceptivos y una sexualidad sin atavismos, pero desde polos opuestos sobre la visión del poder en las relaciones sexuales o sociales: compartido por igual entre hombres y mujeres o monopolizado por los hombres. Por ende, el tiempo generó visiones polares frente a Playboy y su creador: lo que para unos era la exaltación de la belleza y sensualidad femenina en clave cool, para otros era una abominación de la moral y costumbres predominantes, o la materialización de una misoginia cosificante.

No obstante (o quizá por) estas visiones contradictorias, Hefner es un tipo multidimensional. Nacido de una familia puritana, la naturaleza disruptiva del fundador de Playboy le hizo confrontar desde sus inicios el conservadurismo de los Estados Unidos y a su entorno familiar. Estudió sicología y filosofía, y se interesó en el periodismo y la literatura. Hefner tenía un carácter encantador que hizo que sus compañeros de universidad presagiaran su éxito seguro.

Esa profecía pareció desvanecerse cuando el joven Hugh, casado y como miembro de la revista Esquire, pensó en suicidarse en Chicago por la anomia que le provocaba una vida demasiado normal. Pero reculó y decidió apostar todo en su gran proyecto: una revista que reivindicaba sus pasiones —la sensualidad femenina, la literatura y el hedonismo. Pidió prestados ocho mil dólares de dos bancos, hipotecó dos veces su casa y convenció a un grupo de inversionistas, entre los que se incluía su madre.

La apuesta de Hefner dio frutos en abundancia. Desde que decidiera comprar las fotos de Marilyn Monroe desnuda para ponerla como portada de la primera edición de Playboy, las ventas de la revista crecieron de manera exponencial: desde las 50 mil ediciones de su primer ejemplar en 1953 a los siete millones que llegaron a venderse en los setentas. Al éxito de ventas se sumó el atractivo publicitario. El marco conceptual del refinamiento elitista que vendía Playboy y su tiraje, fueron un imán para las marcas que querían explotar esa veta. La fórmula del éxito comercial se basaba en la capacidad de ofrecer mensualmente una ventana a la vida de hombres con poder económico, social e intelectual que, en paralelo, tenían una vida sexual más activa y diversa. La idea del poder como el mejor afrodisíaco subyacía en cada una de las páginas de Playboy.

El concepto que creó Hefner generó tanta demanda, que luego se internacionalizó y se expandió en la forma de clubs, productos para hombres e incluso líneas aéreas y canales de cable. El producto de Hefner también implicó ofrecer una estética reconocible, que se volvió increíblemente popular, comenzando por el logotipo del conejo con corbatín, que introdujo con el diseñador Art Paul en el segundo número de Playboy. El conejo de orejas largas y pinta de dandy evocaba por partida doble la imagen juguetona del animal y la idea de su promiscuidad. Con unos trazos simples que no tomaron más de una hora de producción, el logo se convirtió en uno de los más reconocibles del mundo junto con los de Apple y Nike.

La estética también implicó una mirada que explotaba el inconsciente masculino. Sobre todo, la fantasía de los encuentros sexuales con mujeres bellísimas en islas desiertas, ranchos vaqueros, bibliotecas, resorts lujosos o incluso favelas —lugares posibles solo en la imaginación, o gracias al lente de los fotógrafos de Playboy. Las mujeres más bellas y sensuales de los últimos 64 años fueron el principal gancho en la medida en que no solo aparecían desnudas explícitamente para satisfacer el deseo de muchos hombres. Cumplían el rol de mostrarse como una fantasía cuyo ambiente onírico se retrataba en la revista casi a la perfección.

A esta estética se le sumó una narrativa que ganó prestigio a lo largo de los años, sobre todo desde que en los sesentas Auguste Comte se convirtiera en su primer editor literario. El desenfado de Playboy para hablar de la sexualidad y la sociedad, fue un gancho perfecto para que en sus páginas aparecieran relatos, artículos y entrevistas de Paul Bellow, John Cheever, Jack Kerouac, Norman Mailer, Vladimir Nabokov, Truman Capote, Henry Miller, Kurt Vonnegut, Chuck Palahniuk, Haruki Murakami, amén de escritoras como Nadine Gordimer, Joyce Carol Oates y Margaret Atwood.

Las anécdotas y momentos de Playboy con las mejores plumas acumularon capítulos memorables: Ray Bradbury publicó por entregas capítulos de Farenheit 451, Gabriel García Márquez apareció en la revista en una entrevista extensa tras recibir el Nobel, mientras que la versión mexicana de Playboy publicó la última entrevista en vida de Roberto Bolaño en 2003. Incluso Jorge Luis Borges, según su biógrafo Emir Rodríguez, habría ganado 500 dólares por el segundo lugar en un concurso de cuentos de la revista en 1978. En muchos sentidos, Playboy fue un Aleph en clave erótica, cuyo magnetismo cautivó a los mejores narradores de su tiempo.

Hugh Hefner se convirtió en la personificación del imaginario que Playboy quería representar. Se separó de su esposa y vivió (o se caracterizó) como el poderoso soltero hedonista rodeado de novias. Hefner fue la imagen viviente del playboy: entrador, exitoso económica y sexualmente, sin atavismos convencionales, conectado con las élites. La fantasía de poder que vendía Playboy le brindó a su vez poder, transformándolo en la quintaesencia de la realización de esa fantasía. El personaje y la persona se imbricaron hasta el límite de lo posible, en lo que el obituario de The Guardian denominó con justicia el proselitista del antipuritanismo hedonista.

El personaje Hefner y el imperio Playboy también tuvieron muchas sombras. Sobre todo vinculadas con la estructura de liberalidad capitalista que promovieron, en donde los medios (la sexualidad, los clubes, los productos) para personificar al hedonista triunfador parecieron transformarse en el objetivo final, que había que mantener a toda costa.

Gloria Steinem contó en su reportaje A bunny’s tale las condiciones de vida de las conejitas tanto para las revistas como para los clubes Playboy en los sesentas: las chicas que trabajan para el imperio de Hefner eran explotadas económicamente, ganaban sueldos de miseria, y estaban sujetas al abuso y acoso sexual de los clientes. La parte del negocio Playboy sobreexplotaba a sus trabajadoras, exponiéndolas con el propósito de atraer a sus clientes, quienes veían en sus clubes a la oportunidad perfecta para convertirse en el sueño que la revista les vendía. No pocos vieron a la idea detrás de los clubes y la mansión Playboy como parte de una cadena de prostíbulos y a Hefner como su gran proxeneta. Hefner convirtió a sus mansiones y clubes en una especie de escenario ideal para que sus poderosos visitantes —incluían a millonarios, estrellas del espectáculo, escritores, deportistas y personalidades de todo calibre— saciaran sus apetitos con las mujeres que old boy Hugh les proporcionaba. Bill Cosby utilizó esos espacios para perpretar sus abusos sexuales. Para muchos, la mansión Playboy no era más que un prostíbulo extremadamente exclusivo y caro.

Más allá de las lecturas acerca de las luces y sombras del fundador de Playboy, lo que difícilmente se podría negar es la dificultad que tuvo para adecuarse a los cambios en su entorno y en sí mismo. Lo que Playboy significó en términos rupturistas, convirtiéndose en la vanguardia de una sociedad más liberada sexualmente, fue sobrepasada por el futuro. El periodista, escritor y guionista David Simon, gestor de la famosa serie The Wire y ahora productor y escritor de la nueva serie The Deuce, sobre la industria del porno en la Nueva York de los setentas, dice que lo acontecido durante la revolución sexual de los sesentas y setentas, y el negocio que emergió entonces, “es ahora una industria multimillonaria que afecta la manera en que vendemos las cosas, desde cervezas a autos o blue jeans. Si no se está consumiendo la industria del porno (soft o duro), se consume su lógica”.

Hefner fue uno de los impulsores íconos de una industria que se ha expandido como mercado y como cultura a nivel global. Pero en la que Playboy ha sido sobrepasada desde la misma lógica de ese mercado. La sensualidad onírica con la que la revista surgió  es cada vez más inefectiva frente al predominio del sexo explícito en mil y una formas con la gran puerta abierta del Internet. El conejito hefnerista hace rato está muriendo al ritmo de los enter de celulares y laptops.

Hefner, que alguna vez fue futuro, se convirtió en anacronismo. El playboy por excelencia se negó a envejecer. Y esa negación se convirtió en un ritual cada vez más patético, por efectos de la distancia en edad respecto de sus novias, la bata de seda de un hombre mayor y una vida de fiesta perpetua, difícil de parecer auténtica para su edad. En las últimas décadas el ojo global vio en vivo el otoño del patriarca de Playboy como la mascarada poco verosímil que fue.

Como ocurrió con muchos revolucionarios que en su momento trajeron renovación pero vivieron adictos al poder, el playboy que Hefner inventó no podía sostenerse sin el dinero o la venta de la imagen de sí mismo. Tal vez por eso decidió vivir sus últimos años y morir, la semana pasada, como una caricatura del sueño que alguna vez quiso encarnar.