[dropcap]U[/dropcap]na de las consecuencias más graves de los diez años de gobierno de Rafael Correa es la polarización a la que ha conducido al Ecuador. Más allá de la existencia de distintas posiciones ideológicas —que siempre son bienvenidas en una sociedad democrática—, en el Ecuador reina un ambiente de odio, de revanchismo, de ver al contrario como un enemigo y no como un adversario legítimo. El debate político se ha reducido a un cruce de insultos y difamaciones, que han hecho que la discusión de contenidos sea casi inexistente. La política ha dejado de conquistar exclusivamente las mentes y los corazones de los ecuatorianos: hoy lo que guía la discusión política ecuatoriana son nuestros odios más viscerales.

Esta polarización, durante el correísmo, ha sido tanto una estrategia como un resultado. Correa ha sido muy hábil al recoger sentimientos y diferencias que ya existían en la sociedad ecuatoriana y exacerbarlos para conseguir réditos políticos a su favor. El discurso de “el pueblo contra los pelucones” o la creación de enemigos como la “prensa corrupta” o la “partidocracia” en el imaginario social son parte de la estrategia populista por excelencia, aquella que apunta a eliminar cualquier posible matiz en la discusión política para perpetuarse en el poder. Así, Correa ha dado forma política a divisiones sociales asentadas en las últimas décadas; con su propia lectura del nacionalismo ha logrado la adhesión de sectores postergados históricamente por el establishment.

Lo grave en el Ecuador es que la oposición (o las oposiciones, si se quiere), no ha sabido responder a esta estrategia polarizadora de una manera inteligente. El discurso divisorio, prepotente y vulgar del actual régimen ha encontrado en sus contrapartes más notorias el mismo tipo de discurso: divisorio, prepotente y vulgar. Para pelear se necesitan dos: la oposición ha caído siempre en el juego que Correa le planteó, y en esto, la cabeza de la Revolución Ciudadana, como prototipo del líder populista, ha salido siempre victorioso. La oposición siempre respondió en los términos que Correa le propuso: develando sus sesgos clasistas. Se convirtió en la profecía autocumplida que el populista esperaba.

El último ejemplo de esto se vio en las manifestaciones posteriores a la primera vuelta electoral del 19 de febrero de 2017. Azuzados por Andrés Páez, candidato a la vicepresidencia por CREO, el partido de Guillermo Lasso, miles de quiteños se tomaron las calles aledañas al Consejo Nacional Electoral (CNE) para protestar. Las protestas post-19F fueron totalmente legítimas. Si bien a estas alturas no hay evidencias objetivas de que haya existido un fraude electoral, no quiere decir que no hayan existido incentivos o condiciones para que se dé. Ya muchas personas habían expresado con anterioridad sus preocupaciones de que el CNE estaba sesgado políticamente, y de que su titular, Juan Pablo Pozo, ha sido cercano a Alianza País hace varios años. Además, antes, durante y después de las votaciones se detectaron irregularidades que generaron sospechas justificadas sobre la transparencia del proceso. Al final, el que las irregularidades vistas no hayan afectado al proceso no quiere decir que no habrían podido hacerlo. Sin embargo, el papel de observadores electorales (nacionales e internacionales) y de la comunidad internacional constituían un gran obstáculo para cualquier maniobra fraudulenta.

Lo triste es que unas manifestaciones que supuestamente tomaron como bandera la defensa de la democracia terminaran siendo una cosa totalmente diferente. Aunque el discurso oficial era el de exigir transparencia en el conteo de los votos, las protestas se tornaron en un escenario donde predominó la intolerancia. Las legítimas demandas por un proceso limpio y por mejor comunicación por parte del CNE se vieron opacadas por un sinnúmero de insultos dirigidos a las autoridades del CNE, a sus adversarios políticos de Alianza País, e incluso a quienes los protestantes (liderados por Páez) consideraban culpables de desperdiciar su voto al no votar por Lasso. Fue tan así, que al final parecía que buena parte de los manifestantes no buscaban defender la democracia como proclamaban, sino simplemente ganar (o evitar que AP gane en una sola vuelta).  Para sus ojos, no existía posibilidad alguna de que democráticamente el pueblo hubiese elegido a Moreno en una sola vuelta. La democracia, para sus autodesignados defensores, significaba que haya balotaje, sí o sí. Significaba ganar, no el que los votos se cuenten correctamente, como muchos han querido hacer parecer en sus discursos. Nos preguntamos si las mismas personas hubiesen salido a las calles a “defender la democracia”, como decían, si el candidato en segundo lugar en la primera vuelta no hubiese sido Guillermo Lasso (que cuenta con un agitador profesional como Páez de por medio) sino Dalo Bucaram, Iván Espinel, o Patricio Zuquilanda.  Sospechamos que no.

Las movilizaciones frente al CNE tienen sentido político. Para Páez —político recorrido y ducho en artimañas— las protestas post-19F probablemente fueron más una estrategia política que una legítima movilización que exigiera elecciones limpias, libres y justas. A CREO le queda poco tiempo para articular el voto anticorreísta, que es el que le permitiría llegar al poder en la segunda vuelta. Su “defensa de la democracia” es en realidad una estrategia que no tiene reparos en desprestigiar un proceso electoral que se cumplió con transparencia, a pesar de las condiciones adversas. Páez lo sabe perfectamente; los protestantes tal vez no se han dado cuenta de ello.

Por otro lado, el comportamiento de Alianza País no fue distinto. Durante los primeros días, silencio y prudencia, aguardando en la intimidad que el CNE anunciara la victoria de Lenín Moreno en la primera vuelta. Cuando ya la segunda vuelta se veía inminente, empezaron a aparecer acusaciones de fraude de su lado también. ¡Oh sorpresa! “Si el resultado no es el que me conviene, entonces el proceso no es válido”, parecían sostener. Aunque con palabras distintas, el discurso fue exactamente igual al de sus opositores que se manifestaban en las calles. La diferencia es que Alianza País, a lo largo de esta década, ha construido un prestigio reñido con el respeto a la democracia y a las instituciones y, seamos honestos, este tipo de reacción estaba dentro de su guión. No se podía decir lo mismo de los dirigentes de CREO hasta el post-19F. CREO ganó el pase a una segunda vuelta, pero ha perdido con respecto a su reputación democrática.

Paradójicamente, este proceso electoral viene dañando severamente la calidad del régimen democrático, dada la irresponsabilidad de los competidores. La democracia no solo necesita buenos perdedores, sino también buenos ganadores. Duele admitirlo, pero en el Ecuador actualmente nos encontramos en una situación en la que las élites políticas, de lado y lado, no saben ni de lo uno ni de lo otro. Aquí lo que importa no es competir legalmente, como nos enseñaban en nuestras casas y escuelas cuando éramos niños. Lo que importa es ganar a toda costa. Y así, el juego de la democracia, sencillamente no se puede jugar.