[dropcap]G[/dropcap]uillermo Lasso jamás ha sido santo de mi devoción y en la primera vuelta dije que no se podía votar por él. En la segunda, después de leer los dos profundos perfiles que se publicaron sobre él y su contendor, Lenín Moreno, había una especie de ejercicio reflejo: mientras Lasso —tal vez en su búsqueda de apoyos para ganar, quizá genuinamente— se abría a organizaciones y gremios con los que antes no habría cruzado un saludo, Moreno se ensimismaba en la caja de resonancia de la militancia de Alianza País, consciente de que la mejor manera de ganar no permitir grietas ni dudas en el voto duro del partido que nos gobierna hace una década. En el perfil de María Sol Borja queda claro que Moreno es igual de selectivo que Rafael Correa para escoger los medios con los que habla (de hecho, fue el único de los cuatro candidatos con posibilidades que no se sometió a la hora de conversación con los entrevistadores de GkillCity.com). Ahora, después de la reprimenda al periodista que no le dijo presidente electo, de las amenazas de juicios de Alianza País, Moreno empieza a decepcionar a sus entusiastas seguidores que repetían, como slogan de campaña, que él no era Rafael Correa. Si tomamos las pocas reacciones del partido que —como va la cosa— llegará a 14 años de gobierno, específicamente las de Moreno y Jorge Glas, parece que el estado de la democracia no va a mejorar en el Ecuador. Por eso, cuando leí este texto sobre por qué a muchos ecuatorianos les cuesta aceptar el triunfo de Moreno, entendí que hay otra burbuja en el Ecuador: la que no acepta el deterioro de las instituciones, la que no ve el desbalance de poderes y cree que vivimos en una democracia totalmente funcional.

No hay cámaras de eco, ni negaciones: las dudas que ha generado el Consejo Nacional Electoral (CNE) vienen dadas por años de atropellos hacia los contradictores del gobierno y la connivencia con los partidarios de Alianza País y el régimen de Rafael Correa. Cuando el colectivo Yasunidos buscaba una consulta popular para revertir la decisión del Estado ecuatoriano de explotar los campos petroleros dentro del parque nacional Yasuní, el CNE —entonces dirigido por Domingo Paredes— negó muchas de las firmas presentadas por defectos de forma. Que más del setenta por ciento del país quisiera ser consultado sobre ello —como quería, también, ser consultado sobre la reelección indefinida— importó poco. Fue en ese otro proceso, el de enmienda a la Constitución para aprobar o rechazar la reelección, donde tampoco se llamó a los ecuatorianos a votar, sino que se lo decidió por la vía legislativa —dominada por Alianza País— y ratificada por la Corte Constitucional —dominada por Alianza País—. En cambio, otra fue la suerte del colectivo Rafael Contigo siempre cuando tuvo una vía despejada para recoger firmas para que Rafael Correa se pudiese reelegir en 2017. En una declaración rocambolesca, su representante Pamela Aguirre, dijo que con sus ahorros de unos pocos miles de dólares había podido recoger más de setecientas mil firmas en todo el Ecuador. Algo que ni el más abyecto de los fanáticos podría dar por cierto.

En las cortes de justicia, el Estado recibe acciones de protección constitucional reservadas para los ciudadanos y que hoy le permiten al gobierno hacerse de una seguridad estaba consagrada para exactamente lo contrario: prevenir los abusos estatales contra los individuos, o grupos de colectivo. Al fiscal general del Estado se le han ido del país casi todos los funcionarios acusados de corrupción, y el caricaturesco Consejo de Participación Ciudadana no es nada más que un brazo estatal más del partido de gobierno. Es entonces que queda claro que no ha sido solo el CNE, sino buena parte de la institucionalidad que sirve, sin contrapesos ni reticencias, a Alianza País, que insiste en que el proceso político todo lo vale. Pero el fin no justifica los medios, y la democracia no es solo carreteras.

La cámara de eco que preocupa no es la de aquellos que no pueden creer que haya ganado de nuevo Alianza País. Es la de aquellos politólogos, economistas, abogados, gestores culturales, filósofos y un largo etcétera de pequeñoburgueses que creen que las sombras que se ciernen sobre la elección presidencial tienen que ver con querer que triunfe Guillermo Lasso. En realidad tiene que ver con años de obsecuencia institucional con el Ejecutivo que encabeza Rafael Correa. Tiene que ver con la idea de que la democracia es solo construir carreteras, hospitales y escuelas, sin entender que esa es apenas una parte de la edificación. Pero la democracia se construye también con respeto al derecho ajeno (que es la paz, como dijo Benito Juárez), con entender al disenso como parte de un necesario debate y no equipararlo con la traición, y con llevar una discusión de altura con una oposición que incluso alguna vez fue aliada.

El gobierno de Rafael Correa entendió bien que la democracia se construía con infraestructura y acceso a derechos como salud, vivienda y educación. Eso le dio muchos votos, y a él una popularidad casi mítica. Pero no entendió que ese poder no era una aplanadora y que el germen de un verdadero país estaba también en la reconciliación con los contrarios, la capacidad de construir consensos y —sobre todo— de hacerse cargo: de los errores, de la corrupción y del propio temperamento.

Después de años de fractura social, de meter a unos y otros en el saco de los buenos y los malos, de que los derechos sigan restringidos (las mujeres no somos dueñas de nuestros cuerpos, ni habría podido casarme con mi novia en el Ecuador) no hay una negación de ricachones, ni una cámara de eco que impida ver que es una posibilidad real que Moreno tenga más votos que su contrincante. El problema está que de tanto acusarnos durante casi un década es que ya no podemos confiar en los demás —en especial en quienes han acaparado todos los poderes del Estado.