[dropcap]J[/dropcap]ulio Ramírez, de 54 años, no más de un metro sesenta y bigote espeso, se seca el sudor de la frente con la mano izquierda, y con la derecha coloca el cabezón de Guillermo Lasso en el piso. Desde el 3 de enero de 2017, que comenzó la campaña electoral en el Ecuador, Guillermo Lasso y Andrés Páez, candidatos a la presidencia y vicepresidencia por el movimiento CREO, han sido omnipresentes. Fabricaron cabezones —máscaras enormes de fibra de vidrio que cubren cuello y cabeza— que decenas de personas usan mientras ondean banderas por calles de diferentes ciudades del país. Julio a veces es Lasso a veces Páez. Julio, de pisadas cortas, pelo negro y de pocas canas hoy ha pasado cerca de cuatro horas haciendo campaña para el candidato en el Comité del Pueblo, al norte de Quito. Con voz entrecortada, jadeando, me pide que le pregunte cualquier cosa rápido porque el bus contratado por CREO está a punto de salir hacia la sede del movimiento en el centro-norte de Quito. Se aleja de sus compañeros y mientras conversa, detrás de él se escucha “ya vámonos para que nos paguen”. Es un veinteañero que habla con sus compañeros, todos con camisetas con el logo del movimiento. Julio no se apura, está acostumbrado a este “corre corre” electoral: ha hecho política —sin ser político— desde 1979, cuando Rodrigo Borja y Raúl Baca Carbo, de la Izquierda Democrática (ID), se candidatizaron a la presidencia y vicepresidencia.

Julio se ha cambiado varias veces la camiseta para cuidar a sus cuatro hijos y redondear su salario. Su primer trabajo temporal haciendo campaña fue hace treinta y ocho años, con el binomio de la ID. Julio pegaba las fotos de los candidatos con engrudo en las paredes, ponía carteles en los postes, cerramientos, árboles, y movía las banderas del partido durante cuatro y seis horas al día. En los momentos que no hacía campaña, laqueaba y tinturaba muebles y pisos, una profesión que aprendió desde que tenía doce años para ayudar a sus padres con los gastos de la casa. Entre graduarse de la secundaria en el Colegio Nacional General Rumiñahui y trabajar, Julio se acostumbró al ritmo de las largas jornadas en el taller o a tener más de una actividad. Participar en las campañas políticas le pareció una idea ganadora: mientras le entraba algo de plata también podía apoyar a los candidatos con una ideología política parecida a la de él. Julio se define de izquierda porque para él “siempre ha sido positiva, siempre hay más derechos”.

La segunda vez que se involucró en una campaña política fue en 1984: trabajó para el candidato a la alcaldía de Quito por el Partido Demócrata, Gustavo Herdoíza León. También movió banderas del partido, entregó panfletos y pegó con engrudo los carteles de la campaña en diferentes lugares de la ciudad.

En 2013, Julio también trabajó en la campaña presidencial de Rafael Correa y su partido Alianza País. Repartió panfletos, pegó stickers de los candidatos en automóviles o almacenes y entregó diferentes regalos en oficinas o a quienes asistían a las marchas. Eso le ocupaba entre cuatro y seis horas diarias. En 1979, 1984 y 2013 Julio trabajó para el candidato más parecido a su ideología. Este año, no.

Para las elecciones del 2017, pidió trabajo a la campaña del candidato presidencial de Alianza País, Lenín Moreno, pero no lo consiguió. “No podían cogerme entonces como estuve desocupado pude hacer este esfuerzo por el Lasso”, dice. Fue a una de las sedes en el centro norte de Quito donde le ofrecieron cargar el cabezón de Guillermo Lasso y Andrés Páez por los recorridos de la campaña que duró 45 días. La experiencia no ha sido igual a las tres anteriores: cuando lleva puesto el cabezón lo insultan, golpean y los partidarios de Alianza País y CREO se enfrentan en los mítines. Sus primeras tres campañas políticas parecían más una fiesta que un encuentro político. “Todos nos respetábamos, cada uno hacía su trabajo sin decir nada a los del otro partido. No había esos enfrentamientos que hay ahora entre la treinta y cinco y los de Lasso”, dice. Cada vez que a Julio le toca ponerse el cabezón los peatones o la gente desde sus autos lo insultan: “Ladrón, devuélveme mi plata”, “ese banquero es el ladrón todavía con máscara, escondido”. También lo han golpeado, empujado, y han tratado de sacarle la chompa. Hay conductores que le hacen gestos groseros. “Yo me tengo que aguantar todos esos insultos, malas señas que me hacen, tengo que tragarme solito esa mala impresión porque es contra uno porque a la final el político no está ahí”, dice Julio mientras cruza los brazos cubiertos por un buzo de manga larga gris debajo de la camiseta blanca de CREO. Según él, esto le pasa más cuando usa la cabeza de Lasso que la de Páez pero que en general ve que “hay un rechazo hacia el binomio”.

Más de una vez partidarios de Alianza País y CREO se han enfrentado en la Plaza Grande: se insultan, se burlan unos de los otros, repiten los cantos de los simpatizantes que van a las sedes políticas. Pero así como ha tenido malas experiencias, también hay quienes le piden tomarse fotos con él, lo saludan y, lo más bonito son los niños que le dan la mano. Una vez se acercó uno de cinco años y le pidió a su papá que le tome una foto, y al despedirse le dijo “hasta luego abuelito”. Ese momento, recuerda Julio, ha sido el mejor momento de esta campaña por Lasso. En todas las que ha estado antes, nunca había visto una actitud tan agresiva como la de este año en contra y a favor de Alianza País y el movimiento CREO. En este tiempo, dice, ha aumentado la agresividad en épocas electorales.

Después de 45 días de campaña en la primera vuelta, una paga de 90 dólares a la semana —sin hora de entrada ni de salida— su trabajo terminó. Julio cuenta que sólo en la sede donde él operaba habían 200 personas —por cada cuatro hombres una mujer— que trabajaban entregando panfletos, moviendo banderas y portando los cabezones —cada uno usaba la cabeza por una hora y descansaba por tres, y se la volvía a poner. Por cada cabeza, había cuatro personas que se turnaban.

Una de las últimas veces que Julio usó el cabezón estaba en el parque Turístico en Sangolquí. Esa vez a Julio le dijeron que es un “viejo”, lo insultaron y le preguntaron cuánto le están pagando. Aunque había sido atacado por más de un mes y estaba un poco harto, solo respondió que no sabía de lo que estaban hablando. Cuando me acerqué a hablar con él me dijo que ya no podía responderme más preguntas en persona —era la tercera vez que conversábamos— y que lo llamara a su celular porque el coordinador les prohibió hablar con la prensa o acercarse a fotógrafos. Me retiré del parque y lo volví a llamar en la noche cuando me dijo que, a pesar de estar trabajando para Lasso, no iba a votar por él.

El 17 de febrero de 2017 fue el último día en que Julio se acercó a la sede para la despedida de la campaña de la primera vuelta. Los del movimiento les agradecieron a todos los portadores de cabezones por su esfuerzo y porque gracias a ellos el candidato pudo darse a conocer más. “Yo creo que él tiene que reconocer que nosotros que trabajamos por él y le hicimos que le conozcan hicimos que él gane votos”, dice. Pero el último día la mayoría de los trabajadores de la campaña se decepcionaron: además de unas pocas palabras de agradecimiento les dieron una coca cola con una tarrina de mote. Julio y sus compañeros esperaban un bono o “algo más”. Les dijeron que en el caso de que se dé una segunda vuelta, los esperaban el 6 de marzo para continuar con la campaña. Pero antes de que se confirme la segunda vuelta, Julio decidió que no regresaría: “es una payasada cargar y andar puesto como un muñeco la careta. La gente mismo decía que cómo es que este payaso quiere ganar el voto”. Julio, como siempre, se volverá a cambiar de camiseta.