El conflicto militar más largo en la historia de los Estados Unidos no tiene fecha de expiración. A pesar de haber prometido un fin a las excursiones militares norteamericanas en el Medio Oriente durante su campaña y enfocarse solo en Estados Unidos (America First), Donald Trump ha decidido continuar la invasión. Sin embargo, contrario a su antecesores ya no buscará construir una nación —eufemismo neoconservador estadounidense para referirse a proyectos de infraestructura e inversión en el país invadido,—  sino que su nueva política se basará en mayor gasto militar y fuerza bruta.

La  ocupación militar de Afganistán es la más larga de la historia estadounidense: 16 años desde la invasión en 2001. Trump presentó un plan para el país asiático que implicaría una nueva y reforzada estrategia militar: el envío de más tropas, la eliminación de fechas para una posible retirada y una postura más cortante con Pakistán. El presidente estadounidense dejó claro que esta vez no van  “a construir una nación”: van a “matar terroristas”.

 El cambio radical de postura sorprende, especialmente al analizar la posición de Trump previo a su investidura como presidente. En varios tuits entre 2012 y 2013 criticó la política de Obama al calificar la presencia de tropas en Afganistán como “un desperdicio de dinero” y pidiendo una “retirada apresurada”.

I agree with Pres. Obama on Afghanistan. We should have a speedy withdrawal. Why should we keep wasting our money — rebuild the U.S.!

— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) January 14, 2013

Let’s get out of Afghanistan. Our troops are being killed by the Afghanis we train and we waste billions there. Nonsense! Rebuild the USA.

— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) January 11, 2013

We should leave Afghanistan immediately. No more wasted lives. If we have to go back in, we go in hard & quick. Rebuild the US first.

— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) March 1, 2013

Why are we continuing to train these Afghanis who then shoot our soldiers in the back? Afghanistan is a complete waste. Time to come home!

— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) August 21, 2012

Pero tal como Trump dijo, la realidad es diferente al estar en la Oficina Oval. Las promesas de campaña se han visto reemplazados por los verdaderos intereses del imperio. Trump está aplicando la misma fórmula que sus antecesores, Obama y Bush, con su toque particular de retórica populista llena de calificativos hollywoodenses pseudo nacionalistas. Pero, a fin de cuentas nada ha cambiado.

La invasión militar estadounidense de Afganistán inició en 2001 bajo la administración Bush  con la ‘Operación Libertad Duradera’ y la ‘Operación Herrick’ por parte de las fuerzas británicas. A pesar de que lograron la caída del régimen talibán en menos de seis meses, la posguerra ha demostrado que tres administraciones que no están dispuestas a aceptar una derrota, pero en varias ocasiones sus declaraciones resultan admisiones de su fracaso. Tras el reagrupamiento de los Talibanes entre 2003 y 2008, el Jefe del Estado Mayor Conjunto de Bush, el Almirante Mike Mullen, dijo en 2008 que “no está seguro que están ganando”. Durante la administración Obama, el escenario fue similar. Christopher Kolenda, que trabajó como consejero mayor sobre Afganistán y Pakistán en el Departamento de Defensa (2009-2014), considera que los Estados Unidos “corren el riesgo de dar vueltas en círculos sobre el tema”.

Los mismos neoconservadores, gestores teóricos de la guerra, lo admitieron. Laurel Miller, analista de la corporación RAND (think tank de las Fuerzas Armadas estadounidenses) quien dirigió la oficina del Representante Especial para Afganistán y Pakistán, opina que una “victoria militar no es probable en un marco de tiempo cercano”. Inclusive Trump aceptó que están siendo derrotados, y criticó a sus generales porque considera que están “perdiendo la guerra”.  

Las cifras corroboran que esta invasión se puede calificar como un fracaso: una inversión de aproximadamente 841 mil millones de dólares y aproximadamente 94 mil civiles muertos con un total estimado de 220 mil vidas  entre 2001 y 2011.  Entonces, ¿por qué los Estados Unidos se niegan en salir? La respuesta se encuentra en los intereses de Washington.

Desde su victoria en el frente del Pacífico en la II Guerra Mundial, los Estados Unidos no han vuelto a ganar un conflicto bélico. La primera Guerra del Golfo no es considerada como un triunfo ya que Saddam Hussein siguió en el poder. Esto no es una casualidad, ya que para el complejo militar-industrial —es decir, los intereses económicos de la industria militar aplicados al armamentismo y a una política militarista— una guerra larga y sin fin programado representa más ganancias.

Para la empresa privada, Afganistán es un negocio. Mientras más largo sea mayores las ganancias. Entre 2001 a 2014 se direccionó un total de 113 mil millones de dólares a la reconstrucción de Afganistán a empresas privadas, según un reporte entregado al Congreso de los Estados Unidos por la oficina del Inspector General encargado en la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR) en 2016. Poniendo en perspectiva y con el ajuste de inflación correspondiente, esto representa 10 mil millones más de lo destinado para la reconstrucción de toda Europa tras la II Guerra Mundial con el Plan Marshall. 

Lo que llama la atención es el uso de estos fondos. El dinero ha sido destinado a contratistas privados en áreas de seguridad, gobernanza, operaciones humanitarias, civiles y antinarcóticos. Por ejemplo, el presupuesto destinado a operaciones para detener la producción de opio asciende a aproximadamente 7,5 mil millones de dólares. Otro despilfarro porque en 2016 se registró la segunda cifra de plantaciones más alta en la historia afgana: 201 mil hectáreas, 23 mil menos que el récord establecido en 2014. Es decir que ni siquiera la guerra contra las drogas funciona.

Lo que sí funciona es cómo la industria bélica se ha visto beneficiada. Cuando inició la invasión, Bush envió 10 mil soldados en los primeros dos años (2001-2002). Para mediados del 2008 la cifra incrementó a 48 mil. Obama continuó la misma línea y envió aproximadamente 20 mil tropas más y fue en su administración que la cifra llegó a un histórico nivel: a diciembre del 2009, 100 mil soldados estaban acuartelados en Afganistán. En 2012, Obama parecía que iba a cumplir su promesa de salir de Afganistán reduciendo el personal militar a casi 10 mil soldados, pero no fue suficiente. En 2016, Trump recibió a Afganistán con 8 mil cuatrocientos soldados. Tras sus declaraciones de septiembre de 2017 anunció que 3 mil 500 tropas nuevas se embarcarán hacia el país asiático.

Pero estas cifras no pintan la totalidad de realidad afgana. Es necesario, además, sumar a los contratistas militares privados. Estos pueden definirse de mejor manera como mercenarios pagados, asalariados de dos grandes empresas de seguridad militar: Blackwater y DynCorp. Según el reporte sobre los niveles de contratistas y tropas del Departamento de Estado en Iraq y Afganistán entre 2007 y 2017, la cifra de mercenarios en promedio es la misma que las tropas.

La guerra en Afganistán es un negocio redondo. Entonces si la máquina de dinero funciona por qué pararla. Con el armamento adquirido destruyen la infraestructura que luego ellos reconstruyen y con los soldados y mercenarios en tierra mantienen a la población controlada y generan aún más tensiones. Pero esta tampoco es la única razón por la que no es una opción salir de Afganistán, otra razón para quedarse se encuentra bajo tierra.

Según un grupo especializado de oficiales del Pentágono y geólogos norteamericanos, la riqueza mineral de Afganistán llega a bordear un billón (a trillion en inglés) de dólares. Entre estos se encuentran los metales más codiciados del mundo: cobre, hierro, cobalto, oro y litio —todos clave para la industria tecnológica global. Tan importantes son estos depósitos que según el Huffington Post, en un memo interno del Pentágono se ha considerado a Afganistán como la “Arabia Saudita del Litio”.

En 2006m durante la administración Bush, se realizó un mapeo aéreo de posibles zonas mineras. Obama continuó el proyecto con el fin de establecer una industria minera, sin mayor resultado. Pero parece que con el hombre de negocios convertido en presidente, esta labor se va a cumplir: en julio del 2017, consejeros de Trump se reunieron con Michael Silver, propietario de American Elements, empresa especializada en minerales de tierras raras para analizar la realidad de un proyecto minero privado en tierras afganas.

A su vez, Stephen Feinberg, multimillonario estadounidense, continúa aconsejando a Trump sobre Afganistán con el fin iniciar sus propias operaciones mineras. Feinberg es el propietario de DynCorp, una de los más grandes contratistas militares del mundo que trabaja con el Departamento de Defensa en Iraq y Afganistán.

Pero el reloj ya inició a correr. China se encuentra en conversaciones desde 2007 con el gobierno afgano para iniciar un contrato minero de cobre de tres mil millones de dólares al sur de Kabul. Trump no está dispuesto a perder ante el gigante asiático, y su lógica en Afganistán será, como él dijo, “la frase antigua de: al vencedor, los despojos”. Salir de Afganistán significaría para Estados Unidos generar un hoyo que China o Rusia están dispuestos a llenar.

Otra de las razones por las que ninguna administración estadounidense quiere admitir la derrota es netamente política. La guerra en Vietnam es un ejemplo de un conflicto que fue pasando de administración en administración ya que nadie quería ser el presidente que ‘perdió’ la guerra y se retiró. Algo similar ocurre con Afganistán, a pesar de que públicamente es una derrota, admitirlo y retirarse es algo que ningún líder quiere en su record.

Para completar la ecuación están los intereses de ciertos grupos afganos, que ven en la salida de Estados Unidos un fin para su bienestar. Esto se debe a que con el discurso del ‘orden’ el gobierno norteamericano tras la invasión asumió el pago de los salarios del personal militar, policial y ciertos puestos gubernamentales afganos. En 2016 se destinó aproximadamente 710 millones de dólares para sueldos y están estimados 615 millones para 2017.

Uno de los problemas que esto ha generado es la institucionalización de corrupción en las esferas militares y policiales afganas. En otro reporte de SIGAR del 30 de abril 2016, oficiales estadounidenses aceptan que “ni los Estados Unidos ni sus aliados afganos sabe cuántos soldados y policías afganos existen, cuántos están disponibles, o, la realidad de sus capacidades operacionales”.  Este personal afgano asalariado por Estados Unidos cobra un promedio de 150 USD por mes. Una retirada de los norteamericanos implicaría despedirse de este ingreso mensual.

Además en una investigación realizada en 2016 por el consejo político de la provincia de Helmand al suroeste del país, se asegura que un aproximado de 40% de las tropas afganas enlistadas no existe. Los soldados ‘fantasmas’ cobran un sueldo que termina en los bolsillos de mandos medios o altos de las fuerzas armadas o policiales afganas. Para acentuar el conflicto y la disparidad salarial que llena las filas de nuevos militantes, un soldado talibán recibe un salario aproximado de 300 USD mensuales, casi el doble que en las fuerzas armadas afganas.

Todos estos factores hacen que la situación en Afganistán continúe empeorando. En 2017, la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán (UNAMA) indicó que la cifra de civiles muertos (1662) desde enero a junio es la segunda más alta en los últimos ocho años: 2014 marcó 1686 muertes.

Según un reporte a mayo de 2017 de SIGAR, los talibanes controlan 11% de los 407 distritos afganos, el gobierno 60% y el 29% continúan en disputa. Cifras que demuestran el fracaso total de los Estados Unidos y el gobierno aliado en Afganistán, ya que en noviembre 2015, los talibanes controlaban el 7% de los distritos y el gobierno un 72%.

La conclusión es clara: más tropas, más fuerza bruta nunca ha funcionado y no funcionará esta vez. Lo único que resultará es en mayor desestabilidad a un país que ha experimentado guerras por más de 40 años. Quienes sí se verán beneficiados son los bolsillos de los contratistas privados, los intereses del complejo militar-industrial, y las agendas neoconservadoras.

Una posible solución, como ya lo mencionaron el mismo Trump y el General John W. Nicholson Jr., comandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, es llegar a tener un acuerdo político con la dirigencia talibán. “…bajen las armas y acóplense a la sociedad afgana”, dijo Nicholson en una conferencia de prensa convocada en Kabul este 24 de agosto. Para lo que la administración actual espera contar con el apoyo de Pakistán e India, un fuerte actor en la geopolítica de la región.

Sin embargo, esta propuesta diplomática se enmarca en la nueva estrategia de Trump: llegar al acuerdo a través de más violencia. El expresidente afgano, Hamid Karzai,  que en su momento fue ávido aliado de Washington y ahora su crítico, expresó que esta es una fórmula solo es un mensaje de “matar, matar, matar”. El Ministro de Relaciones Exteriores ruso, Sergey Lavrov, coincidió que la estrategia es “un enfoque sin salida”.

Por último, los talibanes han sido claros sobre su posición. En una carta pública dirigida a Trump en agosto de 2017 explicaron que no habrá paz hasta que las “fuerzas extranjeras invasoras” salgan de Afganistán, lo que neutraliza cualquier propuesta estadounidense. Al parecer con la nueva administración norteamericana nada cambiará, atrás queda “América Primero”. Ahora Afganistán vuelve a ser prioridad en Washington.