Durante su década en el poder, Rafael Correa repitió la muletilla ‘que te vaya bonito’ para mofarse de sus adversarios políticos. Era parte del ritual que provocaba carcajadas y aplausos en sus incondicionales. Con tono de sorna y mueca, en las sabatinas, mítines y discursos, el expresidente usaba la expresión para ‘despedirse’ del que suponía era un adversario vencido por las evidencias y contundencia de su discurso. El monólogo correísta, seguido o antecedido por la narrativa preparada por el aparato mediático, dejaba al contrario tirado en la lona del show presidencial. El ‘que te vaya bonito’ era la vuelta a la página para continuar con la historia victoriosa que supuestamente escribía el líder de la autodenominada Revolución Ciudadana. Pero la vida está llena de sarcasmos. Verlo a Rafael Correa despedirse el 10 de julio de 2017 desde Talabela, pasando —en el discurso— de la alegría a la cada vez más obvia desazón, fue presenciar en vivo lo que muchos debieron sentir tras el escarnio de la muletilla presidencial: amargura, rabia, impotencia.

Ese día, antes de partir y muchas veces después, Correa ha dicho que su sucesor es desleal. Acusa al presidente Lenín Moreno de traicionar los dogmas de fe que él impuso durante una década y se ha quejado de la estrategia de diferenciarse de él que el nuevo gobierno ha implementado. Es como si la administración que lo reemplazó en el poder le dijera ahora a él, el rey de la burla y la sorna, ‘que te vaya bonito’.

Lenín Moreno está siguiendo un guión prolijo para ‘descorreizar’ a su gobierno. Fiel a su perfil —tan distinto del de Correa— , el presidente no confronta directamente. Pero sus comentarios indirectos y, sobre todo, sus acciones, constituyen un parteaguas y una despedida a su antecesor con no pocas dosis de ironía.

La táctica leninista ha sido una mezcla de mesura, calma y apertura, que claramente contrasta con la agresividad excluyente que caracterizó la década correísta. De hecho, buena parte de la sociedad ecuatoriana está en shock frente a lo que es un estilo inédito en alguien que parecía provenir del “redil ovejuno” del gran pastor que ha sido Rafael Correa. Es un estupor positivo. Una sorpresa inesperada y bienvenida, en un momento en que el país necesitaba urgentemente tender puentes para reconstruir “la mesa”: una economía y un esquema de relaciones estado-sociedad que tiene más déficits que lo que el discurso oficial del correísmo nos quería hacer creer.

El factor sorpresa es un elemento que claramente ha descolocado a Rafael Correa. Imagino que en su fuero interno, y en el del ultra correísmo, Lenín Moreno era la persona ideal para facilitar la transición a una pausa que iba a significar administrar al país hasta el regreso de Correa en 2021. Tal como lo cuentan Mónica Almeida y Ana Karina López en su libro El séptimo Rafael, a petición de Gustavo Larrea (al que hoy imputan como la eminencia gris detrás del proceso de “descorreización” morenista) Rafael Correa tuvo a Lenín Moreno en el radar como posible carta vicepresidencial durante su primera campaña. La personalidad tranquila y simpática de una persona con discapacidad brindaba coherencia a un discurso que voceaba inclusión. Pero lo que caló más hondo fue el bajo perfil. Moreno nunca fue una figura amenazante. Tal como se cuenta en El séptimo Rafael, los periodistas que cubrían la primera campaña vieron pocas veces a Lenín Moreno. De hecho, como lo cuenta Sol Borja en el El Patriota, Moreno estuvo a punto de no aceptar la designación vicepresidencial. La tarima, las imágenes y los discursos eran fundamentalmente para Rafael Correa

Esa relación y contraste entre el activismo omnipresente de Rafael Correa y el rol secundario de Lenín Moreno se mantuvo el periodo (2007-2013) en que gobernaron juntos. Este juego de roles parecía que se repetiría durante la transición de 2017. De hecho, el discurso con el que Lenín Moreno regresó al país en 2016 para postularse a la presidencia por Alianza País, pretendía algún nivel de separación conceptual respecto de su predecesor. Pero Rafael Correa inmediatamente retrucó diciendo que no había espacios para las disidencias. El silencio posterior de Moreno, y el haber seguido el guion escrito en Carondelet para su campaña, parecieron reafirmar lo que Correa y su círculo pretendían: tener a un administrador temporal, que se podía enderezar fácilmente. La mesura de Moreno durante la campaña para no generar una distancia discursiva más formal, pareció reafirmar su obsecuencia con Correa. Pero quedaba la pregunta obvia: ¿qué mismo quería y pensaba Moreno?

El silencio morenista presagiaba la continuidad del guion correísta. Esa idea se acrecentó con la composición del gabinete y de los puestos clave de Alianza País en el gobierno y en la Asamblea. Seguramente Correa también se sintió satisfecho cuando la mayoría del tinglado institucional, comenzando por el vicepresidente Jorge Glas, estaba compuesto por el correísmo duro.

La percepción no era solo correísta, sino de la oposición. Durante la primera vuelta, y en particular durante el balotaje, la continuidad del modelo correísta fue lo que estuvo en debate. La imagen de un Moreno títere de Correa, sin cambios sustanciales, sumiso a la voluntad del Mashi, motivó a buena parte de la oposición y de exadherentes de Alianza País a votar por Lasso, un candidato que prometía una ruptura total —en lo económico y en la forma de gobierno— con el modelo de la autodenominada Revolución Ciudadana.

El estrecho resultado en las elecciones de abril en cierta medida confirmó que el guion correísta estaba desgastado. Y que, si quería sobrevivir en este periodo, Moreno necesitaba pasar de la diferenciación cosmética a una más sustantiva.

La tarea no resultaba fácil. Significaba desmontar el discurso y las formas de gobernar que moldearon la política durante diez años. El correísmo, entendido como una forma de hacer política y gobierno, parecía haber generado un reflejo condicionado y una tautología: fue gracias a su estilo que Rafael Correa se convirtió en el fenómeno político más exitoso desde el regreso a la democracia en 1979. La idea era que la forma de hacer política y de gobernar de Correa le brindó la fórmula perfecta para ganar tres elecciones consecutivas.

El problema, no obstante, fue menoscabar el factor de entorno: el espaldarazo que significó el periodo de expansión económica más significativo de nuestra historia gracias a un precio del petróleo en su máximo histórico. La relación crecimiento económico-Correa, y el bienestar consecuente, permitieron minimizar los alcances de una forma de gobernar autoritaria, que copó los estamentos institucionales. También generaron una especie de venda que cubría la vista a la mayoría respecto de los capítulos de corrupción que se acumularon.

A pesar de que la tarea de generar un quiebre con Correa parecía difícil, en la práctica existen tres elementos con los que Moreno contaba para facilitar una transición menos dramática y así un cambio de timón.

El primero es el poder que confiere el régimen hiperpresidencialista que construyó Rafael Correa. La infraestructura institucional generada a través de la redacción de la Constitución de Montecristi, le da un poder significativo a cualquiera sea el presidente. Tanto en términos de agenda, estilo y sustancia, el presidente tiene una capacidad de maniobra que le permite imprimir su estilo y prioridades a toda la estructura institucional del estado. En ese sentido, si bien la tónica fue la del férreo control institucional que impuso Correa a voluntad, ahora Moreno apuesta a que cada estamento estatal cumpla con sus funciones con libertad.

El segundo elemento es interpretar el tiempo político. Desde 2014, cuando el boom de los commodities llegó a su fin, y el gobierno tenía que ajustar sus cinturones pero prefirió seguir su nivel de gasto financiándolo a través de deuda y subida de impuestos, la complacencia de la opinión pública comenzó a ceder, al igual que la venda: el dispendio y la corrupción se volvieron temas sensibles ante la opinión pública.

Ese era el gran pasivo con el que Lenín Moreno empezó su gobierno. Un pasivo que, además, tenía nombre propio y aparecía en la papeleta electoral: Jorge Glas. Si Moreno quería mostrar un cambio que le permita ganar oxígeno y credibilidad y, a la vez, separarse de la estela de corrupción que afectó a las administraciones correístas, tenía que dejar que la institucionalidad empiece a funcionar a través de la acción directa de la Contraloría y las cortes. Como ha sido su estilo, Moreno no va a criticar a Glas y a otros funcionarios por las acusaciones de corrupción. Pero tampoco va a impedir que los organismos de control y fiscalización dejen de seguir el curso de sus investigaciones. Es verdad que la Asamblea y la CAL pueden impedir un juicio político. Pero si las investigaciones de Contraloría y la Fiscalía dejan en evidencia la responsabilidad de Glas y otros peces grandes en diferentes capítulos de corrupción, la defensa en la Asamblea se hará insostenible.

Finalmente, el tercer elemento es la situación económica. El estado de la economía ecuatoriana es una especie de caja negra: se sabe que existe información negativa pero nadie ha podido, hasta ahora, descifrarla y dar una evaluación de su real dimensión. No solo es el problema de la deuda y el pago de la misma. Tiene que ver con la sostenibilidad de la burocracia, el rol del Estado y los flujos financieros.

El discurso oficial antes de Moreno se convirtió en una loa a la negación. La mesa servida implicaba la continuidad de una política insostenible de gasto y endeudamiento que todos, menos Correa y el ultra correísmo, querían cambiar hacia una política más real, de mayor participación privada, pero con la continuidad de las políticas sociales.

En ese sentido, la apuesta de Moreno apunta hacia un término medio entre las que fueron las visiones de Correa y Lasso. No se podía continuar con la política de negación sobre la dimensión de la crisis económica. Pero tampoco se podía pasar al extremo de querer desmantelar el rol del estado en la elaboración de políticas sociales.

El ‘que te vaya bonito’ de Moreno a Correa, tiene que ver con una necesidad de sobrevivencia política. Lo que ha hecho Lenín Moreno hasta ahora es estructurar una estrategia que busca conectar los tres elementos que cuenta a su favor y hasta el momento le ha dado resultado en términos de apoyo. Por un lado, los cambios que está realizando, sobre todo con los llamados a conversar con los actores sociales, tienen que ver con la necesidad de generar consensos para darle espacio suficiente para facilitar la adopción de medidas económicas que van a ser difíciles pero necesarias, porque la crisis económica y de las cuentas públicas es una realidad. Por otra parte, Moreno está permitiendo que los organismos del Estado fiscalicen. También está abriendo las puertas para que los medios de comunicación lo hagan. Es decir, la lógica está girando hacia una política de transparencia que va a tener consecuencias insospechadas.

Por último, sabe que como presidente puede cambiar la estructura de funcionarios como quiera. Ya lo hizo con las principales cabezas de los medios de comunicación públicos. Y lo más probable es que lo haga en el transcurso de los próximos meses con los funcionarios del gobierno que forman parte del correísmo duro. El viaje de Correa a Bélgica incluso le dio un espacio simbólico que Moreno parece estar dispuesto a llenar. Ese será su gran reto, en el periodo posCorrea: darle una despedida real, a un estilo de gobernar que agotó la paciencia de muchos.