[dropcap] T[/dropcap]odavía recuerdo la imagen: un joven Rafael Correa pregonando su evangelio de cambio en la campaña de 2006. Sus palabras le cobraban el peso a la historia, clamando por una revolución ciudadana contra el entente histórico que había deshecho las instituciones, lucrado del poder y que se había inmunizado ante el imperio de ley: la partidocracia. Correa parecía un quijote: un PhD en Economía del Desarrollo, sin partido político estructurado, embistiendo contra los molinos de viento que quebraron al país y generaron el éxodo migratorio más importante de nuestra historia reciente. El joven Correa apelaba a la fibra íntima que habita en todos nosotros: el sentido de la justicia histórica y la necesidad de un cambio que parecía imposible ante la lógica política del Ecuador. Por eso me pregunto (y debería preguntarse el votante correísta) qué diría el mismo Rafael Correa de entonces de su versión 2017.

La pregunta no es retórica. Está empapada del núcleo central que explica la paradoja en la que se encuentran quienes apoyan a Correa, representado en el binomio Moreno—Glas. Porque esos apoyos —que convirtieron al correísmo en el fenómeno político más exitoso en la historia reciente— tienen que ver con que la promesa de cambio, en muchos sentidos, se cumplió: el llamado a la Asamblea Constituyente y la aprobación de una nueva Constitución en 2008, la reconfiguración del gobierno, que extendió la cobertura de sus prestaciones —tanto en infraestructura como en servicios— de manera significativa. También hizo de la justicia social, en su faceta redistributiva, un motor: particularmente notoria en las áreas laborales, de seguridad social y de impuestos. Haber realizado estos cambios sin disponer de estructura política y convirtiéndose en un fenómeno que alcanzó los mayores niveles de popularidad y éxito político, produce la fidelidad estoica del sentido de pertenencia que no admite dudas ni pruebas en contra y que lleva a las personas a comportarse más como fieles de una iglesia que como ciudadanos de una república. Por eso Correa habla en las sabatinas como en un púlpito cuando se dirige a sus ‘creyentes’.

Pero a lo que el joven Correa de 2006 apelaba era a abrir los ojos de manera crítica y contestataria. Si pudiera viajar en el tiempo a 2017, como economista apuntaría su crítica a lo evidente: efectivamente se expandieron bienes y servicios, gracias a los mayores excedentes petroleros de nuestra historia, sin embargo, esa expansión rebasó todas las nociones de sostenibilidad. El gobierno de 2017 quiere irse “cumpliendo” la promesa de no dejar paquetazos, pero nos ha obligado a empeñar nuestras joyas (campos petroleros, preventa de crudo) y endeudándonos de mil y una formas, al punto que está pateando el problema para que lo resuelvan los próximos tres gobiernos. La versión 2006 de Correa reclamaría por esa irresponsabilidad para con cualquiera que sea el sucesor de la versión 2017. También apuntaría con su dedo a los efectos que la fiesta petrolera significó en términos de corrupción y uso ineficiente de recursos. Se indignaría por lo que llamaría un atraco para el país y la impunidad y opacidad con la que se manejan las cosas tanto a nivel gubernamental como en el resto del aparato estatal. El Correa de 2006 no tendría empacho en decir que con su versión 2017 pasamos de una partidocracia a una cuasi dictadura (o cuasi democracia) de partido único, que controla todos los poderes. Pero que además agrega la subyugación mediática y la voluntad absoluta del Presidente para incidir en todas las decisiones de gobierno y Estado. Correa 2006 se lo diría claramente al Correa de 2017 con una palabra que tantas veces usó: no sea tan caretuco.

Es el contraste tan significativo de los dos Correas lo que debe generar una paradoja en sus votantes, con no pocas dosis de esquizofrenia, dada la dualidad. La fuerte adscripción al proceso histórico asociado con el correísmo choca ante las sombras que los excesos del poder han dejado en Alianza País. No obstante, la versión 2006 de Correa ha ido ganando de a poco terreno en el voto correísta, lo que se reflejaría en el paulatino descenso electoral observado desde las elecciones de 2013, que probablemente implique que haya una segunda vuelta en 2017. Este proceso podría tomar impulso si el drama en que los Capayaleaks y Odebrecht se están convirtiendo para el gobierno, permite abrir los ojos ante las otras evidencias que muestran un país con una economía (y su principal industria, la petrolera) en una crisis que solo se está maquillando, y que será dejada como una bomba de tiempo activada para las próximas administraciones. El grado de credibilidad de Correa 2017, y la continuación de su proyecto, depende, como nunca, de que su base electoral no se deje seducir por el discurso de la versión 2006.

Otro aspecto importante es qué tanto creen los beneficiarios del proceso histórico correísta que un nuevo gobierno va a implicar pérdidas concretas. La idea de endeudarse o empeñar las joyas que está detrás de las respuestas de política económica desde 2015, tiene que ver con que en un contexto de crisis profunda —it’s the economy, stupid— no hay victorias electorales. Postergar medidas impopulares, para ganar espacio, es lo que ha ayudado al binomio correísta a liderar las encuestas. Buena parte de la base electoral del correísmo piensa más desde el bolsillo que desde las entrañas. Y esa es la gran diferencia que tendría —tiene—  el discurso de Correa 2006, ahora, respecto de lo que tuvo entonces. Porque la tarea es políticamente más difícil: convencer a un gran número de beneficiarios de las políticas sociales y a una gran cantidad de funcionarios públicos y sus familias (que no había en 2006), que puede gobernarse mejor, sin dejar bombas de tiempo ni abusar del poder.

Además, Correa 2006 tiene otro problema de fondo: no hay un candidato que se le parezca. Las siete alternativas a Moreno disipan la fuerza del discurso de Correa 2006. Tanto desde la diferencia conceptual (Lasso, Viteri), como en términos de imagen y tipo de discurso (Moncayo, Bucaram). Correa 2006 es un discurso, un concepto, no una persona. No se ha podido reencarnar en ningún candidato con la fuerza que tuvo hace una década. Nadie representa de manera fidedigna la esperanza de un proyecto que voceaba inclusión y que representaba un cambio con justicia social, desde la fuerza moral de un impulso reformador de las malas prácticas políticas. Esa fórmula encaramó a Rafael Correa a su primera presidencia. La carta con la que cuentan Correa 2017 y su binomio para ganar las elecciones es clara: Correa 2006 es un fenómeno irrepetible.