Lenín Moreno empezó el décimo primer año de gobierno de Alianza País casi como si no fuera del mismo partido que su antecesor, Rafael Correa. Se ha desmarcado desde su primer discurso como presidente de la república en la Asamblea Nacional, frente a su predecesor y lo que se supone es la estructura institucional y humana que habría dejado Correa para garantizar que “su idea” de la revolución del siglo XXI continuase por mucho tiempo. El cambio en el formato, tono y primeras acciones morenistas no ha pasado desapercibido y ha abierto un abanico de interpretaciones sobre su naturaleza: si son cosméticos o reales, si son de corto o largo alcance, si implican un divorcio o simplemente la escaramuza propia de quien quiere hacerse un espacio. En definitiva, el enigma es si —como el Lenin ruso de hace un siglo— ha empezado una verdadera revolución dentro en la estructura de poder correísta, que tiene más de zarismo que de revolucionaria.

En pocos días, Lenín Moreno ha hecho cambios que parecían tabú. Correa se había negado a suspender las sabatinas o a cerrar entidades como la Secretaría del Buen Vivir, con la tozudez de quien estaba empeñado en no darle el gusto a quienes llamaba “los sufridores”. Moreno las borró de un plumazo, de entrada y sin dar explicaciones.

El presidente también ha dicho con claridad que no cree en las verdades absolutas y que está dispuesto a dialogar, contrastando —sin decirlo— con el discurso inapelable y confrontador de su antecesor. Antes de posesionarse, Moreno pidió que el contralor deje sin curso ese disparate que fue el juicio contra los miembros de la Comisión Anticorrupción, en un parteaguas frente a lo que fue el modus operandis correísta: perseguir judicialmente a cualquiera que osara cuestionar a Alianza País y los suyos.

Moreno tiene en su gobierno a mucha de la gente de la administración de Correa y eso levanta sospechas: hay quienes dudan de cuán reales y profundos son los cambios. Pero lo cierto es que nadie esperaba que esos gestos, acciones y palabras, que distancian kilométricamente a Moreno de Correa, sean tan claros y rápidos. Y peor, que se explicitaran frente a Correa durante la ceremonia de cambio de mando, como hizo Moreno. Por el contrario, José Serrano, durante su discurso panegírico del correísmo, fue un buen ejemplo de lo que se esperaba de un miembro de Alianza País en este nuevo periodo: loas para el líder que se despide y continuidad del guion.

Más allá del escepticismo lógico —misma estructura, mismo partido, mismas personas— no había ninguna razón para imaginar que algo así iba a ocurrir. ¿A cuenta de qué separarse en palabra y obra del tótem correísta?

El cambio principal está en la voluntad de hacer algo distinto. No es poco. Basta contar con los dedos de una mano los eventos o discursos que significaron un quiebre con lo que ha sido el guion de Alianza País bajo Correa, como para reconocer que durante estas dos semanas morenistas se ha respirado el aroma de la ruptura.

Para comenzar, no está operando la inquisición mediática e institucional que tenía al expresidente como su director de orquesta. No solo que el bullying descarado de las sabatinas desapareció de la escena pública, sino que el tono del aparato mediático estatal también es distinto, más pasivo, quizás insuflado por Moreno —o por la confusión de no saber qué hacer sin el reflejo condicionado de la agresividad correísta.

Ese cambio del tono va a ser central: si algo quedó claro es que entre los funcionarios públicos de Alianza País hay una tendencia a mimetizarse con su líder. En diez años vimos cómo muchos se convirtieron en versiones más o menos bizarras del Mashi. El que Moreno establezca el tono y la forma, tarde o temprano podría terminar en la imitación de un patrón de conducta menos violenta.

Pero por ahora, la gran pregunta es qué diablos pasa por la cabeza de Lenín Moreno. Cuál es su estrategia política, su norte. Durante la campaña se le criticó la superficialidad de su discurso y la falta de un proyecto propio. También se le reprochó el giro que tomó, cuando la distancia inicial frente al correísmo fue transmutando hacia una versión adherente, que estaba aparentemente diseñada y dirigida por Correa. El temor a debatir y, en consecuencia, a exponer el conjunto de sus ideas, proyectos y desacuerdos con el correísmo, nos hicieron pensar que Moreno había renunciado a separarse del correísmo, aceptando a Glas como su vicepresidente y a los hombres de confianza de su antecesor en puestos clave del gobierno —desechando sus aspiraciones de cambio. Como si, con tal de llegar al poder, valía la pena convertirse en un títere correísta. Por eso, no se sabía con certeza si durante la campaña el que hablaba era Lenín Moreno, o presenciábamos un acto más del gran ventrílocuo Rafael Correa.

La duda sobre quién es realmente Lenín Moreno tiene que ver con su rol durante la década correísta y los giros políticos que dio. Moreno era la versión del policía bueno que edulcoraba la venalidad de Correa. Sus formas y su mirada sobre la vida y la política eran, en muchos sentidos, lo opuesto al líder de Alianza País, pero desde un rol de subordinación.

Moreno nunca se posicionó como una figura competitiva al liderazgo correísta. Al punto de que parecía fuera del encuadre de la escena política hasta que Jorge Glas no logró cuajar en las encuestas como seguro sucesor de Correa. Cuando Moreno —el precandidato presidencial con mayor aceptación— sonó como posible presidenciable del movimiento “Democracia sí” de los hermanos Larrea, otrora miembros del correísmo, caídos en desgracia, su nombre se convirtió en la única alternativa de Alianza País. La coyuntura produjo una transacción que era un win-win: un correísmo desinflándose necesitaba de un candidato potente. Moreno precisaba una estructura electoral activa, con financiamiento y experiencia.

No obstante, el hecho de que Moreno apareciera como posible candidato por Democracia sí hablaba de un detalle no menor: la disidencia con el correísmo oficial. El discurso de los hermanos Larrea reprochaba las características autoritarias del correísmo: las instituciones estaban subordinadas al caudillo. Moreno, antítesis retórica de Correa, pudo haberse convertido en su antítesis electoral. El solo hecho de que haya pensado en ser parte del proyecto de Democracia sí, dejó claro que en Moreno vivía un disidente bajo el camuflaje de un hombre del proyecto.

Esta disyuntiva puede esclarecerse por un factor que no se ha discutido abiertamente, pero del que todos tenemos al menos una noción: cuánto resentimiento ha generado el autoritarismo de Correa entre sus funcionarios y coidearios.

Rafael Correa se convirtió en el nuevo capataz de la hacienda Ecuador, un líder que quería que las cosas se hicieran a su imagen y semejanza, sin capacidad autocrítica (ni de aceptar la crítica). La expresión más pura de ese ambiente sin divergencias fue la anuencia con la que legisladores, ministros y demás funcionarios acataban las órdenes y reprimendas públicas que hacía el expresidente. Este bullying interno generó separaciones tempranas, como la que ocurrió con Alberto Acosta o los mismos hermanos Larrea, pero la alta probabilidad de mantenerse con una cuota de poder en el gobierno gracias a la obediencia, persuadió a muchos, incluyendo a Moreno, a no romper definitivamente con Correa. Esto no significó un sentido acrítico a las formas y fondos del correísmo. Lo más probable es que las cuentas pendientes estaban. Pero no se podían saldar con Correa a la cabeza.

Es cierto que todavía es temprano para adelantar un juicio definitivo sobre lo que será el gobierno de Lenín Moreno, pero en sus primeras semanas se observa que algo cambió. Lo que nadie sabe es el curso y continuidad de esta lógica de cambios y cuáles son sus motivaciones. Sin embargo, si Moreno actúa de acuerdo a lo que ha manifestado en estas semanas, y continúa con determinación e independencia en temas complicados como el de la investigación sobre Odebrecht, pondrá en marcha una verdadera revolución dentro de la revolución. Claro, una en su estilo: con sigilo, sabiendo que debe calcular cada movimiento para no generar tropiezos con los dos frentes que se abren. El que debe enfrentar casa afuera, con una oposición que quiere llegar al poder. Y, la más difícil, que tiene casa adentro. Con ese revólver cargado y apuntándole: el legado autoritario correísta.