En el Ecuador el gesto inimaginable ha sucedido: los colores de la bandera LGBTI han iluminado tres emblemáticos edificios de Quito, Guayaquil y Cuenca. Hace apenas un año, algo así habría parecido imposible. En el Ecuador, la homofobia ha sido no solo una enfermedad que no nos hemos querido curar, sino que muchos —aún— la ven como una virtud. Pero no lo es. Es un rezago de una época mucho peor, una en que la ciudadanía era un privilegio reservado para los hombres blancos y mestizos. Que el palacio de Carondelet en Quito, el monumento de La Rotonda en Guayaquil y la Casa de la Provincia en Azuay se hayan iluminado con los colores de la bandera de la igualdad es un gesto poderoso y hermoso, la apertura de una puerta por donde entra luz. Ahora, después de los simbolismos, debemos avanzar hacia un hecho concreto: la aprobación del matrimonio civil igualitario.

Durante siglos, la ciudadanía fue un privilegio reservado para unos pocos. De a poco, se han corrigiendo esas desigualdades. Una de ellas es el suplicio que padecen las personas LGBTI para que la Ley reconozca sus uniones bajo la protección del matrimonio civil y que les reconozca las familias que han formado. Desde inicios del siglo veintiuno, 24 países ya lo han hecho, el más reciente de todos, Alemania. Pero hasta el Ecuador esos vientos de sensatez aún no han llegado con la fuerza suficiente. Recién en 1997 se despenalizó la homosexualidad. Se lo hizo con el peor de los argumentos: la Corte que decretó que esa criminalización era inconstitucional dijo que los gays eran enfermos mentales —y los enfermos mentales, se sabe, no pueden ser responsabilizados por sus actos. Desde entonces, los activistas por los derechos de la comunidad LGBTI han peleado de forma incansable para salir del ostracismo y la desprotección. Pero las sombras eran profundas, y sin una voluntad política sensible a su causa, la institucionalidad estatal avanzó muy poco. En la última década, los pocos avances que se lograron fueron opacados por la retórica machista y homofóbica que dominó el debate político. Y a pesar de todo ello, esos activistas jamás desistieron.

Que la presidencia de la República, la alcaldía de Guayaquil y la prefectura del Azuay rindan tributo a esas luchas abre la puerta a lo que podría ser el cambio legal más importante en la democracia reciente. Encender luces ha sido, desde siempre, la metáfora utilizada para representar los momentos en que uno supera sus peores taras. El siglo de las luces se llama así porque fue la época en que la Ilustración nos sacó de la tiranía de la superstición y la ignorancia. No es una coincidencia: cuando la ciencia, la razón y la empatía nos abren una puerta, la luz que entra nos cambia para siempre. Hace más de trescientos años, la humanidad empezó el largo proceso evolutivo de renunciar a la caza de brujas. Y las ha dejado. Nos ha costado, a veces lo hemos hecho mal y a medias, pero la mayoría de legislaciones han eliminado las partes en que consagraban la discriminación contra las personas negras o las mujeres. Hay muchos caminos por recorrer en tantas cosas, pero esos pasos han sido decisivos para que las metas de un mundo mejor estén más cerca.

El siguiente gran paso es la aprobación del matrimonio igualitario. No será suficiente para que termine la discriminación de forma completa, pero será luz que iluminará un espacio de la sociedad que ha permanecido bajo la oscuridad. Y no hay nada más parecido a la invisibilidad que eso. Si el presidente del Ecuador, el alcalde de Guayaquil y el prefecto del Azuay no quieren que sus poderosos gestos queden como vacíos —o que en un futuro cercano sean tachados incluso de hipócritas— tienen que empezar ya, de forma inequívoca, a mover el aparato legislativo que hará ese cambio.

Todos los argumentos en contra del matrimonio civil igualitario en un Estado laico carecen de fundamento. Son un cúmulo de temores infundados, no se basan en datos —son tan ligeros que su propia enunciación es endeble. Es decir, son argumentos bañados —y viciados— de oscuridad.

La primera aprobación del matrimonio igualitario fue hace más de una década. En 2004, el estado de Massachusetts, en Estados Unidos, lo aprobó. En 2015, la Corte Suprema de Estados Unidos lo volvió legal en toda la Unión. Según los enemigos de la igualdad, esa medida supondría el fin de la familia. Pero eso no ha sucedido. De hecho, si algo ha pasado es que los matrimonios estadounidenses se divorcian menos que hace treinta años, y que las uniones que cumplen diez años o más han subido. En Argentina, se aprobó en 2010. Dos años después, en ese país se casó menos gente que en los veintidós años anteriores, y los divorcios bajaron también, en la misma proporción que los casamientos. Oponerse al matrimonio igualitario es darle rienda suelta al capricho de que la ley sea al gusto personal.

Los argumentos sobre la paternidad homoparental también carecen de sustento. Varios estudios han encontrado algo que parece una verdad de perogrullo: no hay una diferencia de conducta sustancial entre los hijos de padres heterosexuales y los de padres del mismo sexo. A la larga, se trata de algo más o menos evidente: ser heterosexual u homosexual no es una garantía, ni un impedimento, para ser buen padre.

Lo que debemos buscar es que nuestros hijos eviten crecer con prejuicios retrógrados. De hecho, el movimiento por el matrimonio igualitario lo inició una niña: Annie Goodridge. Cuando tenía 4 años, Annie —después de leer un libro sobre cómo la gente se quiere— le dijo a su mamá Julie que ella y su pareja Hillary no se amaban: “No puede ser” —les dijo— “No están casadas”. Y aunque las dos mujeres se sentían cómodas con el estado de su relación, empezaron a cuestionarse si la ceremonia simbólica que habían hecho en su patio hacía algunos años era suficiente. Por supuesto, no tardaron en darse cuenta que no. El matrimonio civil es un contrato que incluye una serie de garantías y reglas que definen la vida —y hasta la muerte— de nuestras parejas. Lo que para los heterosexuales es un hecho, algo dado por sentado, para las personas LGBTI era una incertidumbre. Muchas veces significaba firmar varios poderes y contratos civiles, a elevados costos. Otras veces era hacer visitas humillantes a dependencias públicas donde eran maltratados por funcionarios discriminadores. Todo eso se acabó, hace trece años, en Massachusetts.

Es hora de que esa ciudadanía de segunda clase se acabe en Ecuador. Es hora de que los gestos de la semana pasada se traduzcan en una agenda legislativa: es hora de que se empiece a discutir la ley de matrimonio igualitario que se aprobará en el Ecuador.