En Venezuela, la cifra total de muertos en las protestas callejeras sube cada semana. Desde que, el 28 de marzo de 2017, el Tribunal Supremo de Justicia declaró inconstitucional un acto parlamentario que reactivaría el proceso de aplicación de la Carta Interamericana de la OEA al gobierno de Nicolás Maduro y habilitaba al Ejecutivo, en conjunto con el Poder Judicial, a legislar sobre aspectos importantes sin el aval de la Asamblea Nacional, electa por mayoría popular, la oposición intensificó su llamado a manifestar y denunciar en las distintas instituciones un “Golpe al Estado de Derecho”.

La primera víctima de esta ola de protestas fue el 6 de abril de 2017 y en casi dos meses han muerto más de setenta personas. Oficialmente, ha dicho el Ministerio Público, hasta el 28 de mayo de 2017, eran 60 víctimas. Los medios de comunicación y las organizaciones civiles han reportado al menos unas diecisiete personas más.

Un análisis de los datos que arrojan los recuentos de las víctimas habla por sí solo. De los reportados por el Ministerio Público, un 88% de los muertos son menores de 40 años, el 73% murió por arma de fuego (balas, perdigones o municiones de perdigones modificadas a las que se les ha incorporado canicas para acentuar). 92% son hombres. En el caso de los fallecidos que no entran en el recuento oficial, la historia no es muy distinta: 56% son menores de 40, al menos el 50% murió por arma de fuego y 75% eran hombres. En los registros hay 8 mujeres.

Esta es una cronología numérica de las víctimas. Incluye las oficializadas por el Ministerio Público y las mencionadas por otros medios de comunicación (nacionales y regionales) así como por organizaciones civiles. No están mencionados seis casos que han sido considerados hechos aislados y parte de las estadísticas de la criminalidad habitual del país (secuestro, robo y arrollamiento).

El Ministerio Público ha sido contundente en sus informes. Su titular, la fiscal General, Luisa Ortega Díaz (la misma que criticó el cese de las Asamblea Nacional hecho por el Tribunal Supremo) dijo que era imprescindible y urgente “que los funcionarios de seguridad actúen acorde a las normativas”. Ortega se refería a la legislación venezolana e internacional que prohíbe que las bombas lacrimógenas sean disparadas directamente a las personas. Sus declaraciones no fueron bien vista por Maduro y otros dirigentes del gobierno, entre ellos el ministro de Interior, Justicia y Paz, Néstor Reverol, quien acusó a Ortega de ser corresponsable en la generación de lo que llamó un “clima de inestabilidad”.

Es preocupante que, en las declaraciones de la fiscal, saliera el caso del joven Juan Pernalete por las posiciones encontradas entre el Ministerio Público y el Ministerio de Interior, Justicia y Paz. Pernalete tenía veinte años, y era un jugador de basquetbol que ocupaba el puesto 474 en el ranking de la Federación Internacional de Baloncesto (FIBA). Estudiaba economía en la Universidad Metropolitana de Caracas, donde tenía una beca por excelencia deportiva. El Ministerio Público demostró que  Pernalete murió el 26 de abril en Caracas por un impacto de bomba lacrimógena lanzada de frente por la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), el cuerpo militar estatal venezolano. Su contraparte de Interior, en cambio, mantiene diversas teorías en la que la GNB no carga responsabilidad alguna.

A raíz de la suspensión ilegal del proceso revocatorio presidencial, en octubre de 2016, la organización no gubernamental de derechos humanos Provea calificó al gobierno de Nicolás Maduro como una dictadura debido a la ausencia de independencia entre los poderes. A juicio de la organización no gubernamental, este nuevo ciclo de protestas ininterrumpidas y extendidas por todo el país, durante casi dos meses, es “la primera rebelión popular del siglo XXI” realizada en Venezuela como consecuencia de la “ruptura del hilo constitucional” y por la exigencia de las libertades democráticas.

El gobierno, por su parte, se impone con una actuación autoritaria que ha sido alertada por la comunidad internacional e incluso por algunos funcionarios de sus filas o que estuvieron muy cercanos al fallecido presidente Hugo Chávez. Asimismo, ha consolidado patrones represivos e incrementado el uso excesivo de la fuerza contra los manifestantes violando los protocolos internacionales, empleando sustancias tóxicas, atacando zonas residenciales, allanando universidades, presentando civiles en tribunales militares con el cargo de traición a la Patria y actuando conjuntamente con grupos civiles armados y paramilitares para contener la protesta.

La activación del llamado “Plan Zamora” desde el pasado 19 de abril de 2017 complica el panorama: institucionaliza la participación conjunta de civiles con militares en el control ciudadano (y represión) sustentado en el Decreto de Estado de Excepción y Emergencia Económica. El Observatorio Venezolano de Conflictividad Social registró desde el 1 de abril de 2017 hasta el 26 de mayo un total de 1.475 manifestaciones en todo el país, concentrados con mayor énfasis en la zona andina (Mérida, Táchira y Barinas) y la región central (Distrito Capital, Miranda y Carabobo). La oposición ha convocado marchas hacia los edificios de varias instituciones estatales ubicadas en el centro de Caracas. Casi ninguna ha podido llegar a su destino porque las autoridades municipales y nacionales del partido oficialista les negaron el permiso de manifestar en la zona en la que están el Consejo Nacional Electoral, el Ministerio Público, el Ministerio de Interior, Justicia y Paz, la Defensoría del Pueblo y, recientemente, el Ministerio de Salud. Los alcaldes de oposición que han permitido las manifestaciones han sido presionados a desautorizar las protestas.

Al contabilizarse 50 días de manifestación contra el gobierno de Nicolás Maduro, el sábado 20 de mayo de 2017, una multitudinaria marcha llenó la principal autopista que conecta el este con el oeste de la capital.  Cuando el martes 30 de mayo se cumplan 60 días de lucha habrá una sesión especial de homenaje en el Parlamento venezolano, controlado por la oposición al gobierno de Nicolás Maduro.

Los líderes de la opositora Mesa de la Unidad dijeron que se mantendrían en la calle, con la promesa de “una nueva fase de lucha”. Por su parte, el Ejecutivo liderado por Maduro, avanza en su agenda electoral para la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente ‘comunal’ con la que estima una elección territorial y la cuestionada ‘modalidad sectorial’, que la oposición ha catalogado como corporativista, y cuyo diseño —según varios analistas— está hecho para que el gobierno mantenga una mayoría en ella.

En el Consejo Nacional Electoral (CNE) existen discrepancias en cuanto a la instrumentación de este proceso electoral y su constitucionalidad. La presidenta del CNE, Tibisay Lucena, aprobó rápidamente la propuesta presidencial. Anunció para diciembre de 2017 las elecciones regionales (con un año de retraso), y aseguró celeridad en la recolección de firmas para los postulantes a la Constituyente, algo que no fue igual con la convocatoria a un referendo revocatorio presidencial propuesto por la oposición en donde dilató los trámites. Mientras que el rector del CNE Luis Emilio Rondón —el único de los cinco principales que se opone a la Constituyente en estos términos— advirtió que las bases comiciales no han sido aprobadas y no se puede avanzar sin que se corrijan.

A pesar del desgaste que implica, la protesta callejera no parece detenerse: ni en los manifestantes ni en los organismos de seguridad. Cada vez hay más efectivos de seguridad involucrados en investigaciones por fallecimientos y abusos durante las jornadas de calle y pese a la restricción del Ministerio de Interior, Justicia y Paz hay más civiles armados y que hacen uso de cualquier instrumento para el ataque-defensa.

En las próximas semanas la oposición deberá decidir alinear su agenda y pronunciarse sobre los focos de violencia en las manifestaciones convocadas por ellos. También, calibrar sus fuerzas para mantener la presión en la calle, ante la comunidad internacional y preparar su escenario para la transición o radicalización del autoritarismo.