Me pregunto qué diríamos si alguna vez un juez también fuera parte —defensora o querellante— en un juicio. Al punto casi ridículo de que se cambiase de asiento para alegar como abogado y luego responder, como magistrado, a ese alegato. Parecería una escena kafkiana, llena de humor negro, de la que uno se reiría por esa mezcla de ridiculez e imposibilidad pesadillezca. Peor aún si ese juez luego ejerciese como tal en las instancias superiores o de control. Y si, además, se encargase de determinar previamente los aspectos que van a ser considerados propios o impropios del alegato, asegurándose tener siempre la razón, sea como querellante, como juez o como órgano dirimente. Esta idea, que pareciera el argumento para un spin-off de El Proceso de Franz Kafka, se ha ido consolidando en los diez años de gobierno correísta. El futuro alegato del binomio Lasso-Páez ante el CNE tras las elecciones de abril es otro capítulo de esta historia que tiene un resultado asegurado: favorecer a las razones —cualesquiera sean— del correísmo.

Hay una serie de lecturas que se esgrimen sobre las elecciones que tienen su cuota de verdad. La idea de la caja de eco habla de un país de burbujas, sumido en subculturas que transitan la misma escala de valores, códigos y preferencias políticas, que no tiende puentes y desconoce la posibilidad de que la contraparte tenga —total o parcialmente— razón. Esa negación implica poner en entredicho los méritos y logros del opositor. El Ecuador ha transitado por este enfrentamiento de guerrillas antes. Ocurrió cuando en 1984 el entonces candidato a presidente León Febres-Cordero alegó un fraude electoral en primera vuelta para luego ganar en segunda por un estrecho margen (51.5% contra 48.5%) a Rodrigo Borja. Ecuador estaba dividido en dos mitades, con una joven y endeble democracia, cuyo primer presidente Jaime Roldós había muerto en un accidente y cuyo sucesor —Osvaldo Hurtado— tuvo que tomar el timón de un barco a punto de naufragar con la crisis de la deuda externa. El clima de crispación llegaba a niveles absurdos en donde “el otro” era el enemigo que representaba los resabios de la guerra fría. Pero lo que apaciguó los ánimos, a pesar de las maniobras para poner en entredicho los resultados de primera vuelta, fue que los mecanismos de control —como el Tribunal Supremo Electoral— estaba repartido entre todo el espectro político. La correlación de fuerzas permitía una revisión más legítima de los resultados. Y, finalmente, estos fueron aceptados sin mayor drama en segunda vuelta.

El problema durante los diez años de gobierno de Alianza País es la creciente ausencia de un espacio de control institucional autónomo. Ya sea en el sistema judicial, en el electoral, en el Legislativo, en la fiscalización de los medios y en los mecanismos de control ciudadano, el copamiento permanente de esos espacios por parte del correísmo ha sido el sino de esta década. En diez años se perfeccionó lo que tantos otros —desde el mismo Febres-Cordero, pasando por Lucio Gutiérrez— intentaron pero no pudieron hacer con el nivel de perfección y completitud que lograron los gobiernos de Rafael Correa. De la mano del argumento de que somos muchos más —electoralmente hablando— se llenaron todas las instancias institucionales con afines o partidarios de Alianza País, que además tienen nexos familiares con otros miembros del gobierno o del partido. Piense en cualquier entidad de fiscalización o que dirima las disputas, y la tendencia es la misma: no existen miembros no oficialistas. En muchos sentidos, ese es el gran legado correísta: ser juez y parte, amén de sustanciador de regulaciones y de las instancias dirimentes, todo a la vez. En definitiva, tener un control perfecto de la regulación del aparato estatal que haría suspirar a LFC con envidia.

El resultado ha sido el mismo: mientras que se hace una fiscalización exhaustiva de las organizaciones y personas no correístas, esta es prácticamente inexistente entre los seguidores de Alianza País. Además, las fiscalizaciones generalmente son más lentas y terminan perdonando las faltas —siempre de buena fe— de los fiscalizados pro-gobiernistas. Lo mismo ocurre con las instancias en que se dirimen conflictos: la institucionalidad encargada se inclina a favor del oficialismo y los suyos. Por eso, como recuerda Cristina Vera, existe una muy clara sospecha de que sea cual sea el asunto en disputa, este se va a resolver siempre a favor de Rafael Correa y los suyos. Por eso no se trata de un problema de aceptar o no que el otro puede ganar en buena ley. El gran pero es que no existe un juego parejo. El equipo local tiene árbitro y veedor a favor. Para peor: inventó las reglas.

Este nuevo normal no tiene precedentes en la historia reciente. El control de la institucionalidad encargada de fiscalizar y dirimir nunca fue tan claro y tan sesgado a favor de un solo lado. Hasta antes de la llegada de Alianza País al poder, el dedo acusador apuntaba a la Partidocracia, ese ideario en que los “dueños del país” era un grupo selecto de políticos que negociaban cómo hacerse de su cuota de poder. Esta idea se encarnó en el imaginario nacional porque tenía asidero en las negociaciones que trataban de sacar ventajas circunstanciales. Pero el poder total no estaba concentrado. Su desconcentración permitió una especie de equilibrio que facultaba la supervigilancia entre poderes del Estado. Con sus limitaciones y debilidades institucionales, que se denunciaron y que, paradójicamente, decantaron en el control total que hoy tiene el correísmo.

Lo clave de estas elecciones presidenciales y legislativas tiene que ver con qué pasará de ahora en adelante con la lógica de control institucional absoluto de las instancias de fiscalización y control. En principio, el resultado electoral debe dar paso a lo evidente: el discurso de la mayoría arrasadora no tiene fundamento. Es imposible mantener un control total del montaje institucional alegando que los otros no tienen legitimidad electoral. El Ecuador de 2017 se parece más al que precedió el arribo de ese fenómeno político que fue Rafael Correa. Desde este año el poder —expresado en votos— dejó de ser mayoritario y la composición de la institucionalidad estatal debe responder a esos cambios. En parte, este cambio electoral está íntimamente ligado con el mismo proceso de copamiento institucional. Es decir, el legado correísta parió a sus anticuerpos. Sea cual fuere el desenlace del entuerto respecto de la segunda vuelta presidencial de este año, lo que queda claro es que el correísmo ya no puede sostener el discurso que legitimó su control perfecto y abusivo: ya no representa a una mayoría arrasadora que les permitió impunidad. La minoría dejó de serlo, bajo la clara necesidad que tiene el país: los procesos de control y fiscalización no pueden tener un final kafkiano, pre-escrito por Rafael Correa y los suyos.